Cultura material del socialismo cubano: 1961-1989.

 

Noticias, dir. Lorenzo Regalado, 1992.

Regalado «utilizó fragmentos de emisiones del Noticiero ICAIC Latinoamericano de los años 70 y 80 para construir, en 27 minutos, un relato que pone en evidencia los males sociales de la Cuba de esa época; en primer término, la burocracia ineficiente y macrocéfala. Por el carácter crítico del material, Lorenzo enfrentó numerosas trabas para su terminación; y si lo pudo finalizar, fue gracias a la ayuda de Tomás Gutiérrez Alea (Titón). La exhibición de NOTICIAS fue prohibida. Su autor emigró, y en 31 años no había logrado disponer de una copia de su documental, ni tampoco verlo concluido.»

postal de Togliatti
una postal de Togliatti

una postal de Togliatti, 1972.

En 1972, mi tío Leopoldo viajó a la Unión Soviética. No era su primer viaje a la Europa del Este y tampoco sería el último que haría en calidad de técnico de la Empresa Eléctrica. En la U.R.S.S. compró una postal turística que muestra una foto de la hidroeléctrica de Togliatti, construida a fines de los años cincuenta en la ciudad homónima, antes llamada Stavopol. En ella les escribió a sus padres, mis abuelos:

Esta es la Hidroeléctrica

del Volga aquí en Toghliati

tiene 22 turbinas de

100,000 kilowatts cada una.

¡un fenómeno!

Al parecer, por la ausencia de sellos y marcas postales, la envió a La Habana por vías personales. Quizás la llevó él mismo a su regreso. En cualquier caso, el documento da cuenta del asombro que un cubano de visita en la Unión Soviética experimentó ante una obra de la ingeniería soviética.

ganchos u horquillas
ganchos u horquillas para sujetar el pelo. Colección Cuba Material.

Hoy en día, los ganchos u horquillas para el pelo de la marca Flower Brand son comercializados por Shanghai Yangming Imp.& Exp.Corp.,Ltd, empresa china registrada en el año 2002. Pero en Cuba se vendían desde mucho antes. No les llamábamos ganchos ni horquillas, sino «ganchitos», debido a esa manía cubana de llamar a las cosas pequeñas o que consideramos carentes de importancia por su diminutivo.

Y no es que fueran poca cosa los ganchitos. Su uso se extendía más allá de mantener en su lugar el peinado o las redecillas para el pelo que usaban nuestras abuelas. También eran el complemento indispensable de los rolos hechos con tuberías de PVC o con cualquier otro plástico —por ejemplo, con los tubos de desodorante— o cartón —digamos, como las cajas de talco—. Y, por supuesto, eran imprescindibles a la hora de hacer un torniquete con el que alisar el pelo.

El cartón que sirve de sostén a los ganchitos de la foto, adquiridos en Cuba muy probablemente en los años ochenta, se utilizó también para mantener organizados y accesibles todos los ganchos que su dueña —mi abuela— guardaba en una pequeña gaveta de la mesa de tocador de su cuarto.

Desde el pasado 9 de julio, la Cuban Heritage Collection de la Universidad de Miami y el Cuba Studies Program de la Universidad de Harvard han estado presentando paneles en donde artistas, académicos, políticos y personas que participaron de los hechos exponen sus puntos de vista sobre los eventos que dieron origen a, repercutieron en y se desencadenaron a partir del éxodo de Mariel, en 1980, desatado a partir de que un grupo de cubanos ingresó de manera violenta en la embajada peruana en La habana en busca de asilo político.

En los dos paneles celebrados hasta el momento se ha hablado y mostrado imágenes de diferentes características de la cultura material, la moda y la visualizad de la época. Es por eso que los enlazo a continuación. Nótese que esta lista se irá incrementando a medida que se celebren próximos paneles.

https://www.facebook.com/watch/?v=613864906212129
https://www.facebook.com/watch/?v=742425919867437
Espejuelos de sol hechos por merolico. Alrededor de 1990. Regalo de Meyken Barreto. Colección Cuba Material.

Estos espejuelos de sol, de juguete, eran de Meyken Barreto. Se los compraron sus padres, alrededor de 1986 o 1987. Le he preguntado, y esto es lo que me ha dicho Meyken:

Bueno, esos eran los espejuelos que vendían los merolicos para los niños, donde quiera que había esas mesitas que ponían los merolicos para vender cositas, en los carnavales, el zoológico, en los parques de diversiones, en las ferias. Vendían estos espejuelitos, y vendían como unas trompetas, unas cornetas hechas con el mismo material, que es como un plástico de colores —los había rosados, los había azulinos—. Vendían unos yoyos que hacían como con una liga, unas pelotillas con una liga para tirar, para que jugaran los niños. [Vendían] carteritas para las niñas. Esas eran más o menos las cosas que tenían los merolicos por esa época. Y yo calculo que eso sería como en el 86, por ahí, 86 u 97, que recuerdo que me compraban ese tipo de cositas.

Audio de Meyken Barreto sobre los productos que vendían los merolicos a finales de los años ochenta:

bombonera d vidrio
Bombonera de vidrio. Colección Cuba Material.

Me dice mi mamá que mi abuela tiene que haber comprado esta bombonera de vidrio en las tiendas de Centro Habana, o en alguna ferretería. Es un objeto importado de algún país del bloque socialista, y en algún momento tuvo tapa, pero posiblemente la haya botado yo misma, recogiendo. Ya mi abuela no vivía, o había perdido la cabeza, y no pudo hacer nada. De lo contrario, me lo hubiera impedido.

La bombonera de mi abuela nunca tuvo bombones, está casi de más que lo diga. De vez en cuando, mi abuela la llenaba de yemitas, que hacía ella misma. Las yemitas de mi abuela le quedaban de color amarillo canario. A mí nunca me han quedado así. Mis yemitas son anaranjadas, o de un amarillo sucio, aunque las haga con azúcar blanca. Y mi abuela las hacía chiquiticas, dándoles la forma de pequeños bomboncitos redondos que espolvoreaba con azúcar en polvo que ella misma preparaba en su batidora National.

El acabado de esta bombonera es bastante tosco. Está hecha con vidrio grueso, y su superficie y decorado son poco refinados. Mi abuela tenía bomboneras y adornos mucho más bonitos. Pero esta era la que utilizaba para las yemitas. Pudo también haberla utilizado para guardar otras cosas. Algodón, por ejemplo. Pero mi abuelo guardaba las hebras de algodón que le arrancaba a los rollos que vendían en las farmacias en otros recipientes, de cristal más fino.

En Instagram, me dice Gonzalo Arocha:

Eso venía con chocolates. Y tenía una tapa.

Me acuerdo perfectamente. Los vendieron una sola vez. Como todas esas cosas que vendieron en esa época, como las latas de galletas dulces que tenían las fotos de Machu Pichu y otros lugares del mundo (ahí me enteré que Machu Pichu existía). 

De los bombones no me acuerdo, pero sí de las galletas.

lápices Creyontín (373 D). Hechos en el Cuba en el Combinado J.A. Fernández. Colección Cuba Material.

En 1962, «Año de la Planificación», el gobierno inauguró la primera fábrica de lápices del país. Esta, según Maurice Halperin (The Rise and Decline of Fidel Catsro), fue «celebrated as a landmark in the drive fo import substitution» (p. 125). Sin embargo, pronto supieron los economistas y planificadles del naciente socialismo cubano que resultaba más caro adquirir las materias primas (madera y grafito) en el extranjero que importar lápices. Quizás eso explique la mala calidad del producto cubano.

lápices Batabanó signo (100 B
lápices Batabanó signo (100 B). Hechos en Batabanó, Cuba. Colección Cuba Material.
lápices Batabanó dual (572 R/A). Hechos en Cuba.
lápices Batabanó dual (572 R/A). Hechos en Cuba. Colección Cuba Material.
lápiz Batabanó Magenta (373 B)
lápiz Batabanó Magenta (373 B). Hecho en Batabanó, Cuba. Colección Cuba Material.
lápiz Trazo (HB)
lápiz Trazo (HB). Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.
Etiqueta de jeans Franco Pugi. Colección Cuba Material.

Bueno, tuve que hacer memoria, porque hace mucho tiempo que esto pasó, y es de esos recuerdos que traen un mal sabor, pero a la vez una enseñanza. Como yo me había asilado en la embajada del Perú, y estaba esperando el permiso de salida, me botaron de la empresa Benny Moré, a la cual yo pertenecía. Consecuentemente, me quedo desempleado, y mi familia en USA me empieza a mandar dinero a través de turistas amigos de la familia que iban a Cuba. Yo cambiaba esos dólares por moneda cubana, al cambio que existía en la bolsa negra que, si mal no recuerdo, estaba a 5 por 1, y fácilmente me mantenía. Vivía cuando eso en casa de mi pareja, en el edificio López Serrano, y mi apartamento, que estaba a unas cuadras de allí, lo tenía desocupado. Estaba en Línea y H, en un décimo piso: 2 cuartos. En fin, no recuerdo a través de quién me presentaron a una alemana de esas que se casaron con cubanos en Alemania y siguieron al marido, para terminar desilusionada, separada y con una hija, sin tener donde vivir. Estaba buscando un lugar para rentar. Mi pareja me dio la idea de rentarle el apartamento si nos hacía una compra al mes en las tiendas para extranjeros, y ese sería el pago por el apto. Nosotros le dábamos los dólares, y ella hacía la compra. Así, todos los meses yo le daba una lista con las cosas que quería comprar, y el dinero (dólares con los cuales hacía la compra). La mayor parte de la mercancía era jeans, porque había mucha demanda, y se vendían muy rápido. Así comenzó mi carrera de mercader. Eso duró bastante tiempo, hasta que Jenny, la alemana, empezó a ver que podía sacar beneficio para ella. Empezó a cobrar a otros por hacerles compras, y así le estaba comprando a distintas personas sin yo saberlo. Cuando la presencia de Jenny se hizo tan seguida en las tiendas de dólares (todas las semanas), por supuesto que el DTI empezó a investigarla. El día que tocaba hacer mi compra, fui como de costumbre a verla, le di el dinero y la lista de compra. Yo siempre mandaba a una amiga, que iba con ella y se quedaba afuera de la tienda. Esa fue mi salvación, porque cuando vio salir a Jenny, presa, de la tienda, enseguida me llamó por teléfono. Yo fui corriendo hasta mi casa, que era donde guardaba los dólares (porque Jenny, como alemana, podía tenerlos), los saqué rápidamente para casa de un amigo y regresé a casa de mi pareja y nos sentamos a esperar hasta que llegó la policía con orden de registro. Y, por supuesto, terminé arrestado con mi pareja. Hasta ahí llegó mi tienda de jeans.

Testimonio de Jorge Fernández (Pepino), músico de rock.

h/t Jorge Brioso

Con este, inauguro una serie de testimonios sobre las modalidades de consumo en los años sesenta, setenta y ochenta en Cuba.

Oldsmobile 1956 de Ambar Motors Corp

Documental de 1990, producido por el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT), sobre los choferes de la Asociación Nacional de Choferes de Alquiler Revolucionarios (ANCHAR). h/t Rialta.

Licencia de conducción. Expedida en 1989. Regalo de Almi Alonso. Colección Cuba Material.

Las licencias de conducción que el gobierno cubano expidió en los años setenta y ochenta son, muy probablemente, de los carnés cubanos que menos datos personales consigna. Esto es algo notorio en un país y época donde se requería un carné para poder realizar casi cualquier actividad —hasta para practicar la pesca deportiva a bordo de embarcaciones—, y donde estos documentos contenían información personal —incluso familiar— en extremo detallada, en mucho casos poco relacionada con el motivo por el cual era expedido.

Tanto la licencia de conducción del músico Paquito D’Rivera, expedida en 1979, como la de la actriz Almi Alonso, emitida diez años después, apenas consignan el número de la licencia, el nombre del interesado, la dirección residencial y número de carné de identidad de este, la fecha de expedición y vencimiento de la acreditación para manejar, la foto de la persona habilitada para hacerlo, la descripción de sus impedimentos físicos, de tener alguno(s), y el tipo de licencia concedida, esta última información en el reverso del carné.

La explicación a esta escasez de datos pudiera estar relacionada con diversos argumentos. En primer lugar, a diferencia de otros países, la licencia de conducción cubana no constituye un documento de identificación —los ciudadanos de este país tienen la obligación de portar en todo momento su carné de identidad—, por lo que la consignación en la licencia de muchos datos demográficos incluidos en este último documento resultaría redundante, costoso e innecesario.

En segundo lugar, la licencia de conducción no es expedida a interés de ninguna institución estatal para el control de sus miembros —como es el caso del carné laboral, el de identidad y los de las diversas organizaciones políticas (PCC, UJC) o de masas (FMC, CDR)—, sino a petición de los interesados, para probar la facultad de estos para conducir vehículos de motor. La economía de datos del documento referido cumple a cabalidad esta función.

Por último, la licencia de conducción no brinda acceso a bienes de consumo u otros privilegios materiales, como sí ocurre con las libretas de racionamiento, el carné de los círculos sociales obreros o los carnés expedidos por la CTC en conjunción con el Ministerio de Comercio Interior y que otorgaban a los portadores el privilegio de acceder a las tiendas estatales durante los días reservados exclusivamente para los trabajadores (algo así como la versión «plan jaba» del mercado de bienes industriales). Ello vuelve redundante e innecesario la inclusión de otros datos.

Hubiera pensado que los dos colores, azul y rosado, en que fue expedido este documento respondían al género del automovilista, de no haber dado en internet con una licencia de 1995 de color rosado, cuyo titular es un hombre. Es posible, no obstante, que para entonces la clasificación por colores hubiera dejado de aplicarse.

Resulta de interés, además, el hecho de que, al menos desde 1979 y hasta 1995, todas ostentan la misma firma autorizada. Definitivamente, no parece haber sido un documento de mucho interés para el gobierno cubano.

Sí lo era, en cambio, para la ciudadanía. Si bien en algunas épocas y círculos sociales el carné rojo que identificaba a los miembros del Partido Comunista pudo haber sido considerado un mérito del que algunos, incluso, llegarían a presumir, la licencia de conducción también lo era, y muy probablemente a una escala mayor o más diversa. Su posesión era casi un indicador de pertenencia a la clase media urbana, y en muchos casos prueba de movilidad social. Únicamente quien tuviera automóviles, o aspirara a obtener uno en el corto plazo, se tomaba el trabajo de sacar esta licencia.

En mi familia inmediata, solo mi papá tenía licencia de conducción. Cuando mi hermana y yo éramos pequeñas, manejaba un viejo Chevrolet, que luego vendió para comprar, entre otras cosas, una moto, con la que también hizo más de un trueque para terminar manejando automóviles que siempre pertenecieron a su empresa estatal. Mi mamá intentó en algún momento sacar la licencia de conducción, pero desistió supongo que tras comprobar que no valía la pena el esfuerzo. A mí jamás se me ocurrió siquiera.

Mis abuelos maternos sí tenían ambos licencia de conducción, que obtuvieron en los años cuarenta. Mi abuela dejó expirar la suya cuando mi abuelo vendió su viejo Rambler, pero su marido, en cambio, sí se mantuvo renovando su permiso. Al final de este post aparece, además, la licencia de conducción de su papá, mi bisabuelo, expedida en 1918 bajo el rimbombante «Título de mecánico conductor de automóviles».

Si se compara esta vieja licencia, así como las que mi abuelo obtuvo antes de 1959, e incluso la primera licencia de conducción de mi papá, expedida en 1965, con los permisos pertenecientes a Paquito D’Rivera y Almi Alonso, puede comprobarse la diferente cantidad de datos personales que consignan. Los del primer grupo contienen mucha más información que las licencias expedidas en los años setenta y ochenta.

Licencia de conducción (dorso). Expedida en 1989. Regalo de Almi Alonso. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1979 (reverso igual que la de 1989). Regalo de Paquito D’Rivera. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1965 a favor de mi papá, José A. Cabrera Pérez. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1965 a favor de mi papá, José A. Cabrera
Pérez (reverso). Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida a favor de mi abuelo Leopoldo Arús Gálvez. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción (reverso). Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida a favor de mi abuelo Leopoldo Arús Gálvez (talonario de renovación). Colección Cuba Material.
Licencia de conducción (talonario de renovación, reverso). Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1957 a favor de mi abuelo Leopoldo Arús Gálvez. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1957 a favor de mi abuelo Leopoldo Arús Gálvez. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1918 a favor de mi bisabuelo Leopoldo Arús Iznaga. Colección Cuba Material.
Licencia de conducción. Expedida en 1918 a favor de mi bisabuelo Leopoldo Arús Iznaga (interior). Colección Cuba Material.
Caja de cartón que contenía queso crema de la marca Nela. 1970s. Colección Cuba Material.

Si no contara la regularidad con que mi mamá solía enviarnos, a mi hermana y a mí, al mercadito del barrio con la encomienda de comprar queso crema, queso proceso o huevos, productos que en los años ochenta se vendían por la libre, podría decir que jamás tuve de niña responsabilidades domésticas.

Había por entonces dos tipos de queso crema, uno de textura pastosa y compacta, de marca Nela, y otro de textura granulosa que se desbarataba cuando se mezclaba con la mermelada, producido bajo la marca comercial Guarina —ambas marcas habían sido nacionalizadas tras el triunfo de la revolución—. Tanto el queso crema Nela como el Guarina se vendían envueltos en papel de superficie exterior metálica, el Nela con el nombre impreso en letras verdes sobre el envoltorio, formando líneas diagonales. Los de la marca Guarina, creo recordar, se vendían en bloques más gruesos que los del queso crema Nela, y no anunciaban su marca en la envoltura. El queso crema Nela, además, llegaba a las bodegas y supermercados en cajas de cartón (las había de dos alturas o grosores), y en ellas, muchas veces, los compradores se llevaban el producto a casa.

Mi mamá y mi abuela solían reutilizar estas cajas para, por ejemplo, guardar las cosas de coser (cintas, por ejemplo). En la de la foto, mi mamá guardó por años las muestras de ropa que cosió cuando estudiaba en la Escuela de Corte y Costura Ana Betancourt.

Carátula del disco Bill Haley & The Comets. Hecho en Polonia por Polskie Nagrania Muza y Crescendo Records. 1986. Colección Cuba Material.

Por cuatro pesos con noventa centavos, los cubanos pudieron comprar la copia polaca del disco rock and roll, de Bill Haley and The Comets. Para entonces, hacía más de dos décadas que esa música había sido si no prohibida al menos censurada por el gobierno de la Isla. Producido originalmente en Estados Unidos en 1973 por GNP Crescendo, esta versión polaca, con carátula de diseño local, parece haber sido una copia autorizada, pues la productora estadounidense aparece listada en los créditos del disco.

En 1986, tanto la perestroika —programa de reformas políticas y económicas lanzado en 1985 por el presidente soviético Mijaíl Gorbachov— como la apertura cultural hacia el Bloque del Este promovida por el presidente estadounidense Jimmy Carter comenzaban a manifestarse en una ambivalente tolerancia hacia la música rock por parte de los regímenes de Europa del Este y de la URSS —estos habían prohibido dicha música desde finales de los años cincuenta—. Al año siguiente de que se comercializara el disco que da título a esta entrada, en 1987, Billy Joel se presentó ante el público soviético por invitación del propio Kremlin (ya lo había hecho en 1979 en Cuba, en un teatro Karl Marx cuyas puertas permanecieron cerradas a los amantes del rock), a cuya actuación le siguió, en 1989, un concierto de heavy metal coauspiciado por autoridades soviéticas y estadounidenses, que contó con músicos de ambos países (de esto, junto con la visión de algunos de los participantes en dichos eventos, cuenta el documental Free to Rock).

En Cuba, donde, según refiere Frank Jack Daniel para Reuters, «when Carlos Carnero’s rock band Los Kent plugged in guitars and drums to play Rolling Stones covers on Cuba’s Island of Pines in the 1960s, soldiers stopped the gig at gunpoint in minutes and marched the musicians onto a boat heading back to the mainland», grupos locales como Viento Solar, fundado por Iván Fariñas en 1975, solo fue incorporado por el gobierno cubano en el registro de creadores dos décadas después, en 1995.

Disco Bill Haley & The Comets. Hecho en Polonia por Polskie Nagrania Muza y Crescendo records. 1986. Colección Cuba Material.
Disco Bill Haley & The Comets. Hecho en Polonia por Polskie Nagrania Muza y Crescendo records. 1986. Colección Cuba Material.

Podcast sobre el rock en Cuba, con Ernesto Juan Castellanos.

Free to Rock Trailer from Jim Brown Productions on Vimeo.

Tarjeta postal que el hermano de mi abuela, Marino Caraballo Gálvez, le envió a su papá en 1970, acompañada de hojas de cuchillas de afeitar. 1970. Colección Cuba Material.

Leyendo el borrador de un artículo del historiador Michael Bustamante sobre los paquetes postales desde Estados Unidos hacia Cuba, recordé las hojas de cuchillas de afeitar que, por años, entre finales de los sesenta y los setenta, mi familia recibió en Cuba «escondidas» dentro de los sobres de postales que resultaban, así, paquetes. En un mensaje de WhatsApp, mi mamá me dice que «las cuchillas las pegaban [los familiares que las enviaban desde Estados Unidos] con scotch [tape] a las tarjetas o cartas. En las cartas era más peligroso. Hubo muchas cortaduras».

Tarjeta postal que el hermano de mi abuela, Marino Caraballo Gálvez, le envió a su papá en 1970, acompañada de hojas de cuchillas de afeitar. 1970. Colección Cuba Material.
Tarjeta postal que el hermano de mi abuela, Marino Caraballo Gálvez, le envió a mi abuelo, Leopoldo Arús Gálvez (Polín), en 1970, acompañada de hojas de cuchillas de afeitar. 1970. Colección Cuba Material.
Tarjeta postal que el hermano de mi abuela, Marino Caraballo Gálvez, le envió a mi abuelo, Leopoldo Arús Gálvez (Polín), en 1970, acompañada de hojas de cuchillas de afeitar. 1970. Colección Cuba Material.

Niño (Ernesto Fumero Ferreiro) con un envase de yogurt. 1979. Foto cortesía de Ernesto Fumero.

Quienes vivimos en Cuba en los años setenta y ochenta, sobre todo quienes fuimos niños en aquellas décadas, tuvimos acceso, entre la no muy abundante oferta de alimentos que el gobierno cubano comercializaba en los establecimientos de consumo y venta de productos gastronómicos, a cierto tipo de yogurt líquido de producción nacional. Del producto en cuestión no recuerdo apenas más que el envase: un recipiente de tamaño poco más grande que las porciones individuales que hoy se venden en los supermercados del mundo bajo marcas como Danone, entre otras.

El envase del yogurt de mi infancia (uno de ellos, pues también se vendió yogurt en recipientes de cristal con capacidad para un litro y un cuarto de litro) era plástico, como los que conocemos hoy, y su superficie exterior, rugosa —en realidad, estaba cubierta por estrías o líneas a relieve—. Tenía, además, bordes protuberantes hacia afuera, sobre los que se adhería la lámina de aluminio que sellaba el envase, y que creo recordar tenía el nombre de la marca estampado en letras verdes. Los envases estaban pegados unos a los otros por este reborde, por lo que para consumir el yogurt había que desprender el recipiente individual, doblando y tirando de este. También había que doblar una de sus esquinas, la más protuberante, que tenía un corte para ayudar a despegar el papel de aluminio.

Hace tiempo ya que Ernesto Fumero Ferreiro me envió desde Suecia esta fotografía, que solo volví a ver cuando el artista Dashel Hernández Guirado me escribió para preguntarme si tenía alguna imagen de estos famosos y ubicuos vasitos de yogurt. (Si alguien tiene uno, ¡le agradecería que me lo donara para Cuba Material!).

Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.

Estas son algunas de las obras de la serie que Hernández Guirado prepara, inspirado, entre otras, en la fotografía del vasito de yogurt donde aparece el niño Fumero Ferreiro. Hernández Guirado es, además de artista visual, escritor, y tiene un título de Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Camagüey (2008), y de Máster en Administración Pública por la Syracuse University, de Nueva York (2018). Ha organizado y participado en varias exposiciones personales y colectivas en Cuba, Estados Unidos y Europa. Su obra artística incluye pintura, dibujo, instalaciones, video y medios mixtos. También es el autor del libro de sonetos Meditaciones (Ácana, 2016).

Hernández Guirado accedió a responder por email estas preguntas, que le envié para Cuba Material:

CM: ¿Cómo surgió la idea de la serie En el jardín de la abuela?

DHG: En el jardín de la abuela surge como un divertimento, especie de juego con mi memoria autobiográfica, a partir del cual exploro parte de la historia de mi primera infancia. Para ello utilizo fragmentos (¿residuos?) del mundo material de la Cuba de los 80: lugares y objetos, la casa, las plantas, mis juguetes, mis primeras pinturas, etc.

De algún modo yo concibo esta serie como un viaje de vuelta (nostos) al hogar familiar. Pero este viaje pasa por el hecho de reconocer y aceptar que mi pasado autobiográfico es irrecuperable. Más que reconstruirlos, me interesa evocar ciertos lugares de mi infancia y las emociones asociadas a esos recuerdos. Por tanto, es un viaje que no busca ni restaurar ni rehabitar el hogar perdido, sino encontrar la mirada del niño: la fascinación de esa primera mirada de la infancia.

Así, el jardín de la abuela es el primer jardín: el “jardín del edén” donde el niño se asoma al mundo, lo descubre y lo nombra. Por eso mi insistencia en titular cada obra de la serie como si fuese la página de un álbum botánico: nombre científico seguido del nombre común. Pero en lugar de la descripción del espécimen representado, incluyo una frase de la abuela. La abuela se asoma al universo del niño interrumpiendo su juego y matiza la historia con dicharachos, consejos y regaños: vislumbres de una realidad otra que da voz a cierta dosis de imaginación colectiva.

En el verso final de su poema “Nostos” la poeta Louise Elisabeth Glück afirma: “We look at the world once, in childhood. / The rest is memory”. Tarkovski también creía que la mirada del niño se queda por siempre con nosotros y es la que nos permite hacer arte. Yo además creo que esa mirada se convierte de algún modo, con los años, en nuestra patria, la única patria.

CM: La abuela de la serie ¿es un personaje ficticio, es decir, creado ad hoc, o se trata de tu propia abuela, en cuyo caso por qué no has nombrado la serie “En el jardín de mi abuela”?

DHG: La abuela es mi propia abuela paterna, quien nos cuidó y educó a mi hermano y a mí. Como gran parte de mi generación, nacida en los 70 del pasado siglo, fui un “niño de abuelos”. Mientras nuestros padres viajaban a estudiar a la URSS o pasaban los domingos en la caña u otras faenas relacionadas con la “construcción de la revolución”, nuestros abuelos ocuparon su lugar.

Utilizo el artículo “la” en lugar del posesivo “mi” porque creo que esta es también una experiencia común para muchos niños de mi generación: la del jardín (que recuerdo en cada casa que visité y que estaba siempre lleno de las mismas plantas y los mismos objetos), la de los padres ocupados en “tareas heroicas” y la de los abuelos ocupando el lugar de los padres.

Si yo fuera a nombrar la serie de un modo más personal la llamaría (y creo que secretamente la llamo así desde que comencé a concebirla) En el jardín de Aba. Aba es el nombre con el que yo rebauticé a mi abuela cuando comencé a hablar. Aba como hipocorístico de abuela. Mi hermano pequeño, al crecer, continuó diciéndole Aba, mis amigos de la escuela comenzaron a llamarla Aba, y finalmente toda la familia se sumó. Así fue como Caridad se convirtió en Aba.

Me interesa mucho que mi jardín personal, el jardín de Aba, se convierta en el jardín de todos. Que cada quien pueda encontrar a su propia abuela, tía o vecina en este jardín, y también que puedan encontrar un pedacito de su propia infancia. Yo trabajo con mi propio pasado, pero con el objetivo de despertar la imaginación y la memoria colectivas. Me interesa mucho la manera en que la exposición de mis recuerdos más personales puede afectar a otros y hacerlos revisitar su propia historia. Por eso también el niño de la serie sigue llamándose Javier Antonio y no Dashel. Que cada uno haga suyo este jardín y lo habite y ría o llore con las ocurrencias de Javier Antonio
y los regaños y consejos de la abuela, no la mía en específico, sino la abuela de cada uno.

CM: La serie combina elementos —más bien residuos— de la materialidad doméstica —en particular, relacionada con la ingestión de alimentos— y del mundo lúdrico infantil. ¿Qué relación ves entre ambos?

DHG: Creo que el reciclaje ya era práctica habitual (o forzada) en Cuba mucho antes de que se hiciera moda primermundista. Mi abuela aprovechaba cualquier envase en que se pudiera sembrar una planta. Recuerdo su colección de cactus en vasitos de yogurt, sus siemprevivas en latas de carne rusa, y su tilo sembrado en viejas cacerolas sin asas.

Encontré el mismo esquema repetido en casa de mis amigos, primos y compañeros de escuela: donde quiera que crecía un jardín se podían encontrar todo tipo de objetos viejos. Aunque la mayoría de esos objetos estaban relacionados con la ingestión y preparación de alimentos (cacerolas en desuso, tazas rotas, vasos y jarras de plástico, envases de yogurt, latas de carne, etc.), también se utilizaban otros sin relación directa con el mundo culinario, como palanganas, orinales viejos y hasta pedazos de juguetes. Recuerdo uno en especial, un casco puntiagudo de plástico que era parte de un disfraz de Bogatyr que vendieron en Cuba a inicios de los 80 (casco, capa, espada y escudo, todo de rojo brillante). Por muchos años el casco rojo, que servía de hogar a los helechos, estuvo colgado de un macramé tejido por mi abuela. En fin, todo aquello que pudiera contener un poco de tierra y que pudiera ser perforado en el fondo para drenar el exceso de agua era (re)utilizado para sembrar plantas.

Los niños también reciclábamos los juguetes, los reinventábamos e imaginábamos: cualquier cosa podía convertirse en un avión, en una pistola, en un barco. La escasez y las restricciones en la compra/acceso a los juguetes espolearon el deseo de imaginar, de buscar lo inalcanzable y de compartir lo poco que teníamos a mano. Pienso ahora en un tipo de “avión” que armábamos con el palito (mango, agarradera) plástico de las paletas de helado. También recuerdo muchos pedazos de juguetes viejos que habían pertenecido a mi padre y que treinta años después eran reutilizados y ensamblados con nuevos juguetes, la mayoría soviéticos.

El mundo material de mi infancia está marcado por lo que podríamos llamar una cultura residual en la que se mezclaban distintas épocas y geografías. Por ejemplo, la taza rota donde se sembraba la mala madre (cinta) había pertenecido a la vajilla del ajuar de mi abuela, a su lado la lengua de vaca crecía en una lata de carne importada de la URSS. El mismo esquema se repite en el interior de la casa y en todo cuanto recuerdo. Los sillones en los que me senté de niño eran los mismos que mi abuela había comprado cuando se casó, cuarenta años atrás, ahora tapizados con vinyl procedente del campo socialista. El refrigerador Westinghouse compartía el comedor con
el TV Krim 218. En el librero coexistían los Sputnik de mi madre con la colección de Reader’s Digest (Selecciones) de mi abuelo. Mis primeras pinturas al óleo estaban hechas sobre el cartón de fondo de las cajas de queso crema (le llamábamos cartón piedra porque tenía una textura peculiar en uno de sus lados; este cartón, creo recordar, venía de los países bálticos) [en La Habana, en cambio, lo conocí como cartón tabla —nota de CM]. Los óleos con los que pinté aquellos cuadros habían pertenecido a mi tía abuela, que estudió pintura por correspondencia en una academia norteamericana en los 50 ¡y todavía servían los dichosos oleos en 1985!

Esa cultura residual, creo yo, estimuló mucho mi imaginación. No sé si estas obras existirían de haber crecido yo en un jardín repleto de vasijas plásticas relucientes y fabricadas en específico para sembrar plantas, o jugando con aquellos robots por control remoto que tanto quise tener.

CM: Los juguetes que recreas en esta serie no son inocuos (en realidad, casi ningún juguete lo es). Tienen todos una connotación violenta y fatal, cuando no guerrista, ya sea por la posición en que aparecen representados, como es el caso del avión, o por la esencia del objeto: por ejemplo, soldaditos. ¿Pudieras explicar la relación que ves entre la fatalidad y violencia que pesa sobre el mundo lúdrico infantil y la domesticidad culinaria característica del socialismo cubano en la era soviética a que aluden tus pinturas?

DHG: La serie está en proceso aún y no puedo definir si todas las obras incluirán objetos con este sentido violento o fatalista. Hay obras en las que también incluyo piezas de legos, bolas (canicas) y yaquis (un juego que era socialmente asignado a las niñas, Jacks game en inglés). Pero sí, por supuesto, muchos de los juguetes que utilizo no son inocuos, ni la manera en que los utilizo es inocua. Hay mucho de ironía en su manejo. Aquel primer jardín donde el niño crece y descubre el mundo no es un jardín impoluto: está lleno de serpientes y de juegos cargados de un sentido ideologizante que escapa totalmente a la comprensión infantil.

El soldadito americano que dispara a un avión soviético caído, el indio que amenaza con un hacha a un dinosaurio rojo, los palitos chinos utilizados como lanzas en la que se han empalado las hojas de la siempreviva, el varón que esconde los yaquis de la prima entre las plantas de la abuela para luego jugar con ellos a escondidas, todo esto dice más —mucho más de lo que yo mismo puedo comprender— de una época y de una fatalidad ¿histórica? pesando sobre nuestra infancia.

Como éramos varones (yo, y casi todos mis vecinos y compañeros de juego), nos regalaban pistolas, soldaditos, legos, bolas, etc. Nos regalaban lo que se podía comprar, que no era siempre lo que queríamos. Como varones, jugábamos a la guerra, a las espadas, a las escondidas, a las bolas, y a los soldaditos. Nos dividíamos siempre en dos bandos: los malos y los buenos; los buenos eran los soviéticos, los malos eran los americanos. Nadie quería estar en el bando de los malos —sería interesante estudiar qué tipo de narrativa permeaba los juegos infantiles de mi generación en otros contextos: ¿Cómo jugaban los niños soviéticos? ¿Cómo jugaban los niños en Estados Unidos o en la RFA? ¿cómo era la división de roles entre buenos y malos? ¿Jugarían a los soldaditos pensando en “rusos vs. americanos”? Esto es un tema que tengo pendiente—. Aunque eran juegos que no implicaban violencia física real —especie de pequeño teatro donde podíamos vencer, sufrir derrota o morir y recomenzar todo de nuevo—, en el fondo una enorme dosis de violencia simbólica lo permeaba todo.

A veces me pregunto si esta violencia simbólica del mundo infantil no tuvo su contraparte en la sustitución ¿obligada? de costumbres y tradiciones culinarias cubanas por otras de Europa del Este: La abuela que aprende a hacer borscht por un libro de recetas en ruso con anotaciones en español escritas a mano por su nuera, la madre que prepara té de la RSS [República Socialista Soviética] de Georgia en un samovar traído de Leningrado, y el abuelo que abre a golpes de cuchillo una lata de carne mientras bromea sobre su contenido: “picadillo de oso siberiano.” ¿Qué sentido tuvo (tiene) todo esto?

Abril de 1983. Mientras crece el ajetreo en casa y todos se apuran en terminar la cena para los colegas rusos de mi madre que vienen esa noche a celebrar un cumpleaños, los abuelos no pueden reprimir su nostalgia: “En Cuba nunca se comió tanta remolacha”. “Mi padre sembraba mucho café en la finca, nunca nos faltó el buen café en casa”. “¿Te acuerdas del picadillo con pasas y aceitunas de la fonda del gallego Ramón? ¡Por cinco centavos te daban un cartucho lleno de pasas (y 5 caramelos de contra)!”. “Apúrate con la carne, viejo, que ahorita llegan los bolos”.

No sospechábamos que en menos de diez años a la nostalgia de los abuelos por las fondas de los ‘50 se sumaría nuestra propia nostalgia por esa carne, ese té, y esas remolachas que entonces despreciábamos. En 1992 ya no jugábamos. Habíamos cambiado nuestros juguetes soviéticos por los cassettes de rock & roll y los t-shirts de Kurt Cobain. Tampoco los abuelos cocinaban. Nos reuníamos en silencio alrededor de la mesa vacía, como espectros, a sorber un poco de agua con azúcar bajo la luz del farol mísero. Ya no nos dividíamos en bandos: todos queríamos ser americanos.

Anuncio público. Colección Cuba Material.

Desde los años sesenta, cuando el gobierno nacionalizó la prensa, no ha habido en Cuba crónica social, mucho menos roja. Hasta —al menos— los ochenta solo se tuvo noticia de los crímenes —incluida la identidad de sus perpetradores— cuando la magnitud o características de estos generó algún rumor. Si bien creo haber leído en la prensa alguna vez una nota anunciando la búsqueda de un anciano o enfermo mental desaparecido, no recuerdo haber visto anuncios sobre la búsqueda de criminales prófugos de la justicia.

El anuncio público que se muestra en esta entrada detalla las señas de un presunto criminal, buscado por el Buró Nacional de Búsqueda y Captura de la Policía Nacional Revolucionaria. Aparecen anotados, junto a su foto, el nombre, la edad, el estado civil, las señas físicas y la dirección particular del sospechoso, así como el nombre de sus padres. También se enumeran los barrios de la capital que este frecuentaba, aunque no se precisa la naturaleza de los crímenes que cometiera. Eso sí, se advierte que este pudiera portar un arma de fuego, en sí un delito recogido en el código penal cubano.

No sé si este anuncio fue colocado en los espacios públicos de la capital, o si solo fue distribuido, entre otros, a los directivos de los Comités de Defensa de la Revolución. Este, en particular, pertenecía al responsable de vigilancia de una de las células de bases de esa organización.

Camisa de trabajo Zafra. Colección Cuba Material.

Recientemente, el profesor de ciencias políticas Richard Snyder, de la Universidad de Brown, me entrevistó para un podcast que produjeron el Watson Institute for International and Public Affairs y el Center for Latin American and Caribbean Studies de esa institución. En él hablo de la moda y la sociedad socialista en Cuba: Politics and Fashion in Revolutionary Cuba.

Hypermedia Magazine publicó también un breve texto sobre la pertinencia de la crítica a la ropa que Lis Cuesta Peraza, esposa del presidente Miguel Díaz-Canel, exhibe en ocasiones oficiales: El nuevo traje de Lis Cuesta Peraza:

Solo la guayabera masculina (de hilo, sí, y mangas largas, alforzas y botones de nácar) forma parte del repertorio sartorial tradicional cubano, y no fue hasta finales de los años sesenta del siglo pasado que vieron la luz los primeros bocetos que feminizaron dicha prenda, que tuvieron que esperar aún una década para ser producidos por la empresa Contex (la cual cosió no solo vestidos guayabera, sino también jumpers, shorts y ropa para niños).

Documental sobre los carnavales de La Habana y sus reinas de belleza.

Tapa de un pomo de esmalte para uñas

Tapa de un pomo de esmalte para uñas. Hecho en Cuba. 1980s. Colección Cuba Material.

De los esmaltes para uñas —pintura de uña le decíamos— que se comercializaron en la Cuba de la Guerra Fría, solo recuerdo dos diseños de envase y ningún nombre comercial: un frasco pequeño, más ancho que alto, de tapa plástica alargada de estilo art deco, que también servía de brocha, y un pomito de aspecto ordinario, más alto que el primero y con tapa en forma de cilindro, también con brocha incorporada. No tengo que decir cuál me gustaba más.

En casa, mi mamá, mi hermana y yo nos pintábamos poco las uñas, aunque de vez en cuando mi mamá se arreglaba, ella misma, las suyas. Yo, que por entonces las llevaba largas, no tanto por vanidad como por vagancia y falta de cultura de salón de belleza, me las pinté pocas veces. Nunca fui a la peluquería a arreglarme las manos, ni supe que mi mamá o mi abuela alguna vez lo hicieran .

Pintarse las uñas en la Cuba de los años ochenta era todo un proyecto. En casa no habrían más de diez pomos de esmalte para uñas, y en casa de mi abuela muchos menos. Una vez escogido el color, había que mezclar bien la emulsión para unir sus componentes, que tendían a separarse en estado de reposo —para ayudar en la tarea, algunos envases tenían una pequeña esfera de metal adentro, que sonaba como una campanilla cuando se batía—. Tras comprobar que no quedaban trazos de emulsión perlada o transparente en la mezcla, podía entonces uno aplicarse la pintura o barniz, como mínimo en dos capas, espaciadas con cinco minutos de intermedio en los que había que esperar pacientemente a que la primera mano de esmalte se secara. Tras repetir el procedimiento una segunda vez, uno se dedicaba a soplarse las uñas durante varios minutos, para que el esmalte se secara bien y no fuera a estropearse.

Quitarse la pintura, al cabo de los días, era otro proyecto. El quitaesmaltes que se producía en Cuba no siempre se encontraba en las tiendas. Muchas veces comprábamos acetona pura, de contrabando. El algodón, que solo se vendía en rollos etiquetados como «algodón quirúrgico«, podía también a veces escasear. Una vez, sin algodón en casa, tomé un blúmer viejo de poliéster para quitarme la pintura. Me enrollé el dedo con la tela y lo introduje en la botellita de acetona para inmediatamente ver cómo esta se deshacía en mi dedo. El producto era tan fuerte que diluyó la fibra sintética con la que estaba confeccionado el blúmer.

A veces, los pomos de esmalte de uñas se limpiaban y guardaban para usarlos para aplicar otras sustancias. Mi abuelo solía rellenarlos con goma de pegar líquida o con tintura de yodo.

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat. Hecha en la RDA. 1980s. Colección Cuba Material.

Los productos que limpian y desinfectan el inodoro de manera automática apenas se conocen en la Cuba de hoy. En la de la Guerra Fría, sin embargo, se comercializaron durante los ochenta, al menos en La Habana. Sin competencia de fabricantes o de marcas, sin una oferta estable, y muy probablemente con muy poca demanda, en las tiendas del mercado paralelo local alguna que otra vez se vendieron WC mats. Importados de Alemania del Este, donde los producía la empresa estatal VEB Polymer Pößneck, con sede en la ciudad de Poessneck, en el estado de Turingia, deben haberse producido específicamente para el mercado cubano, a juzgar por las instrucciones del envase, en español. O quizás se exportaban también a otros países del mundo hispanohablante.

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat. Hecha en la RDA. 1980s. Colección Cuba Material.

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat. Hecha en la RDA. 1980s. Colección Cuba Material.

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat

Pastillas para limpiar el inodoro WC Mat. Hecha en la RDA. 1980s. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

En una de las gavetas de su escaparate, mi abuela guardaba la lista donde había anotado los regalos que recibió cuando se casó, en 1945. Tenía dos copias, una manuscrita y otra mecanografiada, ambas detallando los objetos y dinero recibidos, junto al nombre de la persona o familia que se los obsequió, a quienes luego envió una linda nota de agradecimiento.

Cuando mis padres se casaron, en 1972, no hicieron lista de regalos y dudo que hubieran enviado postales de agradecimiento, difíciles de imprimir entonces e inconcebibles cuando me casé yo, en el año 2002 (como regalo de bodas solo recibí un juego de copas de cristal Lalique, sin envolver, que me envió un médico, compañero de mi abuelo desde los tiempos de la universidad, un perfume artesanal hecho en la Habana Vieja, posiblemente también sin envolver, y un dibujo a lápiz de una calle de La Habana).

El socialismo cubano también transformó la cantidad, forma, frecuencia y tipo de regalos. A partir de 1959 se regaló menos, se regaló mal, y la calidad y el diseño del papel con que se envolvieron los regalos disminuyeron mucho. Hasta los ochenta, sin embargo, me dice mi mamá, en las principales tiendas por departamentos de La Habana existía un departamento «de regalos» donde, además de ofrecer el servicio de envolver la mercancía sí así lo prefería el cliente, podían comprarse pliegos de papel para envolver regalos, en algunos casos con diseños de estética soviética. Siempre que se recibía un regalo bien envuelto, no obstante, se abría con mucho cuidado para no romper el papel de la envoltura y poder volver a utilizarlo.

Con los papeles para envolver regalos que mis abuelos conservaron durante las últimas décadas, Cuba Material les desea a todos un feliz 2019.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

Papel para envolver regalos

Papel para envolver regalos. Colección Cuba Material.

máquina de afeitar eléctrica Kharkov

Máquina de afeitar eléctrica Kharkov

Máquina de afeitar eléctrica Kharkov. Colección Cuba Material. Regalo de Mirta Suquet.

Del libro Designed in the USSR: 1950-1989 (Phaidon, 2018), el colectivo de Russia Beyond seleccionó 10 objetos de consumo que, en su opinión, tuvieron un gran impacto en la formación de la identidad socialista de posguerra. El cuarto objeto listado es la máquina de afeitar eléctrica Kharkov:

If you’ve ever watched the ultra-popular Soviet movie, Irony of Fate, you might remember when the main character, Nadia, gifts her boyfriend a razor for New Year’s, (“the latest model,” she says). This isn’t the same exact one, but such a device was a luxury because most men at this time still shaved the old fashioned way – with brush and razor. This particular item was produced in 1966 at the Kharkov Electrical Equipment Factory.

En la mucho más improductiva y atrasada economía cubana, las máquinas de afeitar Kharkov, de las que se vendieron varios modelos, posiblemente desde los años setenta y hasta la caída del comunismo en la Unión Soviética, eran también un objeto o regalo de lujo. De las tres máquinas que ilustran esta entrada, las dos primeras pertenecieron a un profesor de matemáticas de nivel medio superior en la provincia de Pinar del Río, y la tercera, a un técnico de la Empresa Eléctrica en Ciudad de la Habana, quien con frecuencia viajaba a los países de Europa del Este por razones de trabajo.

máquina de afeitar eléctrica Kharkov

Máquina de afeitar eléctrica Kharkov-25. Regalo de Mirta Suquet. Colección Cuba Material.

Máquina de afeitar eléctrica Kharkov

Máquina de afeitar eléctrica Kharkov. Colección Cuba Material.

Perfume Esencia de rosas

Perfume Esencia de rosas. Hecho en Bulgaria. Regalo de Mirta Suquet. Colección Cuba Material.

Los perfumes búlgaros Esencia de rosas eran bien valorados en la Cuba de los años ochenta. Un novio de mi hermana le regaló uno de estos, y me fascinó más que el aroma el diseño del envase. Alguna que otra vez abrí su gaveta solo para contemplar el estuche de madera y sacar el pequeño tubo de cristal que contenía la fragancia.

Perfume Esencia de rosas. Hecho en Bulgaria. Regalo de Marial Iglesias. Colección Cuba Material.

Perfume Esencia de rosas. Hecho en Bulgaria. Regalo de Marial Iglesias. Colección Cuba Material.

Silla diseñada por Gonzalo Córdoba

Silla diseñada por Gonzalo Córdoba

Silla diseñada por Gonzalo Córdoba.

En Cubarte: Diseñar, crear… creer:

Como dos figuras singulares, diferentes, aisladas, únicas, raras para algunos, se alzan Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet en el panorama de la cultura cubana de los últimos 20 años, dado su entusiasmo y pasión –al parecer inagotables pese a acercarse ya a las 8 décadas de vida—por desarrollar en nuestro país un diseño industrial acorde con los materiales locales existentes, las condiciones climáticas, la racionalidad económica, el sentido de lo bello y la expresión de códigos y valores de una isla en cuyo destino se entrecruzan culturas provenientes de diversas regiones del mundo.
Por esas y otras razones se decidió otorgarles . . . el Premio Nacional de Diseño en su primera edición, otorgado por la Oficina Nacional de Diseño por la obra de toda una vida, a quienes han laborado juntos ininterrumpidamente desde 1959 en diversas empresas cubanas, comenzando por aquel Taller de Diseño de Interiores y Muebles de la Comisión de Proyectos Turísticos, en la entonces Junta Central de Planificación, hasta la Empresa de Producciones Varias (EMPROVA). Resulta sorprendente conocer que ambos realizaron más de 6 mil diseños para ser producidos por empresas tales como la textilera Ariguanabo y el Combinado del Vidrio, y un sinnúmero de pequeños talleres en los que tenían como norma que todos los materiales debían ser nacionales: maderas, textiles, pieles, tejidos de fibras, mármol, metal, y cuando se trataba de diseñar el interior de espacios públicos u oficinas, incluir siempre obras de artistas cubanos de la plástica, consagrados o jóvenes talentos.

La cubanidad contemporánea de los ambientes fue orientación permanente en todos los proyectos que participaron ya fueran hoteles, hospitales, casas de gobierno, viviendas, restaurantes, casas de protocolo, pabellones para ferias y exposiciones, escuelas, círculos infantiles, lo que extendían hasta el vestuario de los trabajadores que debían tomar parte de estas actividades, según lo expresado por ambos cada vez que le preguntaban acerca de sus puntos de vista. En más de una ocasión arremetieron contra todo tipo de lujo (dado lo artificioso del concepto) apoyándose en aquella observación de José Martí sobre “el lujo venenoso es enemigo de la libertad, pudre el hombre liviano y abre la puerta al extranjero…” pues su máxima, la divisa insobornable que sustenta su trabajo fue siempre, y es, la defensa de nuestro diseño… y creer en lo nuestro y crear lo nuestro.

Durante las décadas de los 60 y 70, Gonzalo y María Victoria formaron parte de numerosos proyectos y exposiciones en los que parecía cobrar fuerza la idea de un diseño nuestro, local, “tercermundista”, apropiado a las circunstancias locales y que estableciera los vínculos necesarios con la escena artística internacional, con la cultura occidental a la cual pertenecemos. En esos años se debatía intensamente acerca del valor del diseño en la calidad de vida de la sociedad cubana, de su más que importante papel en la sustitución de importaciones (para el ahorro de divisas) como posible renglón de exportaciones, así como lo concerniente a su significación en la escala de valores culturales, morales, ideológicos y políticos.

Recuerdo la creación de la Escuela de Diseño Industrial e Informacional, adscrita al Ministerio de la Industria Ligera, a fines de los 60, dotada de un magnífico equipo de profesores y dos importantes graduaciones; la visita a Cuba de Tomás Maldonado (Director de la Escuela de Ulm, heredera de la mítica Bauhaus), Gui Bonsiepe, Yuri Soloviev, Armand Mattelart; la creación de varias oficinas de diseño industrial (en especial la del Instituto Cubano de Investigaciones y Orientación de la Demanda Interna), contribuyendo al desarrollo del diseño de objetos en sus diversas escalas pues los planes de construcción a lo largo del país se multiplicaban y exigían, en consecuencia, respuestas a las crecientes demandas de mobiliario, iluminación y ambientación en general.

Por primera vez se debatía el concepto de diseño ambiental, defendido inteligentemente tantas veces por el arq. Fernando Salinas (quien al ser nombrado Director de Artes Plásticas en el naciente Ministerio de Cultura, 1976, no vaciló en cambiar el nombre de su oficina por el de Dirección de Artes Plásticas y Diseño) mediante artículos, ensayos, coloquios, seminarios, eventos. Ya desde entonces, y mucho antes, Gonzalo y María Victoria tenían muy claros la profundidad de dicho concepto, su alcance e integralidad, su inserción en las distintas esferas de la vida cotidiana, por lo que se sintieron como peces en el agua en medio de aquel clima cultural vivificador. Para ellos resultaba vital la plena conciencia del fenómeno pues veían en él un modo eficaz de superar la dependencia y el subdesarrollo despiadados que hace menos libres a nuestras naciones no solo en lo económico sino también en lo ideológico y cultural.

La práctica concreta de ambos resultó un modelo de rigor y análisis, de sencillez y de tener los pies en la tierra pues nunca cedieron a los cantos de sirena del lujo y la importación salvo cuando un objeto solicitado rebasaba las capacidades tecnológicas existentes en el país: su labor fue descolonizadora en muchos aspectos. Aunque trabajaron siempre “hacia adentro” de los espacios en busca de la belleza y el rigor funcional de los mismos, influyeron también en el “hacia fuera” ya que los arquitectos con los que laboraban reconocían de inmediato sus cualidades humanas y profesionales (en especial Antonio Quintana y también Raúl González Romero, Mario Girona, Galván, Josefina Rebellón, entre otros) quienes tomaban en cuenta sus observaciones para mejorar, en resumidas cuentas, el proyecto global en que se encontraban. Gonzalo y María Victoria “no caían en paracaídas”, como se dice vulgarmente, luego de la obra concluida, con el fin de “adornar” lo bien o mal diseñado, sino actuaban desde el inicio a la par de arquitectos y otros técnicos.

¿Cuando comenzó todo? Conversando con Gonzalo en medio de su última exposición con María Victoria, a propósito del Premio Nacional de Diseño (Diseñar, diseñar, diseñar, en el Centro de Prensa Internacional, La Habana, mayo 2004) y ante mi asombro de ver una silla diseñada por él en 1950, me confesó que fue el pintor Mariano Rodríguez quien lo estimuló a decidirse por esta especialidad, luego de visitarlo varias veces en una tienda de venta de muebles importados que Gonzalo administraba en la calle Calzada de El Vedado: “tu tienes mano para diseñar objetos y no importar más ninguno”, le dijo un día sobresaltado… En la exposición pude ver una de esas famosas sillas, nombrada Jaialai (por su similitud con las raquetas del deporte vasco), de cabilla redonda y junquillo, conservada intacta por más de 50 años.

De 1950 a 1958, una vez lanzado de lleno al diseño industrial, Gonzalo es llamado a diseñar el interior de importantes espacios de recreación: las cafeterías Wakamba, Kimboo, Karabalí, el bar La Zorra y el Cuervo, el Miramar Yacht Club, en La Habana, el Hotel Internacional en Varadero, y otros más que muchos recordamos por su coherencia, comodidad, “estilo” (una palabra muy en desuso), elegancia, frescura…en fin, personalidad que nos remitía a valores y códigos de ciertas zonas de la cultura cubana y caribeña aún cuando no pudiésemos determinar con claridad la pertenencia de esos rasgos en el diseño.

A partir de 1959 se une a María Victoria para compartir juntos nuevas aventuras y proyectos de interiores desde la JUCEPLAN y el MiCons, especialmente el complejo turístico Guamá, al sur de Matanzas, los hospitales Naval (La Habana) y Lenin (Holguín), salones de recepción, lobbys y oficinas en el Palacio de la Revolución, de las que emergen los diseños de la butaca Guamá y la mesa Isla, ambas de 1959. Durante el cuatrienio 1967-1971 su actividad internacional es grande pues significa el comienzo de una serie de participaciones en los Salones del Mueble de París y de Milán (considerada esta la meca del diseño de mobiliario) y exhibiciones en el Museo Liljab de Estocolmo, la sede de la FAO en Roma y el diseño interior de las Embajadas de Cuba en Checoslovaquia, Dinamarca, Suecia, Mongolia, Austria. Siguiendo la línea de objetos nuevos, crean las sillas MiCons, PR y PC en 1965, cuyos modelos se muestran en la exposición de este mayo del 2004.

En 1967 conocen a Setph Simon, cuya Galería en París no tenía muy buenas perspectivas a pesar de contar entre sus diseñadores y artistas a Noguchi, pero de inmediato se arriesga a exhibir objetos de los diseñadores cubanos, en madera y mármol, recién llegados a Francia. Para sorpresa de todos, aumenta la clientela y las ventas y la motivación a continuar trabajando juntos durante varios años, lo que significó para ellos, modestamente, su introducción en ciertas zonas del mercado europeo. Entre 1972 y 1973 experimentan con telas en sus diseños para cortinas, manteles, doyles, camisas y hasta en luminarias de estructura de madera. De esta época nace su famosa vajilla Pescadora (paltos, portavasos, bandejas, cubiertos) en maderas preciosas y dos años adelante María Victoria emprende por su lado una nueva vajilla, esta vez en vidrio. Ya ambos habían lanzado las butacas Flora y Adria en 1974 y un conjunto de banquetas, con lo cual queda en evidencia su tenacidad y persistencia. Sorprende la variedad de soluciones que ambos enfrentan, lo mismo para ambientes domésticos y masivos (siempre en busca de la máxima eficacia y ahorro de materiales) que para ambientes de carácter privado o selectivo. No discriminan ingenio y talento entre unos y otros. Para ellos la divisa es la misma: creer en lo nuestro, crear lo nuestro.

Las exposiciones se multiplicaron a partir de 1979 en la Galería Habana hasta la última en 1991, Diseño amigo, en el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales, antes de esta que ahora comento a propósito del Premio.

Sin dudas, por lo que han sido mayormente conocidos es por su labor en la EMPROVA a partir de 1974, bajo el estímulo constante de Celia Sánchez Manduley, quien vio en ellos la garantía de impulsar un diseño cubano desde su origen hasta su recepción. Será bien difícil, cada vez que se nombre dicha empresa, no recordarla a ella (ya fallecida) y a ambos, aún hoy todavía en activo a pesar de su retiro oficial. Córdoba se encuentra enfrascado en la remodelación del complejo turístico Guamá, y María Victoria dedicada al diseño de tapices textiles en su casa, lo cual es un buen síntoma para quien pueda albergar dudas sobre las capacidades intelectuales y físicas de ambos.

Su labor de diseño, comenzada en el campo del mobiliario y que durante las décadas del 80 y 90 continuó produciendo modelos únicos como las sillas JG (1985), Queta, Matías y Luigi (1990) y la butaca MV (1987), se ha extendido a otros campos entre los que hallamos el desarrollo de textiles (en hilaza de algodón y fibra de henequén, por ejemplo), estampados, vidrio y soplado, la madera, el mármol y los metales (para objetos de escritorio), luminarias… porque su interés, en resumidas cuentas, es el ambiente, los espacios en los que el hombre vive y trabaja, sueña y reflexiona, goza y duerme.

Nada humano es ajeno a la actividad de diseño desde finales del siglo xix cuando se planteó la desaparición de las diferencias entre artes mayores y menores, y se luchó por dotar de significación cultural al universo de los objetos que rodean al hombre a pesar de que, en gran parte del siglo XX, una gigantesca ola de banalización y frivolidad (imbuida más por el espíritu de “embellecer” los productos) marcó esta actividad en determinados sectores del consumo y la industria dependientes (en especial en los países en vías de desarrollo) que preferían, y prefieren, importar antes que diseñar y creer en sus propias capacidades.

Entre el consumo desenfrenado (sobre todo si es de productos extranjeros) y el estímulo a lo local se ha movido una vasta zona de la teoría y la praxis de la actividad de diseño en nuestras regiones económicamente menos desarrolladas aunque exista hoy una mayor conciencia acerca de la estetización de la vida cotidiana y el diseño ambiental como disciplina rectora del mejoramiento de nuestros espacios.

Solo en el mundo moderno algunos países escandinavos han logrado superar tales obstáculos, barreras o dicotomías, luego de desarrollar sus propias escuelas y profesionales, anticipándose así a modelos que hoy podemos considerar válidos aunque respondan específicamente a sus realidades materiales y espirituales, bien distintas a las nuestras. En ellos el diseño ha alcanzado una importancia histórica y un enorme prestigio como actividad de altos valores culturales y espirituales: Gonzalo Córdova y María Victoria Caignet han asumido, desde el principio de sus carreras, esta rica herencia y se han apropiado de sus expresiones tanto como del impulso que esta disciplina cobró en los años iniciales de la revolución de Octubre de 1917 cuando un notable grupo de creadores (arquitectos, artistas, escritores, dramaturgos, cineastas) decidieron transformar el antiguo orden prevaleciente en la gigantesca geografía de la entonces Unión Soviética.

Herederos de ambas experiencias históricas, del know how norteamericano y del savoir faire francés, vertieron todo su talento y capacidad en la olla cubana (ya de por sí un verdadero ajiaco, al decir de Fernando Ortiz, donde se mezclan diversos componentes culturales de varias partes del mundo) para producir un conjunto notable de objetos en los que puede sentirse también, y con particular fuerza, el todo mezclado guilleneano. Claro que no partieron de la nada, ni de inspiraciones divinas, pues nadie puede hacerlo ya desde que el Renacimiento divulgó la apropiación del legado clásico greco-latino para transformar en lo adelante (hacia todo el mundo moderno y contemporáneo) las viejas nociones de pureza y originalidad que tantos inútiles dolores de cabeza han causado.

Por esos sus creaciones resultan vivas, familiares, a tono con las circunstancias de la vida, por muy difíciles que estas sean. No encontraremos en sus diseños nada disparatado, snob, frívolo, antiguo, absurdo, tonto, inútil, imposible de realizar. Son diseños de aquí y de ahora, afincados en nuestra realidad, expresión de lo mejor de una cultura artística que bebe de lo académico y popular a la vez, que se nutre de las fuentes en cualquier lugar del mundo, sean del Lejano Oriente o de Jamaica, a 70 millas de distancia. De ahí su espíritu democrático y universal, su respuesta, anticipada ya desde la década del 60, a los intentos de una globalización que amenaza con borrar nuestras diferencias y nuestras conquistas.

Por eso cobra tanta fuerza la divisa del trabajo de estos dos premiados, con toda justicia, diseñadores: creer en lo nuestro, crear lo nuestro.

Muebles y vajilla diseñados por Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet

Muebles y vajilla diseñados por Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet.

Vajilla diseñada por Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet

Vajilla diseñada por Gonzalo Córdoba y María Victoria Caignet.

Paquete de café molido (y mezclado con chícharos) comercializado en el mercado normado

Paquete de café molido (y mezclado con chícharos) comercializado en el mercado normado

Paquete de café molido (y mezclado con chícharos) comercializado en el mercado normado. 1990s. Foto cortesía de Mónica López.

El café que por siglos han bebido los cubanos en pequeños tragos azucarados y fuertes se comercializó durante la era socialista en pequeños sobres de nylon transparente. No sé si alguna vez tuvieron marca comercial y diseño, pero sí creo recordar que se vendían en el mercado racionado en sobres dos tamaños (asumo que de 4 y 8 onzas respectivamente), para satisfacer las cuotas establecidas por las OFICODAs (Oficinas para el Control de Abastecimientos).

En el año 2017, la cuota mensual de café era de 225 gramos por persona, según el documento El mercado de la distribución de productos de consumo en Cuba Julio 2017.

Bolsa de nylon de una tienda por departamentos de Praga

Bolsa de nylon de una tienda por departamentos de Praga

Bolsa de nylon de una tienda por departamentos de Praga. 1984. Colección Cuba Material.

Si bien en los años ochenta en Cuba cualquier bolsa (jabita) de nylon era codiciada, reutilizada infinidad de veces y preservada casi para la eternidad (había poquísimas), las «de afuera», incluso si se trataba de las de los países socialistas, eran el non plus ultra. He conservado hasta hoy una bolsa de nylon que mi tío Feli había adquirido en Checoslovaquia, y en la que, supongo, nos habría traído algún regalo. No era más linda que las de las tiendas Intur, pero así me parecía entonces, y su nylon era más resistente. Tenía también unas pestañas en la boca de la bolsa que permiten cerrarla.

A diferencia de estas bolsas, el papel de envolver de las tiendas por departamentos checoslovacas sí se parece bastante a los de los establecimientos comerciales cubanos del mercado paralelo. Aun así, mi abuela guardaba el que mi tío traía de sus viajes.

Papel comercial para envolver con el logotipo de una tienda por departamentos de Praga y algunas de las marcas en venta

Papel comercial para envolver, de una tienda por departamentos de Praga. 1980s. Colección Cuba Material.

Envoltura comercial española. Printomal de Sarrió. Colección Cuba Material.

libreta de racionamiento de productos de vestir

libreta de racionamiento de productos de vestir

Libreta de racionamiento de productos de vestir. Mujer. 1970s. Colección Cuba Material.

En 1963, el gobierno cubano extendió a las prendas de vestir y el calzado el sistema de racionamiento que ya existía para una serie de productos comestibles. Parece ser que, en un inicio, los productos se adquirían mediante cupones que distribuían los centros de trabajo y los Comités de Defensa de la Revolución (CDRs), en los casos de aquellas personas que no estaban vinculadas a la vida laboral.

Ya a finales de los sesenta, según cuenta la escritora estadounidense Margaret Randall, que vivió en Cuba durante más de una década, existía la libreta de racionamiento y los consumidores, al menos en La Habana, se encontraban divididos en grupos. Identificados por letras (creo haber visto hasta la I), cada grupo de consumidores solo podía comprar durante los días asignados para ello. Dentro del período de compra de cada grupo había también un día separado para los trabajadores, en el que las tiendas permanecían abiertas hasta más tarde.

Recuerdo en más de una ocasión haber escuchado a mi madre y a mi abuela comentar que «les tocaba comprar», y muchas veces las acompañé a las tiendas, en La Habana, como solían llamarle al distrito comercial que, en realidad, quedaba en Centro Habana. No sabía que muchas de las cosas que mi mamá compraba en las tiendas del mercado racionado las adquiría porque tenía una amiga que era dependiente en una de las tiendas, y le facilitaba muchísimos productos (incluso metros de tela adicionales) sin pedirle siquiera el cupón de la libreta que la autorizaba a adquirir solamente determinada cantidad.

Libreta de racionamiento de productos de vestir. Hombres. 1970s. Colección Cuba Material.

Libreta de racionamiento de productos industriales. 1991. Colección Cuba Material.

libreta de racionamiento para adquirir la canastilla prenatal

Libreta de racionamiento para adquirir la canastilla prenatal. 1973. Colección Cuba Material.

En Julio Díaz Acosta, “Consumo y distribución normada de alimentos y otros bienes.” Pp. 333-62 in Cincuenta años de la economía cubana, edited by Omar E. Pérez Villanueva. Havana: Ciencias Sociales, 2010:

Vale distinguir que clasificaban como productos amparados en cupones anuales o semestrales, aquellos como calzado, prendas de vestir, confecciones, ropa interior, artículos de punto, etcétera, u otros objetos de uso duradero. En tanto, los agrupados en casillas comprendían a variantes que se le ofrecían al comprador, ya fueran artículos de mercería, quincalla, perfumería, etcétera, y que podían, en ocasiones, intercambiarse varias casillas por un objeto determinado o tener alternativas entre géneros. (p.345)

En Carmelo Mesa-Lago, Cuba in the 1970s: Pragmatism and Institutionalization, revised edition. Albuquerque: University of New Mexico Press, 1978:

The new rationing booklet distributed in the second half of 1973 remained unchanged as far as food was concerned, but introduced significant modifications in manufactured goods. Many of the latter were freed from rationing (“liberados”) and could be bought even when travelling to the interior; among them: film, still and motion-picture cameras, projectors, record players, parts for bicycle and kitchen appliances, coffee sets and crystal cups, silver wedding rings, stationary, plastic shoes and slippers, deodorants, and some cosmetics and perfumes (including brands with such exotic names as “Red Moscow” and “Bulgarian Rose”). A number of goods were put on limited distribution. Two or three times a year each consumer has the option to one or more of the following: toothbrushes, handkerchiefs, socks and stockings, underwear, slacks, pajamas, rubber shoes, raincoats, swimsuits, threads, cream cleansers, pots and pans, irons, meat grinders, hoses, and selected furniture. Hotel and vacation resorts were provided with convenient, freed goods such as swimsuits, lifesavers, sunglasses, cosmetics, and stationary. Some twenty manufactured goods remained strictly rationed such as pants, shirts, dresses, skirts, blouses, leather shoes, and fabrics. To facilitate buying, each member of the family received a booklet allowing direct purchases, certain goods (such as toys at Christmas time) were to be sold by appointment to avoid long queues, and specialized stores (e.g., for infants) were opened. (p. 43)

En i-friedegg:

La tarjeta de “productos industriales”, conocida popularmente como “la libreta de la tienda”, era la variante de la cartilla para el calzar, el vestir y adquirir productos para el hogar, no comestibles. Ésta, fue tan o más severa que la de la comida, y también se fue devorando a sí misma. Para 1973 cambió su diseño de casillas a uno más comprensivo de cupones a tirar que ofrecía la compra a través de la disyuntiva. Adquirías con el cupón número tal una camiseta o un pote de pulimento para muebles, y con otro un destornillador o una dulcera de cristal. La gente la bautizó como María La O. Y las combinaciones eran tan alucinantes que parecían escapadas de “El Maestro y Margarita” de Bulgákov.

Al principio se podía comprar cualquier día. Después esta tarjeta fue subdividida en “grupos de compra” identificados con letras y números (A1, A2, A3, A4; B1, B2…), de manera que había que acudir a las tiendas exclusivamente de acuerdo con un calendario que disponía un ventana de tiempo para comprar aquello con lo que se tenía la fortuna de coincidir durante el día que le tocaba a cada quien, según su grupo.

Esta libreta igualmente tenía su glosario de palabras oficiales como “básico” y “no básico” y “dirigido” para el caso de los juguetes; además de producto “adicional” y “convoyado”, éste último un engendro satánico de mercado en que el consumidor para llevarse a casa algo que podría usar —como un cepillo para el cabello— tenía que pagar también por un guante de soldador (como ha relatado el periodista y escritor Andrés Reynaldo que le pasó a su madre).

***

El 3 de marzo de 1969 se comenzaron a distribuir en La Habana los cupones del Plan San Germán para la distribución de productos industriales. Las familias habaneras dispusieron hasta el 6 de marzo para recoger sus cupones. El plan dividía los consumidores en grupos, a los que se les asignaba días específicos para comprar. El día 10 de marzo se inauguró el Plan en La Habana con el grupo uno de consumidores. Ya para entonces había sido introducido en el resto del país. El 10 de febrero el periódico Granma declaró que se habían entregado 122,718 libretas de racionamiento.

Papel de envolver de La moderna poesía

Papel de envolver

Papel de envolver. 1980s. Colección Cuba Material.

Los comercios cubanos, en los años ochenta, también envolvían los productos que vendían en papeles de textura y apariencia similares a las del papel kraft, adornado con algún diseño kitsch. Una excepción, por su calidad y diseño, es el papel de envolver de la librería La moderna poesía tras su remodelación en 1983.

Siendo tan feos los envoltorios cubanos y tan escasos los papeles para envolver regalos, muchas personas reciclaron estas feas envolturas como papel de regalo.

Papel de envolver de La moderna poesía

Papel de envolver de La moderna poesía. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho

Sobre de papel cartucho

Sobre comercial de papel cartucho. Tempranos años ochentas. Reutilizado para guardar fotografías en 1985. Colección Cuba Material.

Antes de la caída del muro de Berlín, los consumidores cubanos recibían muchas de las mercancías que adquirían en los comercios, tanto del mercado racionado como del paralelo o libre, en cartuchos o bolsas de papel. La industria papelera cubana las producía de todos los tamaños. Las había chiquitas, donde se envasaban las medicinas que se vendían en las farmacias, los espejuelos comprados en las ópticas o reparados en los establecimientos dedicados a ello, los sellos que los coleccionistas adquirían en las tiendas por departamentos, las fotos reveladas en los estudios fotográficos e, incluso, el salario devengado cada mes.

Había también cartuchos un poquito más grande, donde los bodegueros envasaban pequeñas cuotas de arroz, azúcar  y otros alimentos distribuidos a granel, a los que les doblaban la boca con un pliegue que parecía más bien un nudo. Y había cartuchos de un papel más fino y de tamaños diversos, en los que las dependientes de las tiendas envolvían los productos industriales y la ropa que los consumidores adquirían, muchas veces luego de haber entregado el cupón habilitado para ello en la libreta de racionamiento.

Cuando comprabas la camisa o el módulo de uniforme escolar que te tocaba ese año, por ejemplo, te los llevabas a casa envueltos en un cartucho que tenía estampado algún dibujo kitsch, cuando no se trataba de un texto o ilustración alegórica a un evento (político) reciente –por ejemplo, el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes o el Vuelo Espacial Conjunto URSS-Cuba. Por último, algunas tiendas –y cuando digo algunas solo me viene a la mente el mercado Centro, en Centro Habana– envasaban la compra en bolsas de papel de tamaño bastante grande y material resistente.

Todos esos cartuchos serían hoy, si los hubiera, un lujo para cualquier consumidor cubano, pero se nos hacían bastante feos entonces, sobre todo cuando los comparábamos con los cartuchos o envolturas de la época prerrevolucionaria con los que, a veces, uno podía tropezarse o descubrir de pronto en una gaveta o closet, o con las jabas de nylon que el resto del mundo (y las tiendas cubanas para turistas o técnicos extranjeros) habían comenzado a usar ya en los ochenta.

Sobre para espejuelos graduados

Sobre de papel cartucho con datos sobre espejuelos graduados. 1980s. Colección Cuba Material.

Sobre de pastillas de tetraciclina

Sobre de papel cartucho para pídoras de tetraciclina. 1978. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho con datos sobre la reparación de relojes

Sobre de papel cartucho con datos sobre la reparación de relojes. 1981 Colección Cuba Material.

Sobre de papel de la librería Imprenta Nacional, nacionalizada

Sobre de papel de la librería Imprenta Nacional, nacionalizada. Tempranos años sesentas. Colección Cuba Material.

Bolsa de papel cartucho del supermercado Centro

Bolsa de papel cartucho del supermercado Centro. Años ochentas. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho que promociona el Vuelo Espacial Conjunto Soviético-Cubano

Sobre de papel cartucho que promociona el Vuelo Espacial Conjunto Soviético-Cubano. 1980. Años ochentas. Colección Cuba Material.

Fragmento de un sobre de papel cartucho con diseño que promociona el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes Cuba '78

Fragmento de un sobre de papel cartucho con diseño que promociona el XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes Cuba ’78. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho

Sobre de papel cartucho. Años ochentas. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho

Sobre de papel cartucho. Años ochentas. Colección Cuba Material.

Sobre de papel cartucho con formulario oficial sobre salario devengado

Sobre de papel cartucho con formulario oficial sobre salario devengado. 1980s. Colección Cuba Material.

Jaba de nylon de las Tiendas Intur

Jaba de nylon de las Tiendas Intur

Jaba de nylon de las Tiendas Intur. 1980s. Colección Cuba Material.

Tanto las tiendas del mercado racionado como las del mercado paralelo, envolvían los productos a la venta en cartuchos de papel. Estos no eran precisamente feos, pero así lucían cuando los comparábamos con las jabas de nylon. Y es que estas últimas eran el sello distintivo del comercio en moneda convertible (convertida: dólares estadounidenses, rublos, cheques de viajero y hasta oro, plata y piedras preciosas cambiados por chavitos) al que solo tenían acceso los turistas, los técnicos extranjeros, la comunidad exiliada y, a finales de los ochentas, quienes tenían oro o plata que venderle al gobierno a cambio de unos pocos bienes de consumo capitalistas, comercializados a precios exorbitantes.

Por muchos años coleccioné una pequeñísima jabita de nylon de las Tiendas Intur con el mismo embeleso con que mi abuela había guardado por décadas unas ediciones en miniatura de un diccionario del idioma español, en dos tomos.

Más exóticas aun eran las jabas de nylon de tiendas extranjeras, privilegio al que muy pocos cubanos tuvieron acceso.

Jaba de nylon de las Tecnitiendas

Jaba de nylon de las Tecnitiendas. 1980s. Colección Cuba Material.

Jaba de nylon de las tiendas de Cubalse

Jaba de nylon de las tiendas de Cubalse. 1980s (¿?). Colección Cuba Material.

Jaba de nylon de las Tiendas Intur

Jaba de nylon de las Tiendas Intur. 1980s. Colección Cuba Material.

Cámara de fotos Kiev 4A.

Manual de instrucciones de la cámara Kiev-6C TTL

Manual de instrucciones de la cámara Kiev-6C TTL. Colección Cuba Material.

A mi abuelo siempre le gustó tomar fotos. En muchas fotos familiares a partir de los años cuarenta se le ve con una cámara al cuello. Por eso compró muchas cámaras e implementos de fotografía. Con ellas nos hizo a mi hermana y mi nuestras casi todas nuestras fotos. Cuando murió, el año pasado, a los cien años, aun conservaba algunas cámaras en la gaveta de su cómoda y en su antiguo «cuarto oscuro», a pesar de que hacía mucho que se había alejado de la fotografía.

Entre sus equipos, encontré esta cámara Kiev, modelo 4A, que compró en 1967. Más tarde, parece que en el año 1982, compró por poco más de 200 pesos una cámara Kiev 6C TTL, pero esa no la encuentro, y de sus documentos apenas conservo el manual del usuario y el recibo de compra.

Cámara de fotos Kiev 4A.

Cámara de fotos Kiev 4A. 1966. Comprada en Cuba en 1967. Propiedad de Leopoldo Arús Gálvez. Colección Cuba Material.

Manual del usuario de la cámara de fotos Kiev 4A

Manual del usuario de la cámara de fotos Kiev 4A. Colección Cuba Material.

Manual técnico de la cámara de fotos Kiev 4A

Manual técnico de la cámara de fotos Kiev 4A. Colección Cuba Material.

Etiqueta con especificaciones sobre la cámara de fotos Kiev 4A

Etiqueta con especificaciones sobre la cámara de fotos Kiev 4A. 1967. Colección Cuba Material.

Recibo de compra de la cámara de fotos Kiev C6

Recibo de compra de la cámara de fotos Kiev C6. 1982. Colección Cuba Material.

Tarjeta de garantía de la cámara de fotos Kiev 4A

Tarjeta de garantía de la cámara de fotos Kiev 4A. 1967. Colección Cuba Material.

Tarjeta para las reparaciones de cámaras fotográficas

Tarjeta para las reparaciones de cámaras fotográficas, entregada con la compra de una cámara de fotos Kiev 4A. 1967. Colección Cuba Material.

Manual de la cámara Kiev 6-C TTL, comprada  en Cuba en 1982. Precio: 202 pesos.

Manual de la cámara Kiev 4 y 4A y certificado de compra.

Constitución de la República de Cuba.

Constitución de la República de Cuba.

Constitución de la República de Cuba vigente desde el 10 de octubre de 1940. Editada en 1947 por la Editorial Minerva. Colección Cuba Material.

Tengo a mano los textos impresos de las Constituciones que entraron en vigor en Cuba en 1940  y 1976 respectivamente. De ambas circulan varias ediciones, por lo que este comentario es parcial y limitado, pero llama la atención, cuando se comparan, las diferencias en la iconografía y diseño de las portadas de ambos documentos, sobre todo la ausencia, en el segundo, de los símbolos del republicanismo, en particular la alegoría de la República de Cuba. En el primero de estos textos, impreso en 1947 por la editorial habanera Minerva, especializada en libros para la enseñanza, adorna la portada dicha alegoría, que habiendo sido inspirada en la de la República francesa aparece, como aquella, ataviada con el gorro frigio de la libertad, y portando una lanza y un escudo. En el texto de 1976, sin embargo, impreso también a escasos tres meses de aprobada la Constitución que legitimó el socialismo de estado en la Isla, la alegoría republicana no aparece. El documento no tiene más adorno que el fondo rojo con que suele identificarse a la doctrina comunista.

En el blog Alegoría cubana, Dany Mazorra comenta, sobre la portada del texto de la primera constitución cubana, aprobada en 1901, que:

Las imágenes de estos primeros años son triunfalistas e ídilicas. Las portadas alegóricas estaban encaminadas a reafirmar la convicción de que eramos un país moderno, merecedor de la libertad  en los primeros años del siglo XX.

En 1976, la república quedó reducida, en la portada de la nueva Constitución, a un nombre y un montón de «tesis y resoluciones».

Constitución de la República de Cuba.

Constitución de la República de Cuba vigente desde el 24 de febrero de 1976. Editada por el Departamento de Orientación revolucionaria del Comité Central del PCC. 1976. Colección Cuba Material.

Sigue el debate en torno al nuevo Proyecto de Constitución de la República de Cuba en el blog La Cosa.

Envase de desodorante

Envase de desodorante

Envase de desodorante sólido. 1980s. Colección Cuba Material.

Así les decíamos en los ochenta a los desodorantes sólidos de barra. La industria socialista producía un solo tipo de desodorante sólido, sin marca comercial, por lo que no había manera de llamarlos mas que por su nombre genérico y su forma si se quería evitar confusiones con el desodorante líquido de marca Desodoral. El desodorante de tubito, sin embargo, era el más popular.

La barra del desodorante era de color azul, y tenía mucho olor a alcohol. Si se quedaba sin tapar, se arrugaba y cuarteaba. Una vez agotado el contenido, el plástico de las tapas del envase servía para sustituir los topes traseros de los aretes cuando estos se perdían. El tubo se usaba como rolo para amoldar el pelo.

Durante uno de los años en que asistí al Palacio de Pioneros, cerca del Parque Lenin, matriculé en el círculo de interés Perfumería y Cosméticos, perteneciente al pabellón de la Industria Ligera. Apadrinado por la Empresa de Perfumería y Cosméticos Suchel, allí aprendimos a hacer, entre otras cosas, desodorante de tubito. Su fabricación requería de pocos ingredientes, y supe que la sosa cáustica era la que endurecía la preparación. Debía agregarse con cuidado para no precipitar la mezcla o endurecerla demasiado, como nos sucedió más de una vez. Guardé por años la libreta donde anoté las fórmulas para hacer desodorante, jabones y creyones de labios.

Argolla para cortinas de baño. 1970s-1980s. Colección Cuba Material.

El baño del apartamento Pastorita donde vivía con mis padres y mi bisabuela tenía azulejos rosados y piezas sanitarias de cerámica blanca. Cuando mi bisabuela se mudó para allí, recién inaugurado, había también calentador de agua y, por tanto, los herrajes de la ducha y del lavamanos tenían instalación de agua caliente. Cuando nací, sin embargo, ya por esas tuberías no circulaba más que aire. Me acostumbré a que la llave izquierda de la ducha no servía para nada (la derecha se utilizaba poco, pues muchas veces cuando ponían el motor del edificio el agua no llegaba con fuerza suficiente para subir hasta la regadera de la ducha), como tampoco servían las del lavamanos y el fregadero.

Nuestra ducha hacía un rectángulo en un extremo del baño y tenía el tubo para la cortina empotrado en las paredes de los lados. No sé si tuvimos más de una cortina de baño, pero solo recuerdo una transparente con dibujos rosados, que se deshizo en pedazos, manchada de moho, con los años. Cuando era niña, sin embargo, aún era una cortina nueva y colgaba de unas argollas que hacían la forma de caballito de mar. Luego, cuando no quedó más remedio que botar la cortina, los caballitos de mar continuaron colgando de la barra de aluminio hasta que, ya con dólares, durante el Período Especial, pudimos al fin comprar una cortina nueva que, esta vez, venía con sus ganchos. Entonces, mi mamá guardó los caballitos de mar para cuando los volviera a necesitar.

Teléfono de disco TA-68

Teléfono de disco TA-68

Teléfono de disco TA-68, fabricado en la URSS. 1978. Colección Cuba Material.

En 1958 en Cuba había un teléfono por cada 28 habitantes. En 1960, cuando el gobierno nacionalizó la Cuban Telephone Company (CTC), existían 2,17 aparatos telefónicos por cada cien habitantes, lo que ubicaba a Cuba en el cuarto lugar del ranking latinoamericano y el 46vo. en el raking mundial en cuanto a esta tecnología. Desde entonces, en muchos hogares coexistieron los sobrios teléfonos norteamericanos que había instalado la CTC, por lo general de color negro, con los modernos y livianos teléfonos fabricados en la URSS, generalmente de color rojo.

Enel comedor de casa de mis abuelos había un teléfono Kellogg de fabricación estadounidense, muy pesado. El disco de marcación tenía números y letras, pues antiguamente los números telefónicos locales se escribían con una letra inicial seguida por una corta serie numérica. En la consulta de mi abuelo, en el otro extremo de la casa, había en cambio un moderno y liviano teléfono rojo, de fabricación soviética. El manual del usuario (escrito en ruso con apenas el nombre en ingles y francés) dice que se trataba del modelo TA-68, fabricado en 1978.

En el libro Designed in the USSR 1950-1989 descubro que existía un modelo similar al teléfono rojo de mis abuelos, un poco más ancho, diseñado especialmente para el Kremlin. STA-2 era el modelo, y tenía el disco de marcado adornado con el escudo de la URSS. Este teléfono estaba protegido, además, contra escuchas y cualquier otra interferencia, gracias a un revestimiento interior a base de grafito.

Según Foresight Cuba:

La primera conversación telefónica en castellano se realiza en La Habana, en octubre de 1877 . Alexander Bell patenta el teléfono 7 meses después con los aparatos usados en La Habana en el año 1878. El primer servicio telefónico fue inaugurado en la Habana el 6 de marzo de 1882. En el 1899 había 1500 teléfonos en La Habana. El 18 de julio de 1909, (Durante La Segunda Ocupación Norteamericana) se le concedieron los derechos de explotación a la Cuban Telephone Company, la cual instaló una central automática por primera vez en la historia. En este año había ya 4077 teléfonos instalados. Muchos de ellos servían como medio de comunicación entre los centrales azucareros.

En 1994, cuando la compañía estatal de teléfonos de Cuba se convirtió en ETECSA, tras asociarse con una empresa de telecomunicaciones italiana, regresaron a Cuba los modelos Kellogg, esta vez de la serie 500. Para entonces, el resto del mundo había evolucionado a la tecnología digital. ETECSA logró aumentar diez veces la cantidad de teléfonos fijos en la isla, dice hicuba.com.

Teléfono de disco TA-68

Teléfono de disco TA-68, fabricado en la URSS. Manual del usuario. 1978. Colección Cuba Material.

Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como "casas del oro y la plata".

Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como "casas del oro y la plata".

Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como «casas del oro y la plata». 1988. Colección Cuba Material.

Cubaencuentro: La gran estafa del oro y la plata:

Cuando en marzo de 2005 comenzaron a distribuir las ollas arroceras en algunos lugares del interior de la Isla, salió por el noticiero una señora anónima que, después de dar gracias al Comandante por su regalo, dijo: “Esto no se ve en ningún lugar del mundo.” Tenía, qué duda cabe, razón esa ingenua mujer que posiblemente no había estado nunca ni siquiera en La Habana: cosas así no se ven en otro lugar, salvo en los libros que recogen las asombrosas historias de otros caballeros “biencomúnhechores” como Stalin, Mao y Kim Il Sung, señores absolutos de países donde el estado ha pasado de ser el legítimo monopolio de la violencia que dijera Weber a monopolio de todas las cosas, incluidas las personas.

Reveladora evidencia del poder del estado totalitario en la Cuba de Castro fue otra de esas cosas que ciertamente no se ven en ningún otro lugar del mundo: aquella estafa gigantesca que se conoció popularmente como “la Casa del Oro y la Plata”. Quienes vivieron en la Isla a fines de los ochenta seguramente lo recordarán: el estado “compraba” objetos valiosos –joyas de oro, plata y bronce, copas de bacarat, piezas de mármol, lámparas antiguas– en una moneda creada ad hoc con la que podían adquirirse, en tiendas especiales habilitadas para la ocasión, ropa, comida y electrodomésticos que brillaban por su ausencia en las tiendas ordinarias.

Como es de rigor en un auténtico monopolio, los precios de estas mercancías eran mucho mayores que los que alcanzaban más allá de la durísima “cortina de hierro” que ha sido el mar para nosotros, así como era menos lo que el estado ofrecía a cambio de los objetos de valor. No era aquella, en rigor, una operación de compra y venta según las reglas de un libre mercado, sino una suerte de regreso a las prácticas feudales usadas en tiempos de la República por algunos propietarios de centrales que pagaban a los trabajadores con bonos que únicamente servían para comprar en sus propias tiendas. Solo que ahora el señor no era el gran terrateniente, a menudo extranjero y absentista, sino el estado socialista, y los siervos todos los ciudadanos del país.

Fue con semejante “transacción” que el estado socialista completó el despojo de la burguesía cubana iniciado en los primeros años de la Revolución. Si con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 las nacionalizaciones habían alcanzando a los pequeños comercios, ahora, dos décadas después, se llegaba hasta el interior de las casas y las alcobas, ya no con la violencia de la expropiación forzosa sino mediante un recurso al individualismo consumista que tan satanizado había sido en los años de radicalismo comunista. Al abrir aquella abusiva posibilidad de acceso a un mundo que hasta entonces solo se dejaba entrever en las maletas llenas de “pacotilla” de los visitantes de la “comunidad”, en las de los marineros que podían comprar en los puertos de países capitalistas o a través del cristal oscuro de alguna “diplotienda” reservada a los privilegiados de la nomenklatura, el estado consiguió apoderarse de muebles y objetos personales que habían sobrevivido a las sucesivas nacionalizaciones socialistas del patrimonio burgués.

Era tanta la tentación y la necesidad que, en la disyuntiva entre el reloj de oro de la abuela, el propio anillo de bodas o la lámpara que siempre estuvo en la sala de la casa, por un lado, y por el otro un televisor en colores, un pantalón nevado o un short reversible, muchos no dudaron en optar por las mercancías, aun a sabiendas de que sus pertenencias valían más de lo que el estado pagaba por ellas. Y no faltaron quienes se entregaron a una suerte de “fiebre del oro” que no buscaba ya, como la histórica de los conquistadores españoles, en los territorios vírgenes del Nuevo Mundo, sino dentro de las antiguas máquinas de coser Singer -que contenían, según se decía, cierta pieza de metal valioso-, y, utilizando detectores del precioso elemento, bajo los suelos de lugares donde se sospechaba pudiera haber algo escondido.

Una cosa está clara, más allá de la anécdota: la Casa del Oro y la Plata marcó el triunfo definitivo de la moda y la frivolidad sobre la austeridad y la uniformidad socialista. Como es de esperar en un contexto tan provinciano como el de toda dictadura comunista, proliferó entonces el mal gusto y la ostentación hortera dentro y fuera de las casas. El entorno urbano se llenó de jeans nevados y prelavados mientas las sesiones fotográficas de las celebraciones de quince tuvieron su gran espaldarazo. Convertidos de la noche a la mañana en “nuevos ricos”, muchos de los afortunados que poseían abundancia de oro y plata para vender compraron unas lámparas ornamentales cuyos fláccidos filamentos, una vez conectado el equipo a la corriente, se estiraban, encendían y coloreaban mientras se oía una musiquita cursilona y el brillante penacho giraba. No era raro encontrar aquellos artefactos, símbolos de un status recién adquirido, en la sala de alguna casona antigua y despintada, cerca de un ventilador Órbita y de un viejo “frigidaire”.

La entrada de aquellos productos “capitalistas” en un entorno doméstico donde los objetos procedentes del campo socialista convivían con los de antes de la revolución conformó ese curioso “estilo sin estilo” que caracteriza los interiores de las casas cubanas de los últimos años, en los que la pintoresca confluencia de objetos de diferentes épocas y orígenes, fotografiada en no pocos de los catálogos sobre La Habana que se publican en Europa, produce a menudo un gracioso efecto surrealista o barroco que en ningún caso deberíamos estetizar, pues esa “simultaneidad de lo no simultáneo” no es sino otra evidencia del lamentable subdesarrollo en que nos ha hundido la dictadura de Castro.

Aun otra reflexión cabe hacer a propósito de aquella controlada implementación estatal del consumismo después de tantos años de forzosa austeridad y racionamientos sin cuento. Si, como señala Agnes Heller, el capitalismo no existe más que en el discurso oficial de los países comunistas que lo maldice con la constancia de un ritual, ese aspecto conceptual persistía de alguna forma en la súbita concreción de la Casa del Oro y la Plata. Algo de simbólico o de abstracto poseían las baratijas en aquella Habana posterior a la llegada del Sputnik y anterior a la caída del muro de Berlín: no se compraba sólo unos zapatos de marca o un televisor en color no soviético, sino también un pedazo de un mundo que, más allá del desahogo inmediato de las muchas estrecheces, aparecía investido de los valores de lo lejano y lo prodigioso.

Muy a contrapelo de la doctrina y de la propaganda, de la escuela y los discursos, el sistema que prometiendo el reino de la libertad no había hecho más que engrosar el de la necesidad hacía evidentes las bondades de la sociedad de consumo, confiriéndole un aura que esta ya no tiene allí donde forma parte natural del paisaje urbano. Se daba así el hecho insólito de que el mundo de las mercancías equiparara o aventajara en aura al mismísimo oro: no solo al metal preciso en sí mismo sino incluso a prendas que poseían además un valor sentimental o familiar. Extravagancia producida, evidentemente, por la artificialidad que significa la supresión del mercado en la sociedad totalitaria.

Claro que valía la pena vender las reliquias familiares, desplazarse hasta La Habana si uno vivía en provincia, ir a Miramar para hacer aquella cola kilométrica en la que, según un chiste del momento, se habían encontrado Mariana Grajales y José Martí, deseosos de tasar el Titán de Bronce y la Edad de Oro, respectivamente. Y hacerla otra vez y aun una tercera en busca de una mejor oferta. Como valía la pena hacer las otras colas larguísimas en Maisí o Tercera y Cero, y dejar fuera los bolsos y los abrigos, mostrarle al vigilante de la entrada aquellos billetes de extraños colores, y, antes de gastarlos todos, quedarse con uno para poder seguir entrando a la tienda aunque sólo fuera para mirar.

Justo en esa transformación de los fungibles en mirabilia que refleja aquel recurso al que no pocos acudieron, consiste la restauración del aura de la que hablo. Aquí se produce, quizás, la última peripecia en la contribución de la Revolución Cubana al realismo mágico: como José Arcadio Buendía no olvida, en la gran novela de García Márquez, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo, muchos niños cubanos podemos recordar el día que de la mano de nuestros mayores entramos a aquellas tiendas maravillosas. Yo recuerdo perfectamente mi rito de pasaje al otro mundo encantado, que culminó con un saldo escaso pero memorable: un prelavado y dos pull-overs, uno de marca Ocean Atlantic y otro que decía El Colony, más unos zapatos de “pega-pega”, también de marca Ocean Atlantic.