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peine Kico Plastics

Peine Kico Plastics. Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

El peine que había en mi casa era de plástico negro y tenía grabada la marca Kico Plastics. Una rápida búsqueda en Google revela que esta marca pertenecía a una compañía homónima propiedad de Enrique Kalusin, un judío que, tras el triunfo de la revolución, emigró a Estados Unidos. Allí también registró la empresa, que permaneció activa hasta 1964. No sé si el peine de mi casa es de antes o después de la revolución, o si fue producido en la fábrica de Kalusin cuando esta había ya pasado a manos del estado cubano.

(Dato de interés: en 1960, Kalusin fundó el Círculo Cubano Hebreo de Miami. Otro dato de interés: el nombre popularmente utilizado para referirse a los zapatos de plástico fue tomado de su empresa.).

El peine Kico Plastics de mi casa era de uso común, como todos los demás que alguna vez hubo. De ellos, el que más me gustaba era de color amarillo y fabricación polaca, por la calidad de su plástico y el diseño, que lo distinguía de todos los demás. Solo un peine azul que había en casa de mi abuela, donde ella y mi abuelo sí tenían cada uno su peine, se comparaba con este en calidad.

El material plástico utilizado en la fabricación de los peines, así como su acabado, reflejaban algunas de las deficiencias que plagaban la industria socialista cubana. La baja calidad de las materias primas, la escasez de variedad en los diseños y la falta de atención estética, por ejemplo, derivados de la falta de recursos y la planificación centralizada.

peine plástico

Peine plástico. Colección Cuba Material.

peine amarillo

Peine plástico. Hecho en Polonia. 1980s. Colección Cuba Material.

peine

Peine plástico. Colección Cuba Material.

peine Cepil

Peine CEPIL. Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

peine Cepil

Peine CEPIL. Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

peine plástico hecho en Cuba

Peine plástico. Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

Jabones Nácar
Jabones Nácar

Jabones Nácar. 1980s. Colección Cuba Material.

Fragmentos de Estar allí entonces: Recuerdos de Cuba 1969-1983, por Gregory Randall (Edicions Trilce, 2010).

(…) En esa época llegaban a Cuba personas de todas partes del mundo a contribuir solidariamente con la Revolución cubana. Técnicos rusos, de Alemania del este, búlgaros o checos. Compañeros de toda América Latina o de Europa occidental. Ingenieros, agrónomos, matemáticos, biólogos, médicos. Los cubanos decidieron crear una libreta especial para extranjeros. También era una libreta de racionamiento pero daba derecho a algo más que la libreta común. Los cubanos no querían someter a todos esos amigos que dejaban voluntariamente las comodidades de sus países de origen a los mismos sacrificios que estaban asumiendo ellos. Cuando llegamos nos ofrecieron esa «libreta para extranjeros» pero mi madre la rechazó. (…)

(…) Como al resto de los cubanos, y a pesar de los regalos, nos faltaban muchas cosas en la vida diaria, desde jabón hasta comida.

(…) Yo quería mucho tener una pistola de fulminante pero en Cuba en esa época estaba todo racionado. No sólo la comida y la ropa sino también los juguetes. Había un único día en el año en que los niños cubanos tenían derecho a la compra de tres juguetes: uno básico y dos adicionales (el primero se distinguía por un precio mayor). Desde días antes ya se iban llenando las vitrinas y se formaban colas inmensas para conse- guir los primeros lugares para entrar a comprar. A cada quien le tocaba la tienda de su barrio. En cada una había una cantidad limitada de cada juguete. Todos los niños tenían derecho a tres pero no todos eran iguales. Había quizás treinta bicicletas en una tienda dada de modo que uno podía obtener un juguete grande como estaba estipulado pero no necesariamente la deseada bicicleta. Ser el primero en la fila era importante para poder escoger. A lo largo de los años inventaron todo tipo de métodos para evitar esos problemas: probaron otorgar los números alfabéticamente, aleatoriamente o por teléfono, pero siempre fue difícil conciliar escasez con justicia.

(…) En ese tiempo el modelo ideal de las escuelas cubanas eran los internados (que llamábamos «becas»): los niños vivíamos en ellos de lunes a viernes y nos íbamos a casa el viernes de noche para pasar el fin de semana con la familia. En la beca nos repartían libretas y lápices y teníamos acceso a los libros necesarios. Nos daban comida y vestimenta gratis —el uniforme y «ropa de trabajo», incluyendo zapatos— y recibíamos una educación que se iba construyendo con la mejor intención del mundo y con los recursos que había. Muchos niños cubanos estaban «becados», especialmente aquellos que venían de familias más humildes o de zonas de difícil acceso. Esas escuelas eran un espacio colectivo donde se pretendía ir formando el «hombre nuevo» sin el cual no parecía tener futuro la Revolución. Las becas también permitían que los padres «hicieran la Revolución y el amor» mientras el Estado se ocupaba de los niños.

(…) Durante ese año todo el país tensaba sus fuerzas para «la zafra de los 10 millones», la economía estaba en ruinas y no había casi nada en las bodegas pero en las becas cada niño tenía comida, ropa y útiles escolares asegurados. Allí teníamos deporte y estudio, atención dental y médica, cine, ajedrez y ping-pong.

Pronto los cubanos (con esa autocrítica constante que los caracte- riza) se dieron cuenta de que era muy duro para un niño de diez años separarse de la familia tanto tiempo.

(…) Nuestro hogar era ahora muy distinto del que habíamos dejado en México. Ya no había sirvientas que se ocuparan de nuestras cosas y muchas comodidades materiales habían desaparecido de nuestras vidas aunque nuestro apartamento era amplio y estaba en un barrio bello y céntrico. No había agua salvo una hora al día durante la cual llenábamos frenéticamente todo recipiente existente incluyendo la tina de un baño que había quedado destinada a ese fin. El agua debía servir hasta el día siguiente. Los apagones eran frecuentes y ya estábamos habituados a bañarnos con agua fría.

Mis padres habían establecido ciertas reglas en casa. El trabajo doméstico estaba repartido de manera muy estricta e igualitaria. Cuando llegaba de la beca debía lavar mi ropa a mano pues no existía la lavadora. Mis hermanas también lavaban su ropa. Lavar los platos, limpiar la casa, todo estaba repartido de manera que el trabajo doméstico fue- ra colectivamente asumido. Me acostumbré rápidamente a ese nuevo régimen que parecía desprenderse naturalmente de la empresa en que estábamos todos: construir la nueva sociedad con nuestras propias manos. Miro hacia atrás y a veces me doy pena lavando esas sábanas gigantes con nueve o diez años. De vez en cuando mi madre o Robert nos daban la sorpresa de lavar algo de nuestra ropa y ese era como un regalo especial.

(…) Cada apartamento ocupaba un piso entero. El nuestro era el noveno. En el décimo piso vivían Ambrosio Fornet y su familia. Sus hijos tenían edades similares a las nuestras y poseían un tesoro: la colección completa de las historietas de Tintín. También me hice muy amigo de los hijos de Tomás y Alicia, los vecinos del cuarto piso. Él era arquitecto y ella ama de casa. Con ellos fui varias veces de vacaciones a la playa.

En el segundo piso vivían Mercy y Roberto con dos hijas. Él era periodista y ella economista, ambos militantes revolucionarios de muchos años. Trabajaban en el Centro de Estudios sobre América anexo al Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC). Eran inteligentes y sofisticados y formaban parte del grupo de profesionales que contribuía a pensar la línea del Partido. Ella había estado casada con Juan Carretero, uno de los contactos entre el Che y la isla durante la guerrilla en Bolivia. Junto a él, Mercy estuvo vinculada al apoyo que Cuba brindaba al movimiento revolucionario latinoamericano y que se canalizaba a través del Departamento de América del Comité Central del PCC. En esas vueltas había estado también en Chile durante el pe- ríodo de la Unidad Popular.

(…) Miles de personas huyeron de Cuba al triunfo de la Revolución y sus propiedades fueron expropiadas y otorgadas a los que se habían quedado. Muchas de esas viviendas se convirtieron en oficinas públicas. Otras se convirtieron en las becas de Miramar donde estuvimos los primeros años. Otras fueron entregadas a los centros de trabajo para que vivieran allí sus empleados. Así fue como llegamos a ese apartamento. Como toda familia cubana después de la Ley de Reforma Urbana aprobada al principio de la Revolución, pagábamos por concepto de alquiler el 10% del principal ingreso familiar. Cuando Robert se fue y el apartamento quedó a nombre de mi madre, pasamos a pagar 21 pesos por mes de alquiler, pues su salario era de 210 pesos.

Años después fue aprobada una ley que otorgaba esas viviendas en propiedad a los inquilinos que hubieran pagado durante veinte años. Así es como miles y miles de viviendas cubanas tienen ahora legalmente varios dueños: aquellos que se fueron del país y que seguramente esperan algún día tomar posesión nuevamente de esos bienes y los que se han quedado viviendo allí, pagando su mensualidad y finalmente adquiriendo los títulos de propiedad. Mi hermana Sarah siguió allí. Luego de cumplir veinte años en esa vivienda pagando la mensualidad correspondiente —y aprovechando las regalías que le pagaron los cubanos a mi abuela por traducir a José Martí al inglés— se acogió a esa ley y ese apartamento pasó a ser propiedad de la familia a fines de los años ochenta.

A veces tocaba la puerta de nuestra casa un muchacho mal vestido y sucio. Un auténtico loco. Se decía que había sido habitante de nuestro apartamento. En ocasiones le abríamos la puerta y le hablábamos, pero cuando podíamos lo evitábamos. Nunca supe realmente quién era pero me daba la impresión de ser un fantasma del pasado. ¿Sería realmente el hijo de los antiguos dueños? ¿Y quiénes serían los antiguos dueños? ¿Quizás gente que se fue del país al principio de la Revolución y su casa fue expropiada? Pero en ese caso ¿por qué el hijo no se había ido con ellos? Los locos son mensajeros extraños.

(…) Cuando estaba terminando la primaria me enteré de que existía una escuela «vocacional» llamada Vento. Era algo así como una escuela con mayor rigor académico a la que se accedía por expediente y donde se suponía que los niños podían desarrollar mejor sus respectivas vocaciones. La entrada era muy selectiva: había un número pequeño de lugares por región y se concursaba según las calificaciones de primaria para lograr el ingreso. Sarah, que entró un par de años después, fue la única que lo logró en su escuela. Conseguí entrar allí. Era el primer año de mi educación secundaria y seguía becado. Esta escuela estaba también en casas recuperadas como las de mi beca anterior, pero en la zona de Marianao.

Había algunos cambios en la vida cotidiana. Ahora teníamos varios profesores en vez de un maestro y el trabajo manual se convertía en una actividad cotidiana. Me tocó trabajar produciendo artículos deportivos. Ese año hice redes de baloncesto y pelotas de béisbol. Las redes las tejíamos con una cuerda gruesa enrollada en una agujeta que utilizábamos con habilidad para hacer los nudos. En los ratos libres intercambiábamos con algún amigo un nuevo punto de macramé. Las pelotas de béisbol tenían un corazón de trapo que apretábamos con fuerza entre nuestras pequeñas manos mientras enrollábamos una cuerda fina en todas direcciones. Un molde y un martillo de madera nos permitían darle una forma lo más esférica posible antes de coser algo parecido a una piel que las cubría.

(…) Ese año estuvimos en Vento mientras se construía nuestra futura escuela: la escuela Lenin, que sería el buque insignia de la educación cubana. Fue equipada por la URSS que donó laboratorios y mobiliario. En realidad era una verdadera ciudad escolar para 4.500 alumnos, todos becados. Había además cientos de profesores y funcionarios, muchos de los cuales también dormían allí. Estaba formada por nu- merosos edificios dedicados a dormitorios y un conjunto de instala- ciones deportivas y culturales impresionante: decenas de laboratorios de física, química, biología e idiomas; salas acústicamente acondicionadas para el aprendizaje de la música, dos piscinas olímpicas de 50 metros, un tanque de clavados, terrenos de baloncesto y vóleibol, can- chas de béisbol y de tenis, pista de atletismo, tres museos, varias salas de teatro, un gimnasio formidable. La escuela estaba ubicada cerca del nuevo jardín botánico que incluía zonas con plantas típicas de los distintos continentes y cerca también del Parque Lenin formado por 50 hectáreas de pasto ondulado con restaurantes, juegos infantiles, palmeras y bambú y que se iba convirtiendo en uno de los lugares de esparcimiento preferido de los habaneros.

La escuela Lenin incluía a estudiantes desde séptimo hasta terminar la educación media. En ella funcionaban decenas de círculos de interés: desde espeleología hasta astronomía, pasando por química o televisión. Cada círculo de interés poseía equipamiento para que los niños pudieran aprender experimentando. Los que estábamos intere- sados en periodismo teníamos nuestro propio periódico, el Juventud de Acero, que escribíamos, editábamos y publicábamos nosotros mismos. Los muchachos de vela tenían acceso a un velero para navegar en él y los de espeleología tenían el equipamiento necesario y salían en expedición a explorar cavernas.

Para cumplir el principio de la combinación del estudio y el trabajo la escuela contaba con varias facilidades: estaba rodeada de campos sembrados con cítricos, papa, tomates y otras hortalizas que eran cul- tivados y cosechados por los alumnos. El producto de esas huertas formaba parte de nuestra dieta. Se levantaba también una verdadera zona industrial al lado de la escuela donde los alumnos producíamos pilas, radios, centrales telefónicas y las primeras computadoras cuba- nas, las llamadas CID-201-B.

(…) La Lenin funcionaba como una escuela de elite que formaba a la futura clase dirigente del país. La escuela era una mezcla extraña. Por un lado excelentes instalaciones materiales y seguramente la mejor educación a la que se podía aspirar en ese momento en Cuba. Por otro lado un sentimiento de pertenecer a una elite. A la escuela se entraba por expediente donde lo determinante eran las notas aunque estaba claro que no era ese el único mecanismo de ingreso. La concentración de autos durante las reuniones de padres indicaba la cantidad de hijos de jerarcas y profesionales. Seguramente algunos entraban por «palanca» (es decir por el favor de alguien con poder) o quizás era el efecto natural del bagaje cultural que se transmite a los hijos. Había chicos de origen humilde que venían en ocasiones del interior del país y había también unos cuantos «hijitos de papá», que a veces eran los más abusivos e impunes.

(…) Recuerdo la discusión sobre el uniforme escolar, que prácticamente fue diseñado tomando en cuenta la opinión de los chicos que íbamos a usarlo. Se discutía desde el color y el tipo de tela hasta el corte de la ropa. Las niñas exigieron que las faldas tuvieran un cierto largo, no recuerdo si arriba o abajo de la rodilla, y así se hizo. Pero luego cambió la moda y los nuevos uniformes ya estaban siendo distribuidos. No era sencillo conciliar la moda con la democracia participativa en un contexto de escasez.

(…) Las diferencias eran grandes entre esa escuela y la Escuela Lenin que había dejado. Los dormitorios eran similares pero acá no había círculos de interés, museos o piscinas. Al mismo tiempo comparaba ese ambiente con el que había dejado en la Lenin y me parecía que en Río Seco II los muchachos eran más brutales pero en cierto sentido más sinceros. Había códigos de conducta un tanto primitivos pero allí un «amigo era un amigo» y no sentía los dobleces y mezquindades de los «niñitos bien» que había dejado en mi anterior escuela. Había dos grandes bandas: la de los que estaban estudiando para profesorado de inglés eran en su mayoría «pepillos». Estos eran admiradores de la cultura norteamericana, escuchaban rock, vestían con jeans e intentaban copiar el estilo de los jóvenes norteamericanos. Se sentían sofisticados y algunos de ellos hablaban abiertamente de «irse para la Yuma» (o sea para Estados Unidos) como de un sueño. Los que estudiaban para ser profesores de Historia eran en su mayoría «guapos»: cuidaban con esmero la limpieza de sus zapatos blancos y planchaban con almidón sus ropas (o más bien las lavaban con jugo de arroz y las ponían abajo del colchón que era lo que teníamos como sucedáneo).

(…) En una de esas visitas los empleados de un centro de trabajo le plantearon a Fidel el problema de la vivienda. Uno de ellos propuso una solución. La idea era simple: cada centro de trabajo seleccionaría un grupo de personas que construiría un edificio de apartamentos destinados a todos los empleados de ese centro. Mientras unos construyeran el resto los supliría en sus tareas normales de modo que todos harían un esfuerzo suplementario. El Estado pondría la dirección técnica y los materiales. Así se hizo y el que propuso la idea quedó encargado de ponerla en práctica. Se formaron miles de «micro- brigadas», cada una formada por 25 personas. De ellas sólo 19 se dedicaban a construir su edificio, los otros 6 se incorporaban a brigadas que construían las obras de interés común de los barrios que así iban surgiendo: calles, círculos infantiles, supermercados, escuelas.

La gente sentía claramente que ese edificio era de ellos y eso se expresaba de manera muy clara: iban a trabajar allí los fines de semana, en las noches, a toda hora. Cuanto antes se terminara el edificio antes podrían ocuparlo. Los apartamentos terminados eran repartidos en una asamblea y otorgados a aquellos que más habían aportado al esfuerzo colectivo y que más necesidades tenían. Los beneficiados pagaban 5% de su salario durante veinte años y luego el apartamento era de ellos en propiedad.

(…) El modelo se propagó por todo el país en medio de un gran entusiasmo. Un día los microbrigadistas decidieron en asamblea aumentar su jornada laboral a 10 horas diarias sin aumento de salario como una contribución más a la Revolución. Para significarlo decidieron pintarse en el casco blanco la estrella tupamara de 5 puntas con la T en el me- dio que identificaba al admirado Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros (MLN-T) del Uruguay. No sé qué habría pensado un obrero uruguayo si le decían que en Cuba ser Tupamaro era trabajar 10 ho- ras diarias cobrando el salario de 8. Era una fiebre constructiva. Por doquier se veían los cascos blancos con la estrella tupamara. Y fueron surgiendo por todos lados los barrios de microbrigadas. Eran barrios de viviendas humildes pero hechas con amor.

(…) Un juego de sofás viejos pero acogedores llenaba la sala. En seguida estaba el comedor con una gran mesa de madera y luego la cocina, amplia y funcional.

(…) En un clóset guardaba mis más preciados tesoros: un anillo construido con el fuselaje de un avión yan- qui derribado por los vietnamitas que mi madre me trajo de su viaje a Vietnam; varios restos arqueológicos que me regaló Laurette; la pistola de juguete que me regaló Roque; el feto humano en su frasco de formol que me regaló aquella doctora con quien vi la autopsia en Pinar del Río; un manuscrito de poemas que dejó conmigo un compañero boliviano antes de irse a su patria a luchar. Las paredes se fueron cubriendo de fotos de personas que admiraba: Miguel Enríquez, Fidel, el Che, George Jackson, Albert Einstein y fotos de mujeres que había amado.

(…) Para regresar a La Habana esa vez nos tomamos el «tren rápido». Esa era una de las grandes obras de infraestructura que transformaba el país: una carretera de 8 vías que debía atravesar la isla entera pero que llegaba por el momento hasta Las Villas, un tendido de cable coaxial que debía permitir el tráfico de datos y el famoso tren rápido que se decía que hacía el trayecto Holguín-La Habana en sólo 8 horas. Así es que subimos a ese tren con la intención de llegar en poco tiempo. Pero el viaje duró en realidad 24 horas. El tren avanzaba largos trechos a paso de tortuga o paraba por razones inexplicables. Lo más increíble que nos pasó fue cuando sentimos que el tren paraba en seco en medio de un cañaveral. Los pasajeros nos asomamos curiosos y nos encontramos en medio de un océano verde. La caña de azúcar ondeaba al viento en todas direcciones hasta perderse de vista. Atónitos observamos que la locomotora desenganchaba y se iba. Allí quedamos unos cuantos vagones por un par de horas en medio de la inmensidad verde. No hubo ninguna explicación. Un rato después la locomotora volvió, enganchó los vagones y seguimos viaje. La explicación más natural que nos dimos todos era que el maquinista había ido a visitar a una novia que tenía por allí.

(…) Durante los años que viví en Cuba el transporte siempre fue un problema. Era común que las muchachas hicieran dedo y muchas conseguían aventones. Nosotros quedábamos esperando mientras las veíamos alejarse en el auto que las había recogido. Era necesario salir muy temprano de casa para no llegar tarde a clases.

(…) Como parte del esfuerzo por desarrollar la electrónica, los cubanos habían decidido en los años setenta construir computadoras en Cuba y a pesar del bloqueo se las arreglaron para llevar a Cuba una PDP11, la popular computadora de Digital. Esa máquina fue «fusilada» como se decía entonces. La copiaron detalle a detalle y empezó la producción en serie de lo que se llamó «la primera computadora cubana». La llamaron CID-201-B, era una copia fiel de la PDP11. Esa máquina estaba construida con la tecnología de la época, previa a la aparición de los microprocesadores.

(…) Los productos de primera necesidad estaban garantizados y poco a poco iba avanzando la «frontera del lujo». Algún producto antes inexistente aparecía al principio en pequeñas cantidades y era repartido a aquellos compañeros que la asamblea del centro de trabajo seleccionaba como los mejores o más necesitados. Poco después llegaban a las tiendas productos suficientes y entonces ese artículo «se liberaba», es decir que ya todos podían comprarlo. Recuerdo cuando aparecieron los relojes de pulsera. Fui con mi padre a verlos en las vitrinas de una tienda. Un año después serían ya algo banal pero entonces todavía parecían un producto raro y codiciado. Lo mismo pasó con los televisores y las radios portátiles y con productos casi imprescindibles en el calor cubano como las heladeras y los ventiladores.

(…) Una vez fui a Nueva York y un amigo me pidió un favor. Sus padres se habían ido hacía años a Estados Unidos y él no respondía sus cartas. Cuando supo que iba a Nueva York me entregó una nota para su madre y me pidió que la buscara. Eso hice. Fuimos Robert y yo a verla. Me parecía que hacía una obra grande ¿quizás llevaba un mensaje de amor? La mujer vivía en un apartamento humilde en Brooklyn. Me recibió muy emocionada junto a un pariente. Leyó para sí la carta de su hijo. Era quizás la primera carta en muchos años. Nosotros esperábamos en silencio sentados en su pequeña sala. En esa carta mi amigo le pedía que le comprara un reloj Rolex de oro que yo debía llevar a Cuba. La mujer y el hombre se miraron y casi sin darse cuenta de nuestra presencia empezaron a imaginar qué hacer. No pusieron en duda la necesidad de responder positivamente al pedido. Deberían pedir dinero prestado a varios parientes pero lo harían a como diera lugar. Unos días después me entregaron ese reloj que llevé puesto cuando volví a Cuba. La señora me suplicó que le diera a su hijo un mensaje extraño. Debía explicarle que si aprendía inglés ella le enviaría un colchón de regalo. Los años de aislamiento mutuo crearon percepciones absurdamente distorsionadas sobre el otro. La pequeñez humana hizo lo suyo. Ese amigo no respondía las cartas de su madre y ahora le pedía un Rolex de oro y esa señora obsesionada con que su hijo aprendiera inglés le mostraba desde lejos un colchón como señuelo. Cada vez que volvíamos a Cuba, los amigos y conocidos esperaban que les trajéramos algún presente «del otro lado», podía ser un bolígrafo o una tontería cualquiera. Siempre veníamos cargados de muchos regalitos de ese tipo.

Una extraña combinación de circunstancias iba desarrollando en muchos cubanos de la isla un cierto orgullo chovinista por su participación en esa Revolución y a la vez una especie de obsesión con algunos bienes materiales que no tenían al alcance de la mano. Un pantalón vaquero o un reloj de marca, un par de tenis o un bolígrafo, cualquier objeto de ese tipo adquiría un valor desmesurado. A la vez el aislamiento del mundo exterior y la vida «protegida» por un Estado paternalista iban generando una incapacidad profunda para entender ciertas cosas. Un cubano medio suponía que «afuera» era prácticamente gratis obtener muchos bienes materiales y estimaba natural que quien saliera les trajera esas «bobadas» de regalo.

(…) Adela me contó su historia. A lo largo de esos años estuvieron en varios países trabajando y desde hacía un tiempo estaban de nuevo en Cuba. Juan era militante del Partido y dirigente de una empresa. Ha- bía aceptado coimas. En algún momento el Partido decidió hacer una gran campaña contra la corrupción y como correspondía a la tradición cubana castigó con especial dureza a los dirigentes. Juan había sido condenado a seis años de cárcel de los cuales ya llevaba uno cumplido en condiciones muy duras. Estaba junto a otros presos comunes en dormitorios colectivos, trabajando en el campo y con comida escasa y pésima. Adela casi lloraba cuando me contaba que Juan pesaba sólo 50 kilos y que no era justo que estuviera allí. Estaba entre asesinos arriesgando la vida cada día. «Ahora está enfermo y lo tienen internado en el Hospital Fajardo, acá cerca», me dijo.

pasaporte cubano
Sello de la Reforma Urbana. Foto de José Figueroa, tomada del libro

Sello de la Reforma Urbana. Foto «Esta es tu casa Fidel», de José A. Figueroa, tomada del libro José A. Figueroa: Un autorretrato cubano.

El 11 de febrero de 1960, el nuevo gobierno cubano anunció que las propiedades de quienes abandonaban (o habían abandonado) el país serían confiscadas por el estado. En agosto de 1961 se hizo oficial que, quienes tomaran el camino del exilio, solamente podrían llevar consigo una pieza de equipaje. Poco más adelante, la ley reduciría la cantidad de bienes que los cubanos exiliados podían sacar del país a tres mudas de ropa. Todo lo demás pasaría a ser propiedad del estado cubano.

El economista Armando Navarro Vega pormenoriza en su libro Cuba, el socialismo y sus éxodos (2013, Bloomington, IN: Palibrio):

Un momento cumbre de este proceso es la realización del «inventario», recibido usualmente con júbilo por ser un indicador de que el expediente se mueve. El inventario es un registro documentado y pormenorizado de todos los bienes y pertenencias del futuro emigrante, que incluye no sólo el recuento físico o cuantitativo, sino también una valoración del grado de conservación del mismo. Se registra todo, desde un automóvil o el saldo de la cuenta en el banco, hasta los libros, los vasos y las cucharas. A la salida se verifica que nada falta, y que todo se mantiene en el estado en que estaba en el momento en que se inventarió. En caso de pérdida o deterioro de algún bien, o se repone, o no hay viaje. (P. 66)

Llega el momento de «chequear» el inventario, y si todo está bien, la familia sale de la casa con el equipaje que le permiten llevar, y la vivienda es precintada con un sello de la Reforma Urbana, el organismo que controla las viviendas. (P. 67)

Los viajeros saben que el valor total de todo cuanto pueden llevar para iniciar una nueva vida no excederá los 50 pesos cubanos. Algunos tratan inútilmente de esconder los pendientes de la abuela, los anillos de boda, el reloj de leontina que ha permanecido en la familia por tres generaciones, ya sea por su valor monetario o sentimental. De nada vale un ruego o una lágrima, salvo para recibir burlas, insultos o amenazas. Es el último despojo, la última humillación. Entre este momento final y la presentación inicial de la solicitud de salida del país han transcurrido varios años. (P. 67)

Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood.

Pioneros: Building Cuba's Socialist Childhood.

Con diseño de identidad de Lisbet Corcoba y sitio web mantenido por alcubo.com, estrenamos el website de la exposición Pioneros. Building Cuba’s Socialist Childhood, que se inaugurará en la Arnold and Sheila Bronson Galleries de Parsons the New School for Design el 16 de septiembre de 2015. En las próximas semanas, les estaré ofreciendo información sobre el evento.

 

 

Maletín de vinyl. 1980s. Regalo de Ada Baisre. Colección Cuba Material.

Durante muchos años, la única maleta que fue realmente mía fue la de la escuela al campo. Ahí guardaba las yemitas que todos los domingos mi abuela me enviaba, la lata de fanguito que mi mamá me hacía, y las de tamal y salchichas que mis padres compraban en el mercado Centro para que pudiera alimentarme durante los siguientes siete días, así como también la jabonera plástica, el peine Kiko, y la ropa interior para toda la semana.

Tenía otra maleta que solo usaba cuando llegaba el verano y con él el momento de irnos por un mes a nuestra casa en la playa de Guanabo. Pero esa la compartía con mi hermana, No sé cómo nos las arreglábamos para hacer caber en ella nuestra ropa, así de poca era.

Hace unos años, la madre de una amiga llegó al aeropuerto de la ciudad de Newark, en New Jersey, donde se reuniría con su hija que vivía en Estados Unidos, con una maleta igual a la que tuve en mi infancia, pero de color negro.

 

* * *

En OnCuba: La maleta en el alma:

. . . Es una maleta el tema que nos convoca, la maleta que nos acompaña en los viajes de regreso a La Habana, portadora de regalos y esperanzas para quienes esperan en la Isla.

Es una maleta sufrida y cuestionada. Nunca hubo artefacto alguno, en la historia cotidiana de Cuba, que despertara tantos sentimientos encontrados. No importa su color, su estilo, la prestancia con que es conducida. Importan su peso, sus cantidades.

A mi amigo Roly lo traumatiza el proceso de empacar, tanto que ha inventado el “Síndrome de Estrés post-maleta-pa’-Cuba” o su designación alternativa “Estrés post-aduana”. Dos días antes de su partida comenta en su perfil de Facebook: “Manual de cómo preparar la Maleta que llevas a Cuba. ¿Alguna literatura al respecto? ¿Algún tratamiento psiquiátrico para cuando ya crees que la has llenado? ¿Algún seguimiento después de pasar la Aduana?”

Ha preparado, confiesa, más de 20 maletas, que coinciden con su número de viajes a la Isla, pues de manera general las aerolíneas solo permiten una única pieza de 23 kilos cuando viajas en “Economy Class”. Siempre sale dolido, avasallado, porque tiene que pesar el equipaje una y otra vez, y tiene que manejar las cantidades. Cuenta que en una de esas oportunidades le pesaron hasta el pasaporte.

Ya sabemos que en la maleta de muchos no van cosas demasiado costosas ni tampoco cantidades exuberantes -qué son diez maquinitas de afeitar cuando hay 3 hombres en una familia. Pero nadie duda que en las maletas viajan soluciones temporales, alivios para una parte de la población.

Cada maleta tiene también su cuota de misterio y suerte. Puede hacerte sentir victorioso o frustrarte. En el primer caso pasas por la puerta, la cinta y la cola, sin tener que abrirla, pagar, ni pesar. En el segundo, te costará días de mal sueño y explicaciones a los familiares: “me lo quitaron en la Aduana”, quizás te costará también un par de viajes al aeropuerto para recuperar lo tuyo, si es que te quedan ganas de insistir.

Darío, otro amigo de las redes sociales, ofrece una metodología cubana para empacar: “Hay que hacer la maleta varias veces y empezar unos meses antes. Una semana antes del viaje la vuelves a hacer y un día antes, lo mismo. Luego la cierras y que sea lo que Dios quiera.”

Amén.

***

Pienso ahora en la ironía de que el mismo calificativo que el gobierno cubano inventara contra la oposición y el exilio sea el que hoy se use para nombrar la maleta donde llegan los mejores bienes de consumo que circulan en la isla.

Color Cubano

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Este día fui por primera vez a la biblioteca central de Estocolmo y saqué la tarjeta para sacar libros prestados. Habían allí un montón de libros en español y muchos de ellos me interesaban. Empecé, por supuesto, por esos libros y autores que conocía de oídas pero que eran muy difícil de leer en la Habana. Lo primero que leí fue “La Habana para un infante difunto” de Guillermo Cabrera Infante. Luego seguí con Reinaldo Arenas, Kundera y Vargas Llosa. A partir de ese día y durante un año estuve continuamente sacando prestados y leyendo libros por varias ciudades de Suecia. Cada mes leía al menos una decena de libros. Ninguna otra vez en mi vida, ni antes ni después, he leído tanto como durante ese año.
También este día fui a mi primer museo en Suecia. A Pepe, el de mi cuarto, le habían regalado varias entradas al Museo Etnográfico y él me regaló una a mí. El museo estaba lleno de objetos y fotografías que exploradores y aventureros suecos habían recolectado durante siglos. Lo mismo había un tótem de una tribu de indios norteamericanos, que la lanza de un guerrero masái o el bumerán de un aborigen australiano. Había también una exposición temporal con un tema que yo conocía bien: Cuba.
La exposición, llamada Color Cubano, estaba compuesta principalmente de fotografías tomadas en la Habana contemporánea. Había también una típica sala cubana con muebles desvencijados, un televisor Caribe y una mesa cubierta con un nylon a forma de mantel. Sobre la mesa descanzaba una latica vacía de leche condensada que se había usado para medir un montoncito de arroz que alguna abuela iba a escoger. De las paredes colgaba la foto de algún barbudo, líder político o martir, no recuerdo. Los adornos podían ser un indio de yeso o laticas de Coca Cola cortadas para funcionar de búcaro a unas flores de plástico.
En el lugar también había un típico almendrón. Uno entraba por las puertas traseras y al son de música cubana que salía por las bocinas se ponía a mirar una serie de diapositivas que se proyectaban en el parabrisa del carro. Y allí sentado, me dí cuenta que esas escenas y esos objetos que hasta hace unas semanas eran tan familiares para mí, esos niños descamisados jugando al cuatroesquina o esa latica para medir el arroz, serían eso para mí: algo que miraría con la distancia que se mira un objeto de museo. Y por mucho que me alegrara de despedirme de muchas de esas cosas no podía negar el dolor que sentía al separarme de otras tantas. Y, por supuesto, me entró el gorrión y me eché a llorar a moco tendido, con sollozos y todo, por un buen rato. Por suerte ese día los suecos no estaban puestos para la etnografía y nadie se portó por allí durante ese tiempo. Si no, alguien hubiese pasado el embarazo de abrir las puertas de un almendrón y, entre las notas de un bolero, encontrarse a un tipo, flaco y pelúo, llorando desconsoladamente.

Por Ernesto Fumero Ferreiro

Envase del medicamento Avafortán

Envase del medicamento Avafortán. Importado de la RDA. Producido por Asta Werke AG Chem Fabrlk. Evasado en Cuba por Empresa de Suministros Médicos. Precio de venta de un peso. Colección Cuba Material.

En Habanero 2000: Importando productos y recuerdos:

…En días pasados, estuve indispuesto, con nauseas, cuando me incorporé al trabajo, una compañera me pregunto; ¿Que tomaste? Gravinol, le respondí, alguien me pregunto ¿Qué es eso? Un medicamento para los vómitos, aquí lo llaman Dramamine, pero yo lo sigo llamando; Gravinol. Era como si cambiarle el nombre, cubanizarlo, hiciera el milagro de hacer presente las manos de mi madre llevándomelo a la cama. Un nombre, lograba cambiarle el efecto, mejorarlo, hacerlo capaz de curar el cuerpo y el alma.

Cuando me recuperé y conversé con uno de mis grandes amigos, sobre el malestar que había tenido me dijo; ¿Cómo no me avisaste? Yo tenía Novatropin que mande a pedir de Cuba, eso te lo hubiera quitado todo. Cuando vivíamos en Cuba, el Peptobismol, el Tylenol y otros medicamentos nos parecían la panacea universal, el non plus ultra de la medicina moderna. Ahora que estamos del lado de acá, cuando nos llega un medicamento de nuestra islita, nos parece estar a salvo; no hay enfermedad o malestar capaz de resistírsele.

(…)

La lista de los productos de Cuba, que pedimos desde acá, es larga. Una vez un amigo me pidió, casi me suplico le trajera unas latas de Vitanuova, según me dijo; ninguna salsa para pastas podía compararse con la fabricada en nuestra Isla. Más de una vez me han pedido frazadas de piso. Les explico que siempre le llevo a mi mamá las de aquí, y que las amigas de mi hermana cuando las ven, siempre suplican les regalen una y se van felices con su frazada amarilla, que vino directo de la Yuma. De nada valen mis explicaciones; frazadas como las de Cuba, no hay, son las mejores.

De pronto, por decreto nuestro, acuñado por la nostalgia y las ganas inmensas de traernos a nuestra islita y a nuestros seres queridos hasta acá; Cuba se ha convertido en exportadora de medicinas y artículos para el hogar. Me han contado de algunos que, ahora que pueden comprar los mejores perfumes, mandan a buscar aquellos que venden en la Isla.

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En Emilio Ichikawa: Quien se fue de MEGA TV no fue María Elvira, fue una época:

En la noche de hoy viernes (julio 5-2011) el presentador Tony Cortés comentó en su programa en MEGA TV, junto a un actor invitado, un reportaje fílmico que muestra el estado de destrucción en que se encuentran inmuebles, calles y huertas urbanas de la ciudad costera de Guanabo, al este de La Habana.

Nadie se atrevería a desmentir la realidad presentada por Cortés; o la lógica de sus comentarios. Lo que sí provocó extrañeza fueron los sentimientos de nostalgia que trató de mover al respecto; y que confirmaron lo errático que es ya tratar de sacar dividendos ideológicos a la exhibición del consabido deterioro urbanístico cubano. Cuyo estado ruinoso se ha llegado incluso a estetizar (con notable éxito en los centros dominantes de la cultura Occidental).

Es un hecho: las instalaciones del noreste habanero no son ya como eran en los años ´80 (que es aproximadamente el tiempo que añoran Cortés y su invitado). Ni eran en los ´80 como habían sido antes de 1959.

Ahora bien, cuando se decía, por ejemplo en 1983, que Cuba no era como en 1953 o 43, se quería significar que existía un pasado hermoso, utópico, erigido a través de acciones asentadas en un sistema de propiedad privada capitalista; y que otro régimen, comunista, había malogrado al instaurarse desde 1959.

Pero, cuando Cortés y su invitado “denuncian” que el Guanabo de hoy es un desastre comparado con el Guanabo paradisíaco de 1983, ¿qué sugieren, qué mensaje envían, en qué concepto dan sentido al regodeo fotográfico? Pues en ninguno. Es más, muchas de las lecturas posibles de su reportaje gráfico son contraproducentes, como esa que deja caer que con Fidel Castro y el Kremlin en forma los cubanos estaban mucho mejor que ahora. Algo alarmante, porque… ¿y si fuera verdad?…

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En Emilio Ichikawa: Radio Mambí: Un desplazamiento hacia la «sensibilidad ’70»:

El espacio del antiguo Noticiero de RADIO MAMBI (Miami 7.10 AM) a las 5:00 de la tarde, fue ocupado hoy por un programa de participación que convergió en la evocación de “las fiestas de 15” en los años ’70 en Cuba.

Una oyente recordó como muy grata la experiencia de su fiesta en el Hotel Nacional de Cuba; mientras otra refirió su celebración en una Escuela en el Campo. Alguien agregó que esas reuniones se realizaban con esfuerzo propio, porque “en ese época no se recibía dinero de remesas” (desde el extranjero). También echaron de menos bailar canciones de amor como “Candilejas”, popularizada en la Cuba de entonces por José Augusto. También se refirió al grupo Los Barba como música del momento. Un señor recordó una experiencia singular, cuando él y un amigo se “colaron” en una fiesta que resultó ser la de un familiar de Ramiro Valdés. Fueron sacados por unos “ayudantes”, lo que fue comentado por el conductor del programa (Pepe) como algo lógico tratándose del personaje citado.

Los oyentes proyectaron sobre los años ’70 un sentimiento nostálgico, romántico (centrado en el regreso y recuperación de lo perdido), similar al que una generación anterior ha proyectado sobre la Cuba de antes de 1959; con la peculiaridad de que “la pérdida” del paraíso de los ’70 se da en el marco del mismo sistema político y, según analistas, del predominio del mismo grupo político. A primera vista, juzgando por el trato personal, esta “oleada de los ‘70” está notablemente identificada con los valores de la cultura norteamericana, son críticos del socialismo cubano y no se identifican demasiado con la Cuba republicana (pre-1959).

En agosto de 2011 el actor y periodista Tony Cortés condujo un interesante programa en MEGA TV, donde se hizo un ejercicio de la nostalgia en la pérdida y recuperación de “el Guanabo de los ‘80”. La nostalgia por los ’90, incluso por el Periodo Especial, está tocando a las puertas de la sensibilidad pública de la comunidad cubana de Miami.

Requisitos para obtener la salida del país

Requisitos para obtener la salida del país

Requisitos para obtener la salida del país. Imagen tomada del blog de Yolanda Farr.

Manuel Zayas, en Diario de Cuba: La isla del nunca jamás:

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Dijo Castro: «Los parásitos que se van a veces traen a un parientico o traen a un amiguito para la casa, y, ¡de eso nada! No señor. Hay que vigilar para cuando ya ustedes los vean vendiendo máquina, muebles, etcétera, y ya se sabe que se van, nosotros tengamos la planilla. Y esa casa —lo advertimos— será para una familia obrera. El que se mude para la casa de un parásito que se vaya, ¡que sepa que después tiene que dejar la casa! (Aplausos), el que se mude para la casa de un parásito, que esas casas son para los obreros».

Las listas negras

Al día siguiente, el 29 de septiembre de 1961, el Ministerio del Interior (MININT) dictó una disposición contraria al Artículo 30 de la Ley Fundamental. Mediante la Resolución No. 454, se implantaba el permiso de salida y los tiempos de estancia que los ciudadanos cubanos podían permanecer en el extranjero, quienes, de no regresar en los términos establecidos, serían considerados emigrantes definitivos y se procedería a confiscar todos sus bienes, sin derecho a indemnización.

Pese a las críticas a esa disposición del MININT, que no era un organismo facultado para ordenar la confiscación de propiedades, el gobierno promulgó un texto más restrictivo, la Ley No. 989 de 5 de diciembre de 1961 (vigente en la actualidad), que reglamenta «las medidas a tomar sobre los muebles o inmuebles, o de cualquier otra clase de valor, etc. a quienes abandonan con imperdonable desdén el territorio nacional».

La nueva norma estableció lo que sería el permiso de salida y el de entrada, y reguló la confiscación de bienes al emigrante definitivo, sin derecho a compensación. Aunque contraria al ordenamiento jurídico, esa ley había levantado un muro infraqueable. Todos los ciudadanos eran rehenes de un sistema totalitario. De golpe, los cubanos en terceros países comenzaron a ostentar una nacionalidad inefectiva, la del apátrida, sin derecho a residencia y tránsito en su propio país.

(…)

En su libro Diario para Uchiram (Verbum, Madrid, 2008), la escritora cubana Julia Miranda relata la odisea que significaba querer emigrar y ofrece un retrato del momento en que llegan a inventariar su casa «cuatro de los más repulsivos personajillos creados especialmente para nosotros»:

«Los intrusos abrieron sus plumas y sus libros y comenzaron a apuntar, dos de ellos en los cuartos principales, deteniéndose en medio de cada habitación para mirar con ojos devoradores cada objeto, cada detalle. (…) Entré directamente hasta la cocina donde mi madre contaba, ayudada por uno de aquellos hombres, cada platico, cada tacita, cada jarro, cada cuchara. Miré sus canas y pensé que no había derecho a obligarla a realizar aquella labor…»

Y sigue la enumeración:

«Comencé, pues, a contar y dar el número exacto de mis vestidos, faldas, blusas, ajustadores, bloomers, medias, etc. Finalmente, y después de haber terminado con todo lo de la niña, hicimos lo mismo con las sábanas, toallas, fundas, almohadas, zapatos, carteras, collares, relojes, sortijas, en fin, con todos aquellos objetos que no constituyen un mueble o aparato, pues estos ya los habían inventariado desde el principio».

Julia Miranda resume:

«Aquel día sufrimos, de modo casi irreparable, la violación de nuestro hogar y las más desagradables horas de nuestra existencia».

El Estado se consumó como institución soberana del pillaje. En un fragmento documental insertado al inicio de la película Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, puede contemplarse cómo los funcionarios de emigración obligaban a los que abandonaban el país a dejar sortijas y relojes… Se suponía que esos pequeños objetos irían, también, al Ministerio de Recuperación de Bienes Malversados.

(…)

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En Sejourné, Laurette and Tatiana Coll, La mujer cubana en el quehacer de la historia (Mexico: Siglo Veintiuno, 1980):

Esto lo hacíamos con inventarios, tan pronto ellos decían que se iban, se iba a hacer el inventario, y cuando se iban había que volver a la casa para ver si todo lo que se había inventariado estaba allí, eso era en el momento de la salida, que a veces era  a las dos, a las tres de la mañana. Entonces uno salía a checar el inventario y si faltaban cosas no se podían ir. Ya al irse la familia, había que sellar la casa hasta que la reforma urbana se la entregara a otra familia. Estas casas selladas había que vigilarlas mucho, pues todos sabían que tenían millones de cosas y se corría el riesgo de robo. (Carmen Pola, p. 211)

En el mismo libro aparece la transcripción de un discurso de Fidel Castro. «Fidel Castro expone por televisión la situación económica de Cuba, 17 de septiembre de 1959 (publicado en Escritos y discursos, Buenos Aires, Editorial Palestra, 1960, pp.324-325)»:

Hay una cosa muy importante en todo esto y es que el pueblo entendió inmediatamente la medida. El pueblo mismo era el que, sabiendo que un hombre o una familia o un negociante había abandonado el país, ponía vigilancia en aquella casa hasta que llegara «Recuperación». «Recuperación» hacía el inventario, eso se entregaba al estado, el estado entraba en posesión de aquellos bienes y creo que a nadie se le ocurría llevarse nada, que nosotros sepamos, eso no sucedió. Pero el hecho es que la medida respondía a una ansiedad del pueblo, porque realmente era un bofetón en la cara: el hambre que había estado pasando el país y ver la ostentación, el lujo, el despilfarro con que vivían. Además se tenía la convicción íntima de que el 90% de los casos eran cosas malhabidas; era el contrabando perfectamente organizado, era el negocio sucio.

(…)

La participación era, no sólo al vigilar aquello, es decir, el pueblo vigilando la casa del que se había ido y del que había salido corriendo, sino la participación de los compañeros revolucionarios en un trabajo paciente de análisis, de búsqueda, hasta llegar a formar un instrumento legal donde se registraban los bienes y propiedades de la gente que se iba y que eran los que hicieron pasar al país a través de todo (…).  (p. 45)

Una amiga que se fue del país con su familia en 1967, me cuenta que tuvieron que permanecer en Cuba por unos cuantos años luego de que solicitaran la salida del país (durante los cuales sus padre fue enviado a un campamento de apátridas por un tiempo). Todo ese tiempo tuvieron que cuidar con mucho esmero cada una de las propiedades que les habían sido inventariadas, incluso las sábanas y manteles de uso diario, para poderse ir cuando les fuera concedido el permiso. Estas piezas se gastaron y se llenaron de agujeros, que su madre se apuraba a zurcir. Niños y adultos sabían al dedillo que no debía faltar ni una cucharita de postre cuando las cederistas encargadas de contabilizar sus pertenencias se presentaran en su casa.

Chancletas de goma

Chancletas de goma

Chancletas de goma.

Odette Alonso, en el blog Parque del Ajedrez:

Mis fotografías con Donna Summer —pensé entonces— son todas mentales. Y son muchas. Las salas a oscuras de las casas de mis amigos y de mi propia casa, la música retumbando en las paredes, Manolito y Vicente, algunas muchachas a quienes no debo mencionar. Escaleras, rincones, sudores de la noche tropical. Pantalones de mezclilla, tennis y camisetas que por primera vez usábamos, muy orondos, gracias a las tías del Norte, ésas que antes habían sido traidoras impronunciables. Discos de los Bee Gees y de Tavares, de la Streisand y Bonnie M, de KC, de “Saturday night fever” y de “Hotel California” que nos regalaron esas tías y los primos a los que por décadas tuvimos prohibido escribirles.
Ni siquiera es que haya muerto Donna Summer, a quien hace años no escuchaba con detenimiento, como tal vez ella tampoco cantara en medio de los dolores del cáncer. No es Donna Summer en sí misma: soy yo, somos nosotros, es nuestra juventud. Aquellos años que hoy no son ni fotografías, porque entonces muy pocos teníamos cámaras y muchos de aquellos papelitos se han perdido.

Botella de licor con texto de propaganda política «Habana en 26», celebrando el 26 de julio. Colección Cuba Material

La otra noche, una amiga trajo a casa una botella de licor de anís Marie Brizard. Lo conocía desde niña, el envase, si bien no su sabor, porque mi mamá coleccionaba botellas de bebida, por supuesto vacías. Durante muchos años «adornaron» el piso de mi casa, primero distribuidas entre un pequeño barcito de madera que la hermana de mi abuela había hecho cuando estudiaba en la Escuela del Hogar, en los años cuarenta, y una alfombra que era la piel de un leopardo, de la que aún queda parte de lo que fuera el cuerpo del animal (mi padre se la tiraba a veces encima, y gateaba tras mi hermana y yo por toda la casa; a veces nos decía que él mismo había cazado ese leopardo en África, y que por eso tenía la herida que tenía en la espalda, fruto en realidad de una intervención quirúrgica); y más tarde en varias de las repisas de un multimuebles de plywood que mi papá construyó y que ocupaba toda la pared de la sala de mi casa.

Una de las botellas más lindas de la colección era la de Marie Brizard, pero no he podido encontrar en la internet ninguna parecida a aquella de mi infancia. No recuerdo los detalles de su diseño, solamente que el rostro de su fundadora, una señora mayor, aparecía enmarcado en un óvalo, más o menos cerca del cuello de la botella, encima de la etiqueta. Luego supe que había fundado la marca de bebidas en 1755.

Mi hermana y yo jugábamos a veces con la colección, reordenándola a nuestro gusto. No tengo idea de cómo se las ingeniaba mi mamá para conseguir las botellas de su colección, todas hermosas y exóticas (entiéndase de bebidas extranjeras). En raras ocasiones conseguía una llena.

Un día, las botellas desaparecieron en el closet de mi madre. Para entonces, la decoración de la sala de nuestro apartamento Pastorita no interesaba nadie. Mi papá y mi hermana vivían ya en Estados Unidos, yo me mudaba a Nuevo Vedado a un recién heredado apartamento, y mi mamá se disponía a alquilar el sitio que por veinte años fuera nuestro hogar.

Broche

Broche

Broche. Años 1950s. Colección Cuba Material.

Cuando me fui de Cuba, el 6 de enero de 2006, tuve que hacerlo con salida definitiva, pues viajaba con mi hija menor de edad y la ley no permitía que estos (los menores) salieran del país por motivo de turismo u otro de interés personal. Fui forzada así a un exilio que no hubiera escogido. Interesada en llevarme algunas prendas de valor que habían pertenecido a mi familia por varias generaciones, llamé a las oficinas de Aduanas para saber qué objetos personales me estaba permitido llevar. 20 libras de equipaje y no más de 200 pesos en prendas, me dijeron, sin aclararme en qué moneda (por entonces circulaban en Cuba el peso cubano y el CUC) ni según qué tasación (pues una cosa era el precio de venta que el estado cubano asignaba a todo bien cuya propiedad se atribuía y otra el de los bienes a la venta en el circuito estatal o en el mercado negro). El día de la salida me puse los aretes de brillante con que se habían casado mi mamá, mi abuela, mi bisabuela, mi hermana, mi prima y hasta yo misma, además de una sortija que había sido de mi abuela y que desde entonces uso, sobre todo cuando me enfrento a retos difíciles, así sea la evaluación de una clase, y alguna que otra prenda de valor, y me fui al aeropuerto, donde no tuve el menor percance.

Quienes abandonaron el país en los años sesenta corrieron otra suerte. En su blog, la actriz Yolanda Farr ha hecho público el listado de documentos que, por disposición de la Aduana General de la República de Cuba, debía presentarse entonces a las autoridades antes de abandonar el país, en donde se incluye una relación de joyas y cuentas bancarias. También entonces el gobierno cubano solo autorizaba a los exiliados a sacar del país hasta 200 pesos en prendas, pero, a diferencia del presente, quienes abandonaban el país eran, con regularidad, despojados de esos bienes en el aeropuerto.

Relación de documentos a presentar en el aeropuerto de La Habana antes de abandonar el país. 1960s. Imagen tomada del blog de Yolanda Farr.

Tengo amigos que no poseen ni una sola foto de su juventud porque los funcionarios de la aduana se las decomisaron (para acto seguido destruirlas y quedarse con los álbumes y marcos), o que fueron despojados de sus anillos de bodas. Sé incluso de quienes, siendo niños y partiendo solos al exilio, fueron obligados a entregar objetos cargados de valor sentimental, único recuerdo que les acompañaría de la familia que dejaban atrás.

Muchos de los objetos que componen la colección de Cuba Material los he traído en sucesivos viajes, en los que he regresado a Cuba para visitar a mis abuelos y a mi madre. En cada una de esas ocasiones mi equipaje de regreso ha pesado mucho más que las 200 libras reglamentadas por la aduana, pero nadie se ha detenido a cuestionarme. En sucesivos posts compartiré la particular cultura material del socialismo cubano que me acompañó en mi infancia y que ahora estudio. Verán que se trata de una historia muy particular.