Representaciones de la materialidad en el arte.

Quienes vivimos en Cuba en los años setenta y ochenta, sobre todo quienes fuimos niños en aquellas décadas, tuvimos acceso, entre la no muy abundante oferta de alimentos que el gobierno cubano comercializaba en los establecimientos de consumo y venta de productos gastronómicos, a cierto tipo de yogurt líquido de producción nacional. Del producto en cuestión no recuerdo apenas más que el envase: un recipiente de tamaño poco más grande que las porciones individuales que hoy se venden en los supermercados del mundo bajo marcas como Danone, entre otras.
El envase del yogurt de mi infancia (uno de ellos, pues también se vendió yogurt en recipientes de cristal con capacidad para un litro y un cuarto de litro) era plástico, como los que conocemos hoy, y su superficie exterior, rugosa —en realidad, estaba cubierta por estrías o líneas a relieve—. Tenía, además, bordes protuberantes hacia afuera, sobre los que se adhería la lámina de aluminio que sellaba el envase, y que creo recordar tenía el nombre de la marca estampado en letras verdes. Los envases estaban pegados unos a los otros por este reborde, por lo que para consumir el yogurt había que desprender el recipiente individual, doblando y tirando de este. También había que doblar una de sus esquinas, la más protuberante, que tenía un corte para ayudar a despegar el papel de aluminio.
Hace tiempo ya que Ernesto Fumero Ferreiro me envió desde Suecia esta fotografía, que solo volví a ver cuando el artista Dashel Hernández Guirado me escribió para preguntarme si tenía alguna imagen de estos famosos y ubicuos vasitos de yogurt. (Si alguien tiene uno, ¡le agradecería que me lo donara para Cuba Material!).





Estas son algunas de las obras de la serie que Hernández Guirado prepara, inspirado, entre otras, en la fotografía del vasito de yogurt donde aparece el niño Fumero Ferreiro. Hernández Guirado es, además de artista visual, escritor, y tiene un título de Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Camagüey (2008), y de Máster en Administración Pública por la Syracuse University, de Nueva York (2018). Ha organizado y participado en varias exposiciones personales y colectivas en Cuba, Estados Unidos y Europa. Su obra artística incluye pintura, dibujo, instalaciones, video y medios mixtos. También es el autor del libro de sonetos Meditaciones (Ácana, 2016).
Hernández Guirado accedió a responder por email estas preguntas, que le envié para Cuba Material:
CM: ¿Cómo surgió la idea de la serie En el jardín de la abuela?
DHG: En el jardín de la abuela surge como un divertimento, especie de juego con mi memoria autobiográfica, a partir del cual exploro parte de la historia de mi primera infancia. Para ello utilizo fragmentos (¿residuos?) del mundo material de la Cuba de los 80: lugares y objetos, la casa, las plantas, mis juguetes, mis primeras pinturas, etc.
De algún modo yo concibo esta serie como un viaje de vuelta (nostos) al hogar familiar. Pero este viaje pasa por el hecho de reconocer y aceptar que mi pasado autobiográfico es irrecuperable. Más que reconstruirlos, me interesa evocar ciertos lugares de mi infancia y las emociones asociadas a esos recuerdos. Por tanto, es un viaje que no busca ni restaurar ni rehabitar el hogar perdido, sino encontrar la mirada del niño: la fascinación de esa primera mirada de la infancia.
Así, el jardín de la abuela es el primer jardín: el “jardín del edén” donde el niño se asoma al mundo, lo descubre y lo nombra. Por eso mi insistencia en titular cada obra de la serie como si fuese la página de un álbum botánico: nombre científico seguido del nombre común. Pero en lugar de la descripción del espécimen representado, incluyo una frase de la abuela. La abuela se asoma al universo del niño interrumpiendo su juego y matiza la historia con dicharachos, consejos y regaños: vislumbres de una realidad otra que da voz a cierta dosis de imaginación colectiva.
En el verso final de su poema “Nostos” la poeta Louise Elisabeth Glück afirma: “We look at the world once, in childhood. / The rest is memory”. Tarkovski también creía que la mirada del niño se queda por siempre con nosotros y es la que nos permite hacer arte. Yo además creo que esa mirada se convierte de algún modo, con los años, en nuestra patria, la única patria.
CM: La abuela de la serie ¿es un personaje ficticio, es decir, creado ad hoc, o se trata de tu propia abuela, en cuyo caso por qué no has nombrado la serie “En el jardín de mi abuela”?
DHG: La abuela es mi propia abuela paterna, quien nos cuidó y educó a mi hermano y a mí. Como gran parte de mi generación, nacida en los 70 del pasado siglo, fui un “niño de abuelos”. Mientras nuestros padres viajaban a estudiar a la URSS o pasaban los domingos en la caña u otras faenas relacionadas con la “construcción de la revolución”, nuestros abuelos ocuparon su lugar.
Utilizo el artículo “la” en lugar del posesivo “mi” porque creo que esta es también una experiencia común para muchos niños de mi generación: la del jardín (que recuerdo en cada casa que visité y que estaba siempre lleno de las mismas plantas y los mismos objetos), la de los padres ocupados en “tareas heroicas” y la de los abuelos ocupando el lugar de los padres.
Si yo fuera a nombrar la serie de un modo más personal la llamaría (y creo que secretamente la llamo así desde que comencé a concebirla) En el jardín de Aba. Aba es el nombre con el que yo rebauticé a mi abuela cuando comencé a hablar. Aba como hipocorístico de abuela. Mi hermano pequeño, al crecer, continuó diciéndole Aba, mis amigos de la escuela comenzaron a llamarla Aba, y finalmente toda la familia se sumó. Así fue como Caridad se convirtió en Aba.
Me interesa mucho que mi jardín personal, el jardín de Aba, se convierta en el jardín de todos. Que cada quien pueda encontrar a su propia abuela, tía o vecina en este jardín, y también que puedan encontrar un pedacito de su propia infancia. Yo trabajo con mi propio pasado, pero con el objetivo de despertar la imaginación y la memoria colectivas. Me interesa mucho la manera en que la exposición de mis recuerdos más personales puede afectar a otros y hacerlos revisitar su propia historia. Por eso también el niño de la serie sigue llamándose Javier Antonio y no Dashel. Que cada uno haga suyo este jardín y lo habite y ría o llore con las ocurrencias de Javier Antonio
y los regaños y consejos de la abuela, no la mía en específico, sino la abuela de cada uno.CM: La serie combina elementos —más bien residuos— de la materialidad doméstica —en particular, relacionada con la ingestión de alimentos— y del mundo lúdrico infantil. ¿Qué relación ves entre ambos?
DHG: Creo que el reciclaje ya era práctica habitual (o forzada) en Cuba mucho antes de que se hiciera moda primermundista. Mi abuela aprovechaba cualquier envase en que se pudiera sembrar una planta. Recuerdo su colección de cactus en vasitos de yogurt, sus siemprevivas en latas de carne rusa, y su tilo sembrado en viejas cacerolas sin asas.
Encontré el mismo esquema repetido en casa de mis amigos, primos y compañeros de escuela: donde quiera que crecía un jardín se podían encontrar todo tipo de objetos viejos. Aunque la mayoría de esos objetos estaban relacionados con la ingestión y preparación de alimentos (cacerolas en desuso, tazas rotas, vasos y jarras de plástico, envases de yogurt, latas de carne, etc.), también se utilizaban otros sin relación directa con el mundo culinario, como palanganas, orinales viejos y hasta pedazos de juguetes. Recuerdo uno en especial, un casco puntiagudo de plástico que era parte de un disfraz de Bogatyr que vendieron en Cuba a inicios de los 80 (casco, capa, espada y escudo, todo de rojo brillante). Por muchos años el casco rojo, que servía de hogar a los helechos, estuvo colgado de un macramé tejido por mi abuela. En fin, todo aquello que pudiera contener un poco de tierra y que pudiera ser perforado en el fondo para drenar el exceso de agua era (re)utilizado para sembrar plantas.
Los niños también reciclábamos los juguetes, los reinventábamos e imaginábamos: cualquier cosa podía convertirse en un avión, en una pistola, en un barco. La escasez y las restricciones en la compra/acceso a los juguetes espolearon el deseo de imaginar, de buscar lo inalcanzable y de compartir lo poco que teníamos a mano. Pienso ahora en un tipo de “avión” que armábamos con el palito (mango, agarradera) plástico de las paletas de helado. También recuerdo muchos pedazos de juguetes viejos que habían pertenecido a mi padre y que treinta años después eran reutilizados y ensamblados con nuevos juguetes, la mayoría soviéticos.
El mundo material de mi infancia está marcado por lo que podríamos llamar una cultura residual en la que se mezclaban distintas épocas y geografías. Por ejemplo, la taza rota donde se sembraba la mala madre (cinta) había pertenecido a la vajilla del ajuar de mi abuela, a su lado la lengua de vaca crecía en una lata de carne importada de la URSS. El mismo esquema se repite en el interior de la casa y en todo cuanto recuerdo. Los sillones en los que me senté de niño eran los mismos que mi abuela había comprado cuando se casó, cuarenta años atrás, ahora tapizados con vinyl procedente del campo socialista. El refrigerador Westinghouse compartía el comedor con
el TV Krim 218. En el librero coexistían los Sputnik de mi madre con la colección de Reader’s Digest (Selecciones) de mi abuelo. Mis primeras pinturas al óleo estaban hechas sobre el cartón de fondo de las cajas de queso crema (le llamábamos cartón piedra porque tenía una textura peculiar en uno de sus lados; este cartón, creo recordar, venía de los países bálticos) [en La Habana, en cambio, lo conocí como cartón tabla —nota de CM]. Los óleos con los que pinté aquellos cuadros habían pertenecido a mi tía abuela, que estudió pintura por correspondencia en una academia norteamericana en los 50 ¡y todavía servían los dichosos oleos en 1985!Esa cultura residual, creo yo, estimuló mucho mi imaginación. No sé si estas obras existirían de haber crecido yo en un jardín repleto de vasijas plásticas relucientes y fabricadas en específico para sembrar plantas, o jugando con aquellos robots por control remoto que tanto quise tener.
CM: Los juguetes que recreas en esta serie no son inocuos (en realidad, casi ningún juguete lo es). Tienen todos una connotación violenta y fatal, cuando no guerrista, ya sea por la posición en que aparecen representados, como es el caso del avión, o por la esencia del objeto: por ejemplo, soldaditos. ¿Pudieras explicar la relación que ves entre la fatalidad y violencia que pesa sobre el mundo lúdrico infantil y la domesticidad culinaria característica del socialismo cubano en la era soviética a que aluden tus pinturas?
DHG: La serie está en proceso aún y no puedo definir si todas las obras incluirán objetos con este sentido violento o fatalista. Hay obras en las que también incluyo piezas de legos, bolas (canicas) y yaquis (un juego que era socialmente asignado a las niñas, Jacks game en inglés). Pero sí, por supuesto, muchos de los juguetes que utilizo no son inocuos, ni la manera en que los utilizo es inocua. Hay mucho de ironía en su manejo. Aquel primer jardín donde el niño crece y descubre el mundo no es un jardín impoluto: está lleno de serpientes y de juegos cargados de un sentido ideologizante que escapa totalmente a la comprensión infantil.
El soldadito americano que dispara a un avión soviético caído, el indio que amenaza con un hacha a un dinosaurio rojo, los palitos chinos utilizados como lanzas en la que se han empalado las hojas de la siempreviva, el varón que esconde los yaquis de la prima entre las plantas de la abuela para luego jugar con ellos a escondidas, todo esto dice más —mucho más de lo que yo mismo puedo comprender— de una época y de una fatalidad ¿histórica? pesando sobre nuestra infancia.
Como éramos varones (yo, y casi todos mis vecinos y compañeros de juego), nos regalaban pistolas, soldaditos, legos, bolas, etc. Nos regalaban lo que se podía comprar, que no era siempre lo que queríamos. Como varones, jugábamos a la guerra, a las espadas, a las escondidas, a las bolas, y a los soldaditos. Nos dividíamos siempre en dos bandos: los malos y los buenos; los buenos eran los soviéticos, los malos eran los americanos. Nadie quería estar en el bando de los malos —sería interesante estudiar qué tipo de narrativa permeaba los juegos infantiles de mi generación en otros contextos: ¿Cómo jugaban los niños soviéticos? ¿Cómo jugaban los niños en Estados Unidos o en la RFA? ¿cómo era la división de roles entre buenos y malos? ¿Jugarían a los soldaditos pensando en “rusos vs. americanos”? Esto es un tema que tengo pendiente—. Aunque eran juegos que no implicaban violencia física real —especie de pequeño teatro donde podíamos vencer, sufrir derrota o morir y recomenzar todo de nuevo—, en el fondo una enorme dosis de violencia simbólica lo permeaba todo.
A veces me pregunto si esta violencia simbólica del mundo infantil no tuvo su contraparte en la sustitución ¿obligada? de costumbres y tradiciones culinarias cubanas por otras de Europa del Este: La abuela que aprende a hacer borscht por un libro de recetas en ruso con anotaciones en español escritas a mano por su nuera, la madre que prepara té de la RSS [República Socialista Soviética] de Georgia en un samovar traído de Leningrado, y el abuelo que abre a golpes de cuchillo una lata de carne mientras bromea sobre su contenido: “picadillo de oso siberiano.” ¿Qué sentido tuvo (tiene) todo esto?
Abril de 1983. Mientras crece el ajetreo en casa y todos se apuran en terminar la cena para los colegas rusos de mi madre que vienen esa noche a celebrar un cumpleaños, los abuelos no pueden reprimir su nostalgia: “En Cuba nunca se comió tanta remolacha”. “Mi padre sembraba mucho café en la finca, nunca nos faltó el buen café en casa”. “¿Te acuerdas del picadillo con pasas y aceitunas de la fonda del gallego Ramón? ¡Por cinco centavos te daban un cartucho lleno de pasas (y 5 caramelos de contra)!”. “Apúrate con la carne, viejo, que ahorita llegan los bolos”.
No sospechábamos que en menos de diez años a la nostalgia de los abuelos por las fondas de los ‘50 se sumaría nuestra propia nostalgia por esa carne, ese té, y esas remolachas que entonces despreciábamos. En 1992 ya no jugábamos. Habíamos cambiado nuestros juguetes soviéticos por los cassettes de rock & roll y los t-shirts de Kurt Cobain. Tampoco los abuelos cocinaban. Nos reuníamos en silencio alrededor de la mesa vacía, como espectros, a sorber un poco de agua con azúcar bajo la luz del farol mísero. Ya no nos dividíamos en bandos: todos queríamos ser americanos.
Conversación con el artista Jairo Alfonso durante la inauguración de la exposición «Useless: Machines for Dreaming, Thinking, and Seeing«, curada por Gerardo Mosquera y abierta al público en el Bronx Museum of the Arts desde el 27 de marzo al 1 de septiembre de 2019, donde se exhibe su obra «TELEFUNKEN 584827».


En Sopa de Cabilla, Margaret Miller y Noel Smith conversan con Los Carpinteros (Alexandre Arrechea, Marco Castillo and Dagoberto Rodríguez):
(…)
MM: ‘Los Carpinteros’ comenzaron a trabajar en conjunto a principio de los noventa. Cuéntenme sus impresiones de aquel momento. Descríbanme la atmósfera socio-económica a la cual ustedes respondieron como artistas.
AA: Bueno, para empezar, éramos estudiantes, y cuando uno es estudiante lo que piensa sobre el mundo fuera de la escuela es que uno no está preparado para él. Uno todavía está tratando de llegar a ser alguien en el futuro. Pero un día nos dimos cuenta de que había un espacio para nosotros, y que teníamos que prepararnos para ocupar el centro mismo de aquel escenario. Esto sucedió a finales de los ochenta, cuando muchos plásticos cubanos estaban abandonando el país. Me refiero a la crema y nata de los artistas jóvenes de Cuba. Hubo un éxodo fuerte de artistas, y ello dejó un vacío que había que llenar. La situación económica también era terrible. En aquel momento las cosas estaban peor que hoy, y eso dificultaba la creación, porque se necesitaban materiales. Como nosotros no teníamos con qué comprar materiales caros, desarrollamos una estrategia. Era más fácil conseguir madera en el campo, y allá fuimos, al campo, a cortar árboles. No es que siempre nos fue bien cortando árboles. Era de noche cuando cortamos el primer árbol, a la orilla de un río que se había desbordado. El río se llevó un hermoso cedro que nos había llevado dos días cortar. No sabíamos cortar árboles. Se puede decir que esos comienzos fueron primitivos; hasta cierto punto, casi como en la prehistoria. (Hay risas) Uno corta los árboles, fabrica cosas, y luego las vende.
MC: Nos fuimos al campo, pero también nos metimos en unas casas que estaban desocupadas. El Instituto Superior de Arte está localizado en una de las áreas más opulentas de Cuba, algo así como Beverly Hills. Para la época en que éramos estudiantes del ISA nadie vivía en aquellas casas, así que nosotros las invadimos. Sabíamos bien que lo que hacíamos era ilegal… pero, no teníamos ninguna otra alternativa disponible. Y además, no éramos los únicos: otra gente en el barrio hacía lo mismo.
DR: Reciclábamos las maderas y los decorados de las casas.
MM: ¿De qué manera tanto la atmósfera del momento como el hecho de tener que resolver la búsqueda de materiales, han moldeado la agudeza y el enfoque hacia lo conceptual que les caracteriza?
AA: En algún momento el trasiego con las casas se convirtió en la fuente abastecedora de nuestro trabajo futuro, porque fue como consecuencia de ello que comenzamos a trabajar con el tema de la arquitectura.
DR: Alex se refiere a un elemento que siempre está presente en nuestra obra: la reflexión sobre los espacios. El haber trabajado con materiales provenientes de aquellas casas… ése fue el principio. Fue como cuando el cazador viste la propia piel de su presa.
MC: Nosotros comenzamos a trabajar juntos justo cuando los rusos se fueron de Cuba y la estética era completamente diferente. Se pusieron de moda muebles más racionales, de corte más como en Europa del Este. Lo que quiero decir es que los materiales eran muy baratos y muy prácticos. Claro que esto tenía más que ver con desarrollo social que con el lujo, y nosotros venimos de áreas muy pero que muy pobres. No sólo eran pobres nuestras familias, sino también los sitios donde fuimos creciendo. Yo nunca había puesto un pie en casa de gente rica hasta que nos metimos en aquellas casas vacías en La Habana. Yo nunca había entrado en una mansión. Fue impresionante y muy “enriquecedor”.
AA: A nosotros nos fascinó. En algún momento tratamos de imitar algunas de las formas que encontramos en aquellas casas, y hasta tratamos de competir con ellas. ¿Cuáles eran mejor, las originales o las nuestras? Si ellos lo habían logrado, por que no nosotros?
Noel Smith (NS): ¿Pueden describir algunos de los elementos que tomaron de esas casas, y otro tanto sobre las obras que crearon como ejercicio retador y transformador de las mismas?
AA: Para nuestra primera exposición importante – Interior habanero – tomamos lo que quedaba de aquellas casas: historia, materiales y riesgo. (El riesgo lo puso la policía, que siempre patrullaba el área para impedir que las residencias fueran saqueadas). El proyecto comprendía cinco inmensos “muebles” que fungían como marcos de cuadros. Cada uno de ellos era una reflexión de la dicotomía “presente-pasado” en que estábamos viviendo en ese momento. El tema de los cuadros éramos nosotros mismos, como protagonistas o como aventureros.
DR: La escuela de arte la fabricaron en un antiguo campo de golf con un hotel que tenía una decoración estilo victoriano. Por esa época hicimos una obra titulada Quemando árboles; era una estufa para el invierno, algo que en este país es completamente anacrónico. En el hotel había una de mármol, nosotros hicimos otra de madera que estaba ricamente decorada. En el área donde va el fuego había un cuadro donde aparecíamos desnudos bailando delante de una gran hoguera…
MC: Habana Country Club era otra de esas piezas. Es un cuadro de gran escala pintado con una técnica que recordaba los cuadros coloniales (los preferidos de aquella clase social). Tenía también un marco robusto de cedro y caoba que tenía una inscripción que decía “Habana Country Club.” El cuadro describía una escena en la que estamos nosotros, estudiantes tratando de jugar golf en los nuevos campos floridos de las escuelas de arte.
DR: También encontramos un nexo político con una cierta obsesión con pinturas ricas pero picúas.
NS: ¿Que quieren decir con eso de “nexo politico”?
DR: La preocupación por el pasado es casi siempre algo político.
MC: Hemos crecido con el pensamiento del presente versus pasado. Las conquistas del presente contra los desastres del pasado. Nos atrevimos a excavar un poco más. Nos metimos en una investigación que por su naturaleza tenía un halo político, pero realmente estábamos más interesados en los hábitos y los objetos de aquella sociedad. Nos sentíamos como antropólogos de la antigua burguesía cubana.
MM: ¿Puede decirse que, al menos a un nivel, hicieron una regresión?
DR: Una regresión, pero sólo en términos de lenguaje… Nosotros encontramos muy atractivo el hecho de poder manipular con nuestras obras los gustos y las obsesiones de toda esa gente relacionada con el ‘Country Club style of life’ porque, así como ellos lo habían logrado, nosotros estábamos buscando nuestra propia ‘sombra en el muro’.
AA: Eso es lo que estábamos haciendo, en realidad. Queríamos presentarle al público lo que considerábamos parte de la historia reciente del país, vista a través del filtro de nuestra propia visión.
DR: No sólo estábamos reciclando madera. Estábamos reciclando todo un concepto del pasado que existe en Cuba.
MM: Vuestro trabajo era ostensiblemente conservador, pero también subversivo sin llegar al cinismo. ¿Es ese humor tan agudo una estrategia dada por cierta timidez en ustedes?
AA: Todo estaba destartalado. Había una desmoronamiento general. La gente usaba todo lo que tenía a mano, y también se puso a vender cosas en la calle. Mientras los demás se deshacían de las cosas, nosotros tratábamos de conservarlas, de recrearlas, haciendo a la vez una reflexión crítica del proceso. Esto se convirtió en algo muy cómico y a la vez ridículo. Quiero también resaltar que después que exhibimos Interior Habanero, hubo mucha gente interesadísima en comprar la obra, excepto que los interesados eran coleccionistas de Miami, donde residen muchos exilados ricos que se establecieron allí luego de abandonar sus residencias en los años sesenta. Cuando formulamos nuestro proyecto para la tesis de grado aprovechamos esa coyuntura. Escribimos una carta falsa de un supuesto coleccionista de Miami, que nos escribía de lo mucho que le gustaba nuestro trabajo y de su deseo de comprarlo. Todo el mundo se creyó que la carta era verdadera, y Art Nexus publicó una nota de prensa que decía que un coleccionista de Miami había comprado toda nuestra obra. Era falso.
(…)
NS: ¿Quiénes de los artistas o teóricos que estudiaron y leyeron en el ISA han sido inspiración para ustedes?
DR: Nosotros nos consideramos muy buenos lectores de ese tipo de publicaciones como Mecánica Popular, que fue una publicación muy común en Cuba en los cincuenta, donde tú podías hacer de todo lo que se te ocurriera. También el programa de la universidad incluía el estudio de autores que hicieron su trabajo muy relacionado con la critica del arte: Eco, Roland Barthes, Foucault, toda estos autores nos dieron claridad a la hora de explicarnos nuestro trabajo desde un punto de vista sociológico – de hecho, ésta era una pregunta típica cuando éramos estudiantes – y todas estas lecturas han continuado hasta el presente. Nos ha interesado siempre el conceptualismo, el minimal art, tanto como la pintura rusa del siglo 19 y los muebles de estilo.
MM: ¿Hasta qué punto, como artistas aún en proceso de maduración, conocían ustedes lo que acontecía en el mundo del arte, en Estados Unidos, en Europa, América Latina, Asia, y hasta en África? ¿Se veían a sí mismos como artistas en un contexto global, o esa percepción cuajó más tarde cuando comenzaron a viajar al exterior?
AA: Fíjate, ése es un punto interesante. La primera vez que viajamos al exterior fue en diciembre de 1994. En aquel entonces fuimos a España (Nota de la Editora: Santa Cruz de Mudela, en Valdepeñas, a unos 100 km al sureste de Madrid). Fuimos invitados a realizar una residencia allí. Cuando llegamos no sabíamos qué hacer.
DR: Me acuerdo del momento en que abrieron las puertas del avión. Salimos a aquel aire congelado, y fue como si se hubiera abierto la puerta de un refrigerador. Fue algo así como “¡Coñóoo!”
MC: Y estamos hablando de las cosas prácticas, vaya: cómo descargar un inodoro, cómo usar una ducha, estábamos estupefactos ante las cosas más elementales, como si hubiéramos llegado del Medievo. Pero en lo concerniente al arte contemporáneo, nosotros tres, y muchos otros artistas cubanos, sabíamos que estábamos bien ubicados, porque nuestros estudios sobre historia del arte fueron realmente muy intensos, muy serios. Sabíamos lo que se estaba realizando en el exterior, ya que muchos de nuestros profesores viajaban bastante, y regresaban con montones de materiales, libros y catálogos, al igual que hacemos nosotros ahora cada vez que regresamos a La Habana. Sabíamos lo que estaba pasando con el arte en Europa, en Estados Unidos, y lo que los artistas contemporáneos en América Latina y África estaban haciendo. Verdaderamente estábamos al día de toda esa información.
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h/t: Incubadora
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En Letras Libres, entrevista con Marco Antonio Castillo y Dagoberto Rodríguez. Consultar parte I y parte II:
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Folklórico ingenio cubano
En las obras de Los Carpinteros, el folklore brilla por su ausencia. Ellos prefieren poner el foco en los procesos creativos, en cómo puede haber ideología en la manera en que se construye o diseña un objeto. “Hay una generación cubana que le ha dedicado al folklore una atención marcada: Manuel Mendive, José Bedia, Rubén Torres Llorca… Nosotros somos de una generación que vino después: por un lado había esa tendencia muy folklorista y por otro lado había una tendencia muy política. Nosotros tratamos de meter nuestro surco ni por un lado ni por el otro. Nuestro trabajo tiene un aspecto de folklore, lo que pasa que no es tan obvio como hacer algo con un coco y una palmera”, dice Marco. Ese folklore nacido de la austeridad también los convirtió en lo que son hoy en día.
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La locura resignificadora
Una constante en la obra de Los Carpinteros es la resignificación del sentido de los objetos cotidianos mediante la transformación de sus elementos constitutivos. En el mundo real, dice Marco, “cada objeto que convive con nosotros está cargado de ideología, de significados que van mucho más allá de la utilidad: los objetos son parlantes”. Entonces, ¿por qué esa pasión por reconvertir el significado de los objetos cotidianos? Ellos mismos, como artistas que son, no lo tienen del todo claro.
“¿Cuál es el origen de la locura ésta? Podríamos intentar hacer alguna otra cosa, ¿pero por qué hacemos esto siempre? Creo que es una manera de ver el arte, de entender la cultura: a través del testimonio de los objetos cotidianos. Por eso es que nos fascinan tanto”, dice Dago.
“Y de entender al ser humano”, dice Marco.
“Aunque la figura del ser humano nunca ha aparecido en las obras de nosotros, sólo el rastro que deja en sus confecciones”, dice Dago.
“Al pájaro se le conoce por la cagada… Por la mierda que va dejando ya sabes qué pájaro es…”, dice Marco (risas)
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Pasado y presente
En los comienzos de su carrera, Los Carpinteros recorrían mansiones antiguas de La Habana tomando material para sus obras, y eso les permitió asomarse al pasado de la ciudad, y reflexionar sobre la relación entre el pasado y el presente.
Trasladando este proceso a La Habana de hoy, quizás se podría establecer un diálogo artístico entre La Habana de la iconografía de la revolución y La Habana actual, con los nuevos ricos que se están subiendo al negocio de loschavitos (pesos convertibles al dólar).
“Va a llegar ese momento de nostalgia de aquella vida idealista, social y de optimismo colectivo que ya desapareció”, dice Marco, que colecciona objetos de la época de su niñez: “Un poco para agarrarme a esa memoria”. Memoria de una fantasía ideal financiada por el bloque socialista del Este.
“Creo que todos los que conocimos el periodo de oro del socialismo lo extrañamos de alguna manera”, dice Dago. “En Cuba vivíamos en una fantasía total… Las noticias, las fábricas que se empezaron a hacer, las cosas que decían los políticos… Era surrealista lo que se vivió en los 70 y en los 80. Era una locura, aquello. Una locura que se quedó frita en 1989. Se quedó paralizado. Y es lo que tú ves ahora”.
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Supongo que gran parte del diálogo cotidiano de ustedes, cuando están trabajando, es de índole técnico, ¿en qué momento dejan entrar a la teoría?
Dagoberto: Nosotros estamos hablando de qué tipo de rojo llevan esos legos, y ya estamos hablando de teoría. No todos los rojos son iguales. Y así con todos los objetos: cada decisión física, en el arte, implica un cambio de lectura conceptual o ideológica. Y entonces, a lo mejor, una conversación muy técnica entre nosotros, no lo es tanto. Aquí hay un tráfico de significados, y tienes que saber qué significa cada objeto para ti, en tu subconsciente. Eso es como una operación de psicoanálisis en la que estamos traficando con imágenes, poniéndolas más grandes, más chicas, expandiéndolas, poniéndolas junto a otra cosa, combinándolas… y es así como va saliendo. Los diálogos técnicos no son tan inocentes.
La serie Pintura Robada (2008-) del artista cubano Pavel Acosta está inspirada en el entorno material cubano y, en particular, el deterioro visible de la arquitectura doméstica y urbana. Para realizar sus piezas, Acosta empleaba la pintura que se levanta de las paredes, puertas, sillas, carros y otros objetos de la ciudad. Reciclando y recodificándola, obtiene un resultado que visualmente se parece mucho a la Cuba posrevolucionaria, un testimonio del deterioro de la materialidad urbana.
En 1998, la galería de la Biblioteca Pública Rubén Martínez Villena, en la Habana Vieja, presentó la exposición De la jaba al shopping bag. Sobre ella, dice la revista Opus Habana:
(…) A un grupo de diseñadores cubanos les motivó la idea y se enrolaron en el proyecto «De la jaba al shopping bag», presentado en la Galería de la Biblioteca Pública Rubén Martínez Villena, como parte de las actividades del II Salón de Arte Contemporáneo, en noviembre de 1998.
En el aspecto técnico, el soporte abrió su diapasón entre dos extremos opuestos: metal y papel; las dimensiones variaron desde propuestas gigantescas hasta otras pequeñas, más cercanas a la lógica común. Las formas: flexibles, rígidas, insospechadas.
El carácter funcional, en este caso, no se limitó a la capacidad de contener –endémica de las jabas, los bolsos– sino que explotó las posibilidades comunicativas del diseño: el anuncio, la propaganda. El concepto de la exposición abarcó el puente que existe de la jaba al shopping bag, de la esencia a la periferia, de lo asimilado a lo autóctono, de lo convencional al gesto violento de la osadía.
Fiesta de lujo del diseño cubano. Belleza, utilidad y utopía se tomaron las manos en la muestra para sacralizar, burlar, asumir o negar esa costumbre tan humana de envolver. Sabia noción: guardar, almacenar, empaquetar… en fin, poner a salvo los objetos, los elementos tangibles de la vida.En Opus Habana vol III no. 1 (1999)
Adolfo V. Nodal y Kadir Lopez reviven el neón republicano en La Habana post-socialista.
Ver el video de la instalación de los lumínicos en Kickstarter y, en Los Angeles Times: L.A. helps Havana’s vintage neon signs glow again: ‘It marks a new era, a return of the light, of hope’.

«Confidencial, autores firmantes». Obra de Coco Fusco en colaboración con Lillian Guerra expuesta en la galería Alexander Gray Associates, en Nueva York. 2016.
Este sábado, a las cinco de la tarde, la artista Coco Fusco clausuró su exposición homónima en la galería de Chelsea Alexander Gray Associates. En el website de la galería aparece publicada una entrevista que la artista hiciera a la historiadora Lillian Guerra a propósito de la obra «Confidencial, Autores Firmantes,» en la que ambas colaboraron. De ahí he extraído este fragmento:
Coco Fusco: Artists have many reasons to be interested in documents and have many ways to work with them. Some create fictitious documents to elaborate on the relationship between representation and history or the relation between visuality and truth. Others hone in on the deadpan and fact-laden formal quality of documents to embrace an approach to art making that eschews embellishment or decoration. And some artists are principally interested in documents as a means of making historical information that has been ignored or suppressed visible, as was noted by art historian Hal Foster in his essay, An Archival Impulse.
Your work as a historian is deeply involved with documents of many kinds, from government records to personal ephemera to films and literature. Can you talk about how your approach to working with documents differs from that of an artist? And how does your approach change in relation to the nature of the documents that you deal with?
Lillian Guerra: One story—regardless of its source—is never representative of
the multiple dimensions of any lived reality. As a historian who has spent a lot of
time listening to old and young Cubans as well as folks like myself who were born elsewhere (i.e. “eternally aspiring Cubans”), I have often best understood a period, political culture, or simply a point of view through humor. Humor is perhaps one of the best examples of how human expressions of an individual experience or a shared, collective interpretation of a reality can be disseminated, conserved but also—within just a generation or a period of time—lost. Keeping lists of jokes, taking oral histories on everything that might occur to the interview subject regardless of my own agenda puts archival documents and other primary sources such as the press and movies or plays into conversation with each other. More importantly, that conversational process includes us, the historian/interpreter observers: it makes us part of the past and the past a part of us. That is what I consider essential to the crafting of historical texts.I also consider the gathering, deciphering and reproduction of such “documents” critical to the creation of art, whatever its form and whatever the intention of the artist. When art is meaningful to those to whom it is directed (and Cuban art has traditionally been about explaining “us” Cubans), it speaks to our knowledge, our desire for greater knowledge, and our soul in a language we understand, a sign language to be precise.
CF: I consider your book Visions of Power to be the most detailed and trenchant account of the political struggles and projects of the first decade of the Cuban Revolution. What was the most challenging aspect in relation to the documentation of that history, which is so contested?
LG: Frankly, the greatest challenge was not gathering the sources. It was the absolute and total disbelief on the part of my friends, family and fellow intellectuals that I would actually write about them in the way that I did. I don’t consider my interpretations particularly original: in hundreds of conversations since I started going to and living in Cuba in 1996, I learned about the way in which the revolutionary state made citizens complicit in processes that did not benefit them. For example, the elimination of the independent press, a process effectively carried out by militias categorically characterized as “el pueblo uniformado” by the state, just as the army had been. Neither armed force represented the people. They represented the desire on the
part of leaders to use force to intimidate, convince, empower citizens and thereby make citizens feel they were responsible for its uses. This process was fueled by
the euphoria that accompanied the dream of radical and just change in 1959. Later,
it was policed and enforced with the creation of watch-dog groups like the block-by-block Committees for the Defense of the Revolution. Originally supposed to have been a temporary measure meant to block the United States from backing successful counterrevolution within the island, the CDRs became permanent soon after the triumph of Cuba against the CIA‐trained invaders at the Bay of Pigs/Playa Girón in 1961. Membership became a requirement of revolutionary citizenship in 1968. In short, Fidel had prophesied in the early 1960s that one day there would be no need for a state intelligence service that mimicked those of the past because citizens would all be voluntary intelligence agents, willing even to rat on themselves. By the late 1960s through the 1980s, that was true yet complicity, compliance, culpability of the citizenry in its own repression was managed, encouraged, expected by every agency of the state and the saturation of public spaces and discourse by the state. By 1975 when the new Communist Constitution eliminated autonomous civil society and mandated unanimous votes on the part of all representative bodies of the state such as the National Assembly, there were only two ways to be: either an obedient revolutionary committed to “unanimity” or a traitor. The paradox that clearly distinguished obedience and unanimity from the values of any logical idea of revolution was not addressed; it was ignored. Citizens were asked to blind themselves to the limits of their liberation and the prevalence of oppression; they were asked to justify both whenever challenged, especially by a foreigner. I wanted to explain the origins of this paradox and this blindness, define their meaning to the hegemony of the Cuban state and reveal the painful betrayal of the dream that the majority of Cubans had for their country in 1959.CF: Obtaining access to government records in Cuba is not as straightforward a process as it is in many other countries. What restrictions are openly acknowledged? What restrictions only become apparent upon entering the libraries and archives?
LG: One must have a research visa approved and supported by a government institution specifically charged with one’s disciplinary field. For me, that is history. The best way to do historical research in Cuba is do it as one would in any other country
of Latin America—or so my non-Cubanist doctoral advisors believed. That is, to be there for a very long stretch of time, so long that bibliographers, neighbors, fellow historians and the local fruit peddler will come to trust you. Personal archives can be gold minds when they become available as are intimate, oral history interviews that last hours. However these are not only rare but need the bulwark of traditional written sources to they can be fully comprehended. The Cuban revolutionary state produced, for instance, dozens and dozens of magazines that have hardly if ever been used to access the citizens’ experience or even how policies of the state were justified and explained. Examples include Muchachas, Cuba’s equivalent of Teen Magazine in the 1980s, Cuba Internacional for the “Soviet era” of the 1970s and Granma Campesina. This latter publication was a version of Granma, the Communist Party organ specifically published for peasants from 1964–1983 during the height of small farmers’ resistance to Communist economic controls and the criminalization of an autonomous market). In addition, many officials’ speeches were no longer transcribed and published in unedited form in the government daily, Revolución (1959–1965) and Granma (1965–present). For this reason, magazines aimed and distributed specifically for militants of the Communist Party are extremely important: they said what could not have been said publicly and included many statistical and other survey data never released publicly. There was also no “hiding” or attempt to gloss the government’s commitment to surveillance and the use of informants in the official magazines of the CDRs like Con la Guardia en Alto and Vigilancia. Here the true and honest face of official endorsement of repressive tactics comes through in articles with titles such as “Un Millón de Tapabocas [A Million Mouth-Shutters].” For my work, I mesh as many of these kinds of sources together with the rare archival variety and the rich, deep memories that many Cubans have of particular moments, speeches, policies, fashions, attitudes. Ultimately, I find those memories are not only accurate but they prove so important to a process or period I am researching that, without even trying, I find references to them in my published or archival sources: the “proof” of their centrality, accuracy and meaning, for a conventionalist. The stakes in Cuba have always been very high for forgetting and most citizens know this, especially those over the age of 35. It was only in 2001 that Cuba’s National Assembly finally passed the first law authorizing the need for the conservation and declassification of government archives since 1959. Before that point, much (possibly most) post-1959 ministries’ documentation went straight to “material prima” [recycling] every five years. If it was valuable to national security, it became what professional librarians call a “dark archive”, hidden from researchers or simply unknown, unprocessed and unused. Cuba is and has been a national security state for far longer than that term has existed in this country. Consequently, if those dark archives were ever to open, one can only imagine the history inside! Every historian I know, both on and off the island, is dreaming of that day; and of being the first in line.Fields like anthropology were entirely eliminated in Cuba in the late 1960s and
1970s when anthropological researchers whose work was supported by Fidel Castro succeeded far too well in documenting the everyday forms of dissent and dissidence that no Cuban official was willing to acknowledge. In specific terms, one can date
the turning point in the state’s view of anthropology and its methods as detrimental
to national security to 1971: in that year, a scandal erupted after the Cuban Ministry
of the Interior declared Oscar and Ruth Lewis’ Cuba project interviewing average citizens the work of the “CIA”. This was not only a false but utterly absurd claim meant to justify domestic repression of social science methods that might make public all the state needed to deny in its search for and surveillance of the goal of “unanimity” behind its policies among citizens. Critique, particularly informed critique, and access to information about how other Cubans think and feel without state mediation or intervention in the voicing of those opinions have always been the greatest threat to the stability of the Communist Party’s monopoly on power.For all of these reasons, the political culture and state policies have combined to make researching very difficult. Knowing that an archive exists, that it supposedly renders its contents to researchers, having a research visa and then having a letter of introduction to the archive’s staff does not necessarily make any difference: you may not get to see anything in the end. However, persistence counts as does the human building of trust between researcher and purveyors of archival, library and other such sources. In the end, I am an idealist. Many people may want to deny the past but when injustices have been committed and either impunity or indignity reign, the dead are never truly dead and they are always looking for someone to bring that forgotten past back into life.
CF: The Padilla Case has long been an obsession among Latin American intellectuals. I was drawn to the story of the poet’s “confession” because of the mysteries around the documents pertaining to the case. There was a mad attempt by the Cuban government to film, transcribe and photograph Padilla confessing so as to “prove” that he chose to do so. It seems that the state first sought to produce a political drama for a foreign audience but then pulled the production from circulation. What do you think was going on with all that document production?
LG: In the late 1960s through the 1970s Fidel Castro and his ministers maintained consistently that in Cuba there was neither a need for official censorship nor secret government censors along the lines of the Batista dictatorship and any other right‐wing dictatorship so common to Latin America before and during the Cold War. Instead, as Castro and others repeatedly said, Cubans “self-censor” because they want to “protect” the Revolution from internal doubts and creeping fissures in citizens’ commitment. According to Raúl Castro, Fidel Castro and the entire pedagogical infrastructure of the Communist state during and after the late 1960s, it would be through such weak points that imperialist propaganda would do the dirty work of undermining the Revolution from within. Starting in 1968 through 1984, doubts in the legitimacy of Communism or the policies of Communist rule expressed themselves through an array of rebellion. These included styles of dress, individual critiques of policy, homosexuality, interest in foreign music, “selfish” material discontent with rationing, resistance to unremunerated “volunteer labor”, and expressions of racial consciousness that defied the state’s claim of having defeated racism. Understood as forms of counterrevolution, these attitudes and behaviors were termed “ideological diversionism” by Raúl Castro in 1968 and persecuted accordingly through purges led by the Communist Youth at academic institutions, neighborhood courts and sanctions that relied primarily on forced labor as a means of “re‐education”. One’s political compliance with party dictates, officially approved discourse and volunteer labor demands also determined the distribution of rewards such as advancement at the university, the right to purchase luxury items such as home appliances and promotion at the workplace. For this reason, when Padilla’s arrest hit the world news, the state carried out massive damage control by attempting to refute the accusations of hypocrisy and outrage to which so many leading intellectuals of the world subjected it. Until then, in fact, the majority of those who protested–including Gabriel García Márquez and Susan Sontag–had been “incondicionales del sistema”, willing to justify and gloss over its abuses as “excesses” and “errors” rather than the violations of human rights that they really were. Calling a spade a spade in Cuba then—and, to a certain degree, now—put one in the position that the Cuban state and the United States government both created simultaneously during the Cold War: political bi- polarity, either you are with us or against us. If you criticized the Cuban state for violating human rights or for ruling through repressive means rather claiming its rule as a genuine expression of the will of the Cuban people, you were likely to be accused of being a defender of Latin American dictators, a pawn of U.S. imperialism, an agent of the CIA or simply confused ideologically. Indeed, it is the experience of most Cubanists like myself that few scholars of Latin America in the United States today feel comfortable criticizing the Cuban Revolution and/or Fidel Castro. They remain sacred because without them, it is as if the historical truths about the US-backed terror-driven regimes of Argentina, Chile, Guatemala, El Salvador and others are somehow diminished. I argue that Cuba’s regime was essentially different than these regimes but it was no less guilty of many of the very kinds of crimes and processes of repression that we have traditionally only associated with the military dictatorships supported by the United States.
CF: How did you unearth the letters related to the Padilla Case?
LG: I found them by accident in the archive of the Ministry of Culture, then housed on the twelfth floor of the Biblioteca Nacional José Martí. How did I get them out of the archive in photographic form? Through the intervention of Saint Jude, of course. The Patron of Impossible Causes.
En Libros del crepúsculo: Alejandro González Méndez y la Re-construcción de la Cuba soviética:
(…) El artista cubano Alejandro González Méndez (La Habana, 1974) ha producido dos series de piezas, «Re-construcción» y «Quinquenio Gris», mostradas a fines de este año por la galería Art Forum Contemporary de la ciudad de Bologna, Italia, que documentan la misma gravitación de la memoria. Le interesan a González Méndez las prensas obsoletas del periódico Granma, las reuniones mecánicas y soporíferas de los núcleos del Partido Comunista de Cuba, que escenifica con despiadada precisión, las grises oficinas de los burócratas de la ideología y la cultura, los aparatosos chaikas soviéticos que utilizaba Fidel Castro, el monumento a Ubre Blanca o la abandonada central nuclear de Juraguá en Cienfuegos.
Si en la primera serie, «Re-construcción», la marca de lo soviético en Cuba se expone como en pasado presente, ya sea como ruina intervenida o como espacio refuncionalizable por el mismo poder político, en la segunda, «Quinquenio Gris», se intenta congelar el ceremonial soviético trasplantado a la isla en eventos específicos de un tiempo flotante. González Méndez escenifica algunos de esos rituales -el Primer Congreso de Educación y Cultura de 1971, la gala del Ballet Nacional de Cuba de Alicia Alonso, con el segundo acto del Lago de los Cisnes en la apertura del Parque Lenin en 1972, la cumbre del CAME en Tarará en 1973, la fundación de la Escuela Lenin por Leonid Brezhnev en 1974, el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba en 1975- con soldaditos de plomo perfectamente colocados dentro de una maqueta.
Continuar leyendo en Libros del crepúsculo.
Ángeles de la Torre y Lucía Cintas sobre la obra de Gertrudis Rivalta:
¿Qué ha estado buscando Cuquita-Gertrudis? ¿Qué busca? Y nos lo dice:
La medida de uno mismo.
Y para mayor evidencia sitúa en unos teatrillos de papel,frágil como el mundo de lo ilusorio, la figura que se manipula fácilmente y con la que se juega sin que,desde esa perspectiva cartesiana,pueda ella intervenir para nada (Cuquita). Como consecuencia de esa visión separada del todo a causa del yo, ilusorio y permanente, Cuquita vive mirando hacia fuera y se mide y se compara. Con todo. Con todos. Y se busca,busca su yo identitario permanente en todo y en todos. Y sufre y se pierde.Y Gertrudis mide a Cuquita con todo.Y en eso radica su ilusoria búsqueda.
Y Cuquita no «ve»: sus ojos están tapados. Y no puede hacer nada: sus manos están a la espalda. Aunque sean múltiples dedos en aparentes múltiples manos, que son la misma, que son una. Cuquita escucha las voces y los ecos y surge Matriuska,otra ilusión con otro color que tampoco le puede dar la medida porque es un reflejo equivocado, y por lo tanto no le puede ayudar. La solución para Cuquita-Gertrudis es adentrarse, ensimismarse.Investigar hasta descubrir cuál es la razón,la causa que le lleva a medirse. Siempre en el gran teatro de la vida. En el laberinto de la vida.Tratando de alcanzar un yo permanente que le dé seguridad,que elimine los automáticos e involuntarios miedos. Al final del recorrido,del paso por todos los escenarios de todos los teatros, de todas las vueltas y revueltas se ha des-ilusionado y ha encontrado lo que cada uno debe encontrar. Y no lo define, pero…
Ver un dossier sobre la obra de Gertrudis Rivalta.
La guayabera, prenda cubana por atribución más que por origen, ha sido la gran protagonista (junto al uniforme de campaña), de la moda del siglo veinte cubano, pues aunque se diga que ya desde el dieciocho se utilizaba en el país esta camisa holgada de amplios bolsillos «para llevar guayabas,» es en el siglo veinte cuando su uso se desborda, ramifica, y extiende a facetas tan dispares como el traje de andar, la ropa de salir, o el uniforme de los dependientes de gastronomía; a consumidores tan diversos como los hombres, las mujeres y los niños; y a órdenes políticos tan contrapuestos como la república liberal y el socialismo de estado.
El artista Maldito Menéndez ha convertido este símbolo de cubanidad en un discurso de denuncia. Maldito había anunciado que viajaría a Cuba para asistir a la sexta edición del Festival Internacional de Videoarte de Camagüey, FIVAC, en el que concursaba con una de sus obras. Para ello necesitaba, como todos los ciudadanos cubanos por nacimiento que abandonaron el país después del 1 de enero de 1971, un pasaporte cubano vigente y «habilitado.» Al realizar el trámite de renovación del pasaporte, que cada dos años los ciudadanos cubanos que deseen viajar a Cuba deben hacer (abonando para ello el importe correspondiente, que no es poco), el consulado cubano canceló la «habilitación» del pasaporte de Maldito, privándolo de la posibilidad de entrar a su país.
Maldito Menéndez decidió, no obstante, viajar a Cuba, donde lo esperaban su madre y su hermano menor, el 31 de marzo. Según cuenta en su blog Castor Jabao, al aterrizar en La Habana no le fue permitido abandonar el avión de Air Europa donde viajaba, siendo interceptado a bordo por oficiales cubanos: «Los oficiales que hablaron conmigo eran dos y vestían de uniforme verde oscuro con una estrella blanca en el cuello de la camisa, pero se negaron a identificarse. Me informaron . . . que no podía entrar al país sin el DIE o permiso de entrada. Les expliqué que me esperaban en el Festival internacional de videoarte de Camaguey FIVAC. Les pregunté por qué y quién había ordenado anular mi DIE después que regresé a España de mi último viaje a La Habana, en diciembre de 2013. Les pregunté por qué un cubano sin antecedentes penales, un artista e intelectual, no puede caminar por su propia tierra.»
Habiéndosele negado la entrada a su país natal, Maldito apareció en las redes sociales vistiendo un traje que tiene algo de guayabera y algo de túnica islámica, y que él denominó guayatola. Con ella quiere denunciar la ausencia de libertad de expresión en su país natal, que abandonó en 1991 por el mismo motivo. Maldito «diseñó y mandó a confeccionar la Guayatola para estrenarla el día de la inauguración de la Bienal de La Habana 2015 (Maldito le llama la Vía anal de La Vana), pero como no le dejan entrar a la isla, la llevará puesta en sus próximas apariciones y gestiones públicas, cuál novia plantada a lo Kill Bill (sediento de respuestas).»
No es la primera vez que la política y la moda se entrelazan en la historia cubana para enfrentar el poder y la censura. A finales del siglo diecinueve, las mujeres criollas asistieron al teatro Villanueva vistiendo cintas rojas, azules y blancas y llevando el pelo suelto, en protesta contra el colonialismo español. Más recientemente, las esposas e hijas de los prisioneros políticos encarcelados durante la Primavera Negra de 2003 salieron a las calles a protestar vestidas de blanco y sosteniendo un gladiolo del mismo color en símbolo de paz, dando origen al movimiento de las Damas de Blanco, símbolo de la oposición política en la isla. El arte de protesta no se ha quedado al margen. El propio Maldito Menéndez ha usado el uniforme verdeolivo en alusión directa al poder político cubano en su arte iconoclasta, lo que también ha hecho la artista Coco Fusco trascendiendo los límites del poder politico cubano.
La guayatola actualiza estos discursos. Es una nueva forma de representar o, si se quiere, darle visibilidad a lo político en la moda. Para entender la relación entre uno y otra, Cuba Material entrevistó a Aldo Menéndez, quien respondió por escrito las siguientes preguntas:
En el año 2010 la guayabera se convirtió en la prenda de reglamento de las ceremonias oficiales cubanas y del cuerpo diplomático de esta nación. Cinco años después, el servicio consular cubano en Madrid te comunica que se te ha retirado la autorización para viajar a tu país. ¿La idea de utilizar la prenda de vestir que representa al estado cubano en tu discurso de protesta contra el atropello que significa el que los ciudadanos cubanos tengan que solicitar una «habilitación» o permiso de entrada para viajar al país donde nacieron y la arbitrariedad que rige el otorgamiento de dicha «habilitación» tiene que ver directamente con la connotación oficialista de la guayabera?
Algunas personas dentro y fuera de Cuba –como Otari Oliva, del espacio independiente de arte Cristo Salvador, en el Vedado, y Carlos A. Aguilera, escritor cubano residente en Praga–, sabían que yo me preparaba para intervenir la Vía anal de La Vana desde el verano del año pasado. Desde entonces tuve varios meses para pensar las obras y reunir los diferentes materiales y elementos que necesitaría para llevarlas a cabo en Cuba. Llevaba tres pares de grilletes o esposas, tres zhaocai mao o gato de la suerte chino, un sentai negro, una bomba (jeje ) de aire, rotuladores, linternas de colores, cámaras, tornillos, un magnético de Abajo Kcho (en la foto, en la nevera), una Guayatola y varias cosas más que aún no puedo decir porque todavía pueden hacerse. Es decir, que no, en un principio la Guayatola no tenía nada que ver directamente con las barbaridades que le hace el régimen a los exiliados, puesto que yo no sabía que no me dejarían entrar al país.
¿En general, puedes hablarme sobre las circunstancias en que surgió la guayatola?
La Guayatola estaba pensada para estrenarla en la Vía anal de La Vana, no en el Festival internacional de videoarte de Camagüey. Mi interés en participar en el FIVAC 2015 no era competir, sino presenciar, verificar uno de esos tantos festivales y eventos internacionales que el régimen celebra en Cuba –financiados con el dinero de los cubanos, pero sin contar con nosotros–, para proyectar ese espejismo de paraíso cultural revolucionario tras el que se esconde la dictadura, y sobre todo, para entrar a la isla con una carta oficial, sin levantar sospechas, casi dos meses antes de la Vía anal. El plan era portarme bien en Camagüey para que los perros se relajaran conmigo. Incluso la selección del video MAO –que tiene cierta carga crítica, pero indirecta, en la justa medida de ambigüedad para que la censura la dejara pasar sin recelos, como de hecho sucedió.
Lo que yo no podía calcular era que tenía una orden de anulación de mi habilitación o permiso de entrada a Cuba desde diciembre del 2013, justo después de mi regreso del último (espero que no) viaje que hice a la isla. Si no hubiera tenido que acudir al consulado para prorrogar mi pasaporte, me habría enterado al llegar al aeropuerto José Martí y ser deportado. Por suerte me enteré antes y pude tomar una decisión y pasar por la experiencia voluntariamente; lo cual es clave para transmutar la humillación en desobediencia y el suplicio de las 20 horas de vuelo en acto de arte.
¿Por qué eliges la guayabera, una prenda de vestir que si bien identifica al gobierno cubano también ha identificado, a lo largo del siglo veinte, a los dependientes de gastronomía durante la década de los 1980s y a muchos cubanos nacionalistas lo mismo en el exilio que en la joven república cubana, en lugar de otros elementos del vestir más asociados con el estado cubano y su carácter represor como el uniforme verdeolivo?
Después de lo sucedido a Tania Bruguera a raíz de su intento de performance en la Plaza de la Revolución, cuando fue detenida tres veces y se le retiró el pasaporte en espera de un juicio sin fecha ni sentido, era preciso hilar muy fino para colar una obra insurrecta en la Vía anal sin acabar igual o peor que ella. Por eso no podía emplear símbolos evidentes como la gorra y la camisa verde olivo que suele utilizar Maldito. Nada de banderas, ropa militar o camisetas subversivas podía llevar en mi maleta. Los grilletes, en cambio, pasan fácilmente por la aduana cubana. Y si no pasan, no hay problema, pues lo importante era entrar la Guayatola, dobladita como una fina e inofensiva guayabera.
¿Cómo burlar la censura cubana e intervenir durante la Vía anal de La Vana sin darle el más mínimo pretexto a las autoridades para que me impidan el paso, me detengan, me quiten el pasaporte y me encarcelen? ¿Cómo decirlo todo sin texto, sin decir ni hacer nada y, al mismo tiempo, de forma que pueda entender o empatizar con alguien de cualquier idioma o cultura?
Yo crecí viendo el programa San Nicolás del Peladero, en el que la guayabera era usada por alcaldes, politiqueros y vividores; personajes todos supuestamente desaparecidos tras el triunfo de la revolución. Ahora la guayabera es la piel de cordero oficial del régimen. No puedo evitar recordar la Rebelión en la Granja, de Orwell, y como se van corrompiendo los mandamientos iniciales hasta convertirse en lo opuesto.
¿El hecho de que tu guayatola parezca una bata de mujer y sea, además, de color blanco alude de algún modo al movimiento de las Damas de Blanco? ¿Por qué no utilizaste los colores de la bandera cubana, o el verdeolivo que identifica a los militares que hoy gobiernan el país, o el rojo con que se representa el socialismo de estado?
La Guayatola simboliza el nacionalismo extremo que en Cuba ocupa el lugar de la fe católica durante la colonia y la república (desde el golpe de Batista no ha existido más la república de Cuba). Es el mismo truco de Hitler, Stalin y Mao, pero en versión caribeña: Estructuras y lenguaje religiosos mezclado con orgullo patriótico desmedido; supersticiones y mitos populares sincretizados a la fuerza con el extremismo cultural.
La Guayatola tiene más bolsillos que la guayabera y le caben más guayabas (que en Cuba también significa mentiras). La Guayatola llega hasta los pies, como una túnica; quizás como la túnica de un fundamentalista o extremista islámico, de un fanático. El blanco que disfraza de pureza y justicia, la corrupción y el crimen.
¿El que hayas diseñado una bata, prenda de vestir que en nuestra cultura se asocia con la mujer, para protestar contra un gobierno que, en muchos casos, ha masculinizado la moda como se observa en el uso del uniforme de trabajo y las botas militares en ceremonias tales como los concursos de belleza, constituye una denuncia de cierta misoginia en el discurso y la práctica del poder cubano?
La guayabera es un símbolo de la cultura nacional cubana que no ha sido canonizada en el rito revolucionario. No es sagrada, como el escudo o la bandera o la imagen de los gobernantes, por tanto es pública. Y si es pública y no es sagrada, ni su quema o mutación está penalizada (aún) por las leyes castristas, yo puedo, como artista cubano, cogerla para mis cosas. La Guayatola, por tanto, simboliza el estado actual de la cultura oficial cubana, que se parece a la cultura cubana, pero es falsa. Un secuestro y suplantación cultural cada vez más evidente. Todo en ella es falso, desde el Consejo Nacional [de las Artes Plásticas] y el Ministerio de Cultura, la UNEAC, el ISA y todos los espacios, eventos e instituciones oficiales, hasta (cómo no) el Festival internacional de videoarte de Camagüey, son montajes, carrozas vacías. La unanimidad es altamente improbable, pero después de más de cinco décadas es un horrible imposible. La Guayatola es el silencio unánime de los artistas cubanos; es su camisa de fuerza. Al vestirme con su silencio y cargar con sus guayabas los pongo en evidencia. Es una prenda concebida para causar vergüenza en los malos y en los sucios y empatía en los buenos. Y sí, también contiene al machismo-leninismo verde olivo (que es el machismo cubano de toda la vida, pero potenciado, ideologizado y redirigido hacia el mandamiento superior de perpetuarse en el poder), bajo el lino blanco.
¿Qué mensaje(s) quieres transmitir con la guayatola?
La Guayatola es Cuba globalizándose o tratando torpemente de sonreír, como aquél dibujo animado cubano de unos cosmopioneros que llegan a un planeta donde hay una especie de dragón o dinosaurio que tenía muy mal carácter y tratan de enseñarle a sonreír, pero al principio solo le salen muecas feas, distorsiones, rictus.
El color blanco y la ropa blanca poseen muchos significados en Cuba, étnicos, religiosos, culturales y políticos, que son similares en muchas partes del mundo. La pureza y su extremo, el fanatismo violento, el terrorismo, es un tema de interés global. Es una pena que por fin la cultura cubana alcanza la universalidad y lo hace ofreciendo al mundo un casi pornográfico –a estas alturas y en Cuba, la otrora perla de las Antillas y supuestamente primer territorio libre de América–, espectáculo de extremismo y barbarie bochornoso, pero también peligroso, pues nadie sabe en lo que pueda transformarse el castrismo en los próximos años.
¿Qué otros planes tienes para la guayatola, además de presentarte con ella en las oficinas consulares cubanas para reclamar tu derecho a regresar a tu país?
Cualquiera puede hacerse una Guayatola y viajar a Cuba con ella o confeccionarla en la isla y usarla libremente, causando vergüenza y risas de complicidad a su paso, sin que puedan decirle nada, al menos legalmente, pues, aunque prohibieran la palabra guayatola, aún podría usarse guayabera extra larga.
¿Pensaste, cuando la diseñaste, en la tradición cubana de desobediencia o protesta a través del vestuario o la moda, como la protagonizada por las mujeres cubanas durante los sucesos del teatro Villanueva en el siglo diecinueve o en la guayabera que, hace un año, la familia Payá Acevedo regalara al Papa Francisco?
Lo más simpático (para no llorar) de la cultura cubana actual es que es tremenda locura. Están todos esos artistas en Cuba fingiendo que no pasa nada, cómo si el hecho de mantener la liturgia fuese a obrar el milagro, aún cuando el templo se está cayendo a pedazos. Se harán estudios y se escribirán ensayos (clínicos?) sobre éstos momentos. De una forma u otra, ya sea mediante actos voluntarios y conscientes o histéricos y enagenados, la cultura cubana jugará el papel de des-cubrir la realidad profunda de Cuba.
Por su connotación nacionalista, la guayabera fue también utilizada por el actual gobierno cubano en épocas tan tempranas como el 26 de julio de 1959, cuando encargó, y subsidió parcialmente, la confección de miles de unidades de esta pieza, que habaneros de la clase media donaron al medio millón de campesinos movilizados para asistir a la Concentración Campesina de La Habana. Asimismo, esta prenda fue la elegida por Fidel Castro para presentarse en su primera aparición pública sin el uniforme verdeolivo en 1994. ¿El que planearas asistir al festival de Camagüey vistiendo la guayatola buscaba una renovación de este símbolo, o se trataba más bien de establecer nuevos lazos entre el exilio y la isla, entre la intelectualidad y el campesinado, entre la oposición y el poder?
La Guayatola simboliza lo que viene después de la revolución: la resaca, la involución, el atraso; el triunfo de lo más conservador y bruto del fenómeno castrista; de los talibanes. Una cultura 100% palmas y cañas, puros y ron, como en el edén perdido de la finca de Angel Castro. Una guayabera atrofiada, con gigantismo o manía de grandeza y chaleco de explosivos debajo, como aquellos cohetes que viajaban de polizones bajo toneladas de blanca azúcar cubana en la bodega de un barco norcoreano. La Guayatola es lo que le de la gana a los cubanos –por una vez–; la página en blanco (y como el papel aguanta, mejor acabo aquí ;) .
Habrá que acompañar a Aldito y presentarnos, aunque sea por una vez, ante un oficial de inmigración, lo mismo en un consulado en el exterior que en el aeropuerto de La Habana, o de cualquier otra ciudad de Cuba, con una larga guayatola blanca (podemos decir, si nos preguntan y si tenemos miedo, que se trata de una copia de un vestido guayabera como el que comprara en Cuba, en los años 1980s, la española Naty Abascal).
Addendum de Aldo Menéndez: Se me olvidó mencionar a Arturo Cuenca, pionero en el uso de la moda para el lenguaje del arte. En los ochenta llevé varios cortes de pelo y algunas prendas loquísimas hechos por él. Los ochenta en Cuba tuvieron un glamour tremendo y la moda era una heramienta de expresión y rebeldía muy importante en el fenómeno cultural de la segunda mitad de esa década. La New Wave y el Punk, los cheos y los pepillos, los frikis y los breakdanceros, etc.
Ver en Castor Jabao Guayatola en el oleaje de tus vuelos.
En Diario de Cuba: Cuando la moda quiere ser arte:
A Leticia le interesa la moda. Nunca quiso ser modelo, diseñadora, ni siquiera fotógrafa, pero disfruta de un diseño atractivo y de enterarse de lo que se lleva o no en el mundo y en La Habana. También es amante de las artes plásticas y escénicas.
Por eso, sacó su entrada para asistir a la pasarela de Trajes extremos que propuso en Bellas Artes la séptima edición de Arte y Moda.
El concepto del espectáculo era muy atractivo: diseñadores que, inspirados en obras de artistas plásticos cubanos, crearon 25 «trajes extremos». Cada traje iría acompañado de una pieza musical que lo distinguiría y vendría a formar parte del significado de la obra.
Ya en el lobby de Bellas Artes, lleno de mujeres entaconadas y con vestidos de noche, Leticia escuchó a uno de los diseñadores hablando con amigos. «La organización es un desastre. Ayer, el día de la inauguración, nos pidieron ayuda para conseguir las luces, porque a esas alturas todavía no estaba lista la pasarela.»
Leticia trató de conseguir un programa, pero solo estaban disponibles para los invitados. No tuvo más remedio que pedir uno al señor que se sentó a su lado. El programa, impreso a todo color y en buen papel, era en realidad un catálogo de los trajes que se presentarían. Leticia no pudo evitar pensar que si no hubiesen sido tan pretenciosos, hubiese alcanzado para darle programa a todo el público. Y pensó que la gente de la moda no puede evitar ser elitista.
Sin embargo, las palabras leídas por la locutora al principio del espectáculo le parecieron un poco lastimeras. Esta pasarela era un esfuerzo para tratar de alejar el concepto que habitualmente se tiene de la moda como algo «frívolo y superfluo». Era como si los creadores estuvieran pidiendo disculpas por dedicarse a la moda en lugar de a las artes plásticas o algo más «elevado».
Otro detalle que le llamó la atención a Leticia fue el interés por poner la cubanía en primer plano. El desfile fue abierto por el himno nacional, interpretado con una trompeta ensordecedora; los primeros vestidos estaban inspirados en la bandera; abundaron los cantos afrocubanos en la banda sonora. Tanta insistencia era para Leticia una manera de legitimar la moda como algo compatible con la nación. «Como si hiciera falta. Ya el hecho de que los diseñadores sean cubanos le da nacionalidad a las creaciones.»
La presunta desorganización no se hizo notar en la pasarela. En el fondo se proyectaban los cuadros que inspiraron los diseños, mientras los modelos bailaban más que desfilar. Unos trajes eran más atrevidos que otros, la música seleccionada se ajustaba más al diseño de vestuario en algunas ocasiones que en otras. Pero eso se debe más al concepto de cada artista que a la organización, supuso.
Vio danzar sobre la pasarela los más llamativos atuendos. Un traje de aspecto robótico; una armazón con corazoncitos colgando, un vestido con manzanas verdaderas dentro de la falda; vestidos plateados con enormes cuernos rojos o negros; un sombrero en forma de caballito de mar; un traje negro que parecía de samurai, un tocado de varillas con flores.
El público a su alrededor aplaudió mucho un traje de diseño geométrico cuyo sombrero se transformaba, de un panel que no dejaba ver la cara de la modelo en un atrevido tocado que la liberaba. A Leticia también le gustó, pero el que más le llamó la atención fue un vestido confeccionado con material plástico de embalaje, que por el frente conservaba la leyenda «Frágil», y por la espalda «Made in». Las mangas y el sombrero eran lámparas japonesas y los zapatos, también de inspiración japonesa, eran de tiras blancas y plástico transparente.
Leticia quedó satisfecha con el espectáculo. «Fue hermoso. Además, se ve que no faltan diseñadores con talento en Cuba. Solo me gustaría que dejaran de tratar de justificarse. Lo que la gente ve como frívolo es la moda que se viste, la utilitaria, y esa idea ya es cuestionable. Estar satisfecho con la imagen de uno no tendría que ser considerado superficial. Imagínate tú estos vestidos… A nadie se le ocurriría salir así a la calle. No fueron pensados para eso, desde su concepción fueron piezas artísticas. Ni siquiera hay que tomar como pretexto la obra de un pintor para ‘acercar la moda al arte’. La moda puede ser arte en sí misma. El buen diseñador es un artista, aunque no exponga en el Museo Nacional.»
El proyecto Material World (1994) es a su manera un archivo sobre la materialidad del espacio doméstico. Documenta las posesiones materiales de cinco familias en diferentes países alrededor del mundo, reuniendo en una fotografía, tomada en el exterior de la vivienda, personas y pertenencias. Para ello, los fotógrafos que participaron en el proyecto debían convivir con cada una de las familias fotografiadas por una semana.
La familia Costa, de La Habana, Cuba, fue una de las escogidas por el fotógrafo Peter Menzel.
El libro Material World: A Global Family Portrait, explica:
In an unprecedented effort, sixteen of the world’s foremost photographers traveled to thirty nations around the globe to live for a week with families that were statistically average for that nation. At the end of each visit, photographer and family collaborated on a remarkable portrait of the family members outside their home, surrounded by all of their possessions—a few jars and jugs for some, an explosion of electronic gadgetry for others. Vividly portraying the look and feel of the human condition everywhere on Earth, this internationally acclaimed bestseller puts a human face on the issues of population, environment, social justice, and consumption as it illuminates the crucial question facing our species today: Can all six billion of us have all the things we want?
Este día fui por primera vez a la biblioteca central de Estocolmo y saqué la tarjeta para sacar libros prestados. Habían allí un montón de libros en español y muchos de ellos me interesaban. Empecé, por supuesto, por esos libros y autores que conocía de oídas pero que eran muy difícil de leer en la Habana. Lo primero que leí fue “La Habana para un infante difunto” de Guillermo Cabrera Infante. Luego seguí con Reinaldo Arenas, Kundera y Vargas Llosa. A partir de ese día y durante un año estuve continuamente sacando prestados y leyendo libros por varias ciudades de Suecia. Cada mes leía al menos una decena de libros. Ninguna otra vez en mi vida, ni antes ni después, he leído tanto como durante ese año.
También este día fui a mi primer museo en Suecia. A Pepe, el de mi cuarto, le habían regalado varias entradas al Museo Etnográfico y él me regaló una a mí. El museo estaba lleno de objetos y fotografías que exploradores y aventureros suecos habían recolectado durante siglos. Lo mismo había un tótem de una tribu de indios norteamericanos, que la lanza de un guerrero masái o el bumerán de un aborigen australiano. Había también una exposición temporal con un tema que yo conocía bien: Cuba.
La exposición, llamada Color Cubano, estaba compuesta principalmente de fotografías tomadas en la Habana contemporánea. Había también una típica sala cubana con muebles desvencijados, un televisor Caribe y una mesa cubierta con un nylon a forma de mantel. Sobre la mesa descanzaba una latica vacía de leche condensada que se había usado para medir un montoncito de arroz que alguna abuela iba a escoger. De las paredes colgaba la foto de algún barbudo, líder político o martir, no recuerdo. Los adornos podían ser un indio de yeso o laticas de Coca Cola cortadas para funcionar de búcaro a unas flores de plástico.
En el lugar también había un típico almendrón. Uno entraba por las puertas traseras y al son de música cubana que salía por las bocinas se ponía a mirar una serie de diapositivas que se proyectaban en el parabrisa del carro. Y allí sentado, me dí cuenta que esas escenas y esos objetos que hasta hace unas semanas eran tan familiares para mí, esos niños descamisados jugando al cuatroesquina o esa latica para medir el arroz, serían eso para mí: algo que miraría con la distancia que se mira un objeto de museo. Y por mucho que me alegrara de despedirme de muchas de esas cosas no podía negar el dolor que sentía al separarme de otras tantas. Y, por supuesto, me entró el gorrión y me eché a llorar a moco tendido, con sollozos y todo, por un buen rato. Por suerte ese día los suecos no estaban puestos para la etnografía y nadie se portó por allí durante ese tiempo. Si no, alguien hubiese pasado el embarazo de abrir las puertas de un almendrón y, entre las notas de un bolero, encontrarse a un tipo, flaco y pelúo, llorando desconsoladamente.Por Ernesto Fumero Ferreiro
En Soviet Cuba: Identities in Transition: Rusofilia en Cuba: Una mirada a través de la pintura de cinco artistas plásticos, por Damaris Puñales-Alpízar:
Por tercera vez desde el 2011, un grupo de artistas plásticos cubanos reunió a fines del año pasado una exposición de fotografías y de esculturas -con algo de instalación- sobre el tema ruso. De las dos primeras dimos cuenta en este mismo espacio (Ver From Moscow to Havana and back: Notes on the sentimental Soviet-Cuban community y La bota rusa: pinturas y esculturas de herencia soviética). La tercera exposición, titulada Carne rusa, fue presentada en noviembre del 2013 en la Galería Moya de la capital cienfueguera, en Cuba. A Alain Martínez, Juan Karlos Echevarría, Camilo Villalvilla, Rolando Quintero, que habían participado en las dos primeras muestras: Da Kantzá y La bota rusa, la primera en Cienfuegos a fines del 2011 y la segunda en La Habana a mediados 2013, se unió Luis A.P. Copperi.
Los títulos de estas tres exposiciones: Da Kantzá –До конца, que en ruso significa “hasta el fin”- La bota rusa y Carne rusa ofrecen una simbología semántica que traza, tal vez sin intención, una genealogía de las relaciones entre la Unión Soviética y Cuba:
1. Da Kantzá: La “sorpresiva” llegada de lo soviético a la vida de los cubanos: aunque las relaciones entre soviéticos y cubanos no eran extrañas del todo a la isla, pues datan de mucho antes de la entrada de los rebeldes en La Habana aquel enero de 1959, su presencia sí resultó sorpresiva, por lo masiva, a partir sobre todo de 1961, cuando el alineamiento a la URSS fue público. Si antes las relaciones entre ambos se limitaban a áreas muy específicas -recordemos, por ejemplo, las exhibiciones del llamado “cine de octubre” en la Universidad de La Habana; o las visitas de bailarines soviéticos a la isla; o las exposiciones artísticas en ambos países (1). La película Lisanka, de Daniel Díaz, del 2009, da cuenta a nivel ficticio de esa “extrañeza” que sintieron los cubanos ante la llegada intempestiva de los soviéticos. Poco a poco esta presencia fue calando casi todos los ámbitos de la vida diaria.
2. La bota rusa: este tipo de calzado, aunque luego sobrepasó el estrecho marco de lo castrense por las carencias materiales siempre presentes en Cuba -las botas rusas se usaban lo mismo para trabajar en el campo, que en la construcción, que para salir los sábados por la noche-, es la sinécdoque de la presencia militar soviética en la isla. Como se recuerda, tal presencia alcanzó su punto más peligrosamente álgido durante la llamada Crisis de octubre, o de los misiles, en 1962.
3. Carne rusa: además de convertirse en plato principal por antonomasia en unidades militares, becas estudiantiles y comedores obreros, las latas de carne rusa se convirtieron en sostén alimenticio fundamental de las familias cubanas. Con el tiempo, y con la desaparición de lo soviético de la vida cubana, el término “carne rusa” perdió su denominación de origen para significar cualquier tipo de carne enlatada. Así, por ejemplo, se conoció la carne rusa argentina.
La innegable persistencia de una poética de lo ruso en el imaginario creativo de muchos artistas y escritores cubanos, ha permitido que lo soviético/ruso haya sido resemantizado y reapropiado con significaciones diversas para la construcción de nuevas propuestas culturales. Los artistas plásticos que nos ocupan hoy, sin ser los únicos que han abordado el tema, sí lo han hecho de manera colectiva y sistemática, por lo que su propuesta estética es doblemente interesante. Desde miradas nostálgicas, irónicas y hasta burlonas, estos artistas -pertenecientes a lo que en otros espacios he propuesto llamar “comunidad sentimental soviético-cubana” constatan el hondo calado que tuvieron las tres décadas de permanencia soviética en territorio cubano y de cómo la estética rusa hizo parte de la educación sentimental de al menos dos generaciones de cubanos. Del mismo modo en que, hace casi un siglo, en el Brasil de 1928, Osvaldo de Andrade proponía una estética antropófaga, mediante una “absorción del enemigo sacro, para transformarlo en tótem”, lo soviético es digerido y procesado por la cultura cubana para atribuirle nuevos significados. Así, mediante la absorción y reinterpretación de lo soviético: su iconografía, su estética, su poética, la cultura cubana se desovietiza al proponer un nuevo producto cultural que no es ya soviético.
h/t: Emilio García Montiel.
On Cuba: Enrique Colina: La obstinación utópica convierte los sueños en pesadilla:
(…) El fenómeno mediático de Ubre Blanca en los años ochenta fue impresionante. Estuve en la Isla de la Juventud algunos años después de la parafernalia propagandística que existió en torno a su existencia. Allí visité el taller de los escultores donde hicieron la vaca de mármol. Ya hacía varios años que la habían terminado y las autoridades no habían decidido aún donde colocar la escultura, si la ponían en la entrada del aeropuerto, en una plaza pública o en su lugar de origen. Los escultores estaban desesperados porque le quitaran la estatua del taller porque les ocupaba mucho espacio. Desde entonces tuve la idea de hacer el documental, porque esta vaca podía convertirse en un símbolo, en una metáfora de una realidad enajenada. Enajenación que aun hoy, sigue representada oficialmente en el culto al héroe subido en su pedestal, aunque a sus pies haya un latón de basura desbordándose, pero siempre en el encuadre sólo aparece el héroe y el pedestal.
(…) Y uno de los objetivos que yo me planteo siempre como cineasta, en los pocos años que me puedan quedar de vida, es contribuir a rescatar algo de la memoria histórica de este proceso, no la de los hechos trascendentes ensalzados y machacados por el ritual oficial, sino la del repaso de la cotidianidad de una vida nacional vista desde la base y no desde el espejismo voluntarista de consecuencias nefastas, es decir, de aquellas lluvias que trajeron estos lodos que son justamente de los que también trata de cierta manera este documental. (…)
Colina usted me habla de cine cubano, de pasado, presente y futuro pero también me habla de Cuba ¿Se considera usted un cineasta que cuestiona la sociedad en que vive?
La obstinación utópica convierte los sueños en pesadilla si no hay crítica, si no hay debate de ideas. Comparto las ideas humanistas de la Revolución y me rebelo obsesivamente contra la práctica de su deformación. En los ochenta hice Estética, donde abordaba el tema de la belleza como una necesidad reafirmativa de la condición humana. El socialismo, a pesar de desarrollar la instrucción y la cultura, siempre ha descuidado la educación de la sensibilidad estética en las manifestaciones del entorno vital urbano. Hoy, asociada a la pobreza, la fealdad se ha impuesto como patrón expresivo de la crisis. Vas a los lugares y todo es feo y está mal hecho, lo que también reflejaba como síntoma deformante enChapucerías y en Yo también te haré llorar, referente a la pésima calidad de los servicios estatales. En Vecinos señalaba los conflictos de la convivencia y la indisciplina social tolerados por una irresponsable permisividad, etc… En fin, he hecho varios documentales que reflejan problemas que ya estaban desde los años ochenta y que han empeorado a unos niveles terribles hoy día. Más allá de considerarme un crítico pienso que soy una persona que vive en este país y que ve esta realidad sin tapujos ni prejuicios al precio de vivir una amarga decepción que lejos de paralizarme me compulsa a protestar. Me parece que no es nada excepcional lo que hago. Tengo una opinión y es mi derecho expresarla. Es una lástima que esta actitud no esté un poco más extendida. Mi punto de vista es que nos hemos convertido en un tipo de ciudadano que no tiene desarrollado un sentido cívico elemental. Ser revolucionario ha sido históricamente en la práctica obedecer, seguir las orientaciones, cumplir las tareas asignadas y ha quedado para la retórica demagógica aquello de pensar con cabeza propia y decir y actuar en consecuencia. Pronto yo y los que dirigen nos vamos a morir. Entonces nos preguntamos ¿Qué pasará con el país? y ¿Qué responsabilidad tenemos? ¿Crees tú que puedo virarle la espalda a mi realidad teniendo un medio de expresión? Esto es una obligación más que un derecho.
Memories of Communism, serie de la fotógrafa Claudia Cruz Barigelli.
La artista prohibe que estas imágenes se reproduzcan sin su consentimiento. Para comunicarse con Claudia Cruz Barigelli, visite su página claudiacruzbarigelli.
En Diario de Cuba: De Ho Chi Min a los espías atómicos:
Cada vez que transito, y lo hago bastante a menudo, por el Parque Acapulco, en la Avenida 26, me resulta chocante el monumento en honor a Ho Chi Minh, colocado como un emplaste en su esquina con la Calle 37. No es que esté en contra de que exista un espacio que recuerde al líder vietnamita, ya que aquí hay espacios hasta para personajes desconocidos por la mayoría, incluyendo los denominados «espías atómicos», condenados y ajusticiados durante la Guerra Fría en Estados Unidos, sino que el busto, de dorado brillante, y la pirámide esquelética que lo sostiene, no tienen nada que ver con el diseño del parque, con el entorno en que se encuentran y, mucho menos, con el Nuevo Vedado. Es más, no entiendo qué relación existe entre la pirámide y este país asiático: las pirámides, corresponden, principalmente, a las civilizaciones asentadas en Egipto, México y Centroamérica.
Construido en tiempo record por una brigada de Comunales, con el objetivo de agasajar a un importante dirigente vietnamita que visitaría el país, el diseño y ubicación del busto del camarada Minh respondieron a una decisión eminentemente política de carácter coyuntural, sin tener en cuenta la opinión de especialistas en urbanística ni de los vecinos del lugar, si es que fueron consultados, lo cual, a todas luces, parece improbable.
El hecho recuerda una situación similar, cuando también debido a una coyuntura política se ordenó buscar un oficial de origen chino que hubiera participado en la Guerra de Independencia, y pintar a toda prisa un óleo del mismo, para colocarlo en el salón del antiguo Palacio de los Capitanes Generales, donde se encuentran los de importantes próceres, ante la visita inminente del importante dirigente asiático. La pintura fue colocada, aunque para el momento de la visita no había secado totalmente.
Casos parecidos ocurrieron con el General Carlos Roloff, que aquí se considera de origen polaco, y con el Brigadier Henry Reeve, de origen norteamericano, el cual se sacó del olvido para darle apresuradamente nombre a una brigada médica cuando el huracán Katrina, con el objetivo de enviarla a atender a damnificados en Nueva Orleans, algo que nunca sucedió, pues el gobierno de Estados Unidos ni la solicitó ni la aceptó.
No existen dudas de que nuestras autoridades son adictas a estos homenajes y monumentosad hoc, siempre y cuando reporten algún tipo de ganancias. No debe olvidarse el caso del Parque Lenin, para congratular a los soviéticos, cuando estos eran considerados nuestros «hermanos mayores» y gozaban hasta de espacio propio en la Constitución; el del Teatro Karl Marx, en relación con el movimiento comunista internacional y los alemanes de la extinta RDA; la silla-trono ofrecida durante la ya lejana visita del Rey de España, Don Juan Carlos, no aceptada por éste, también en el Palacio de los Capitanes Generales; y la restauración, en el mismo viaje, del apartamento donde había residido el abuelo del Presidente del Gobierno José María Aznar, en la calle San Lázaro.
También nuestro José Martí ha sufrido estos homenajes, con su busto reproducido en serie, colocado en los lugares más absurdos, desde la entrada de un comercio en moneda libremente convertible (CUC), hasta el lobby de un hotel, un taller de reparación de bicicletas, un club o, simplemente, una esquina llena de malezas de cualquier calle. Esto, sin contar los colocados a la entrada de edificios multifamiliares.
Tampoco deben olvidarse las lamentables esculturas del propio Martí en el «tontódromo» antiimperialista y las de algunos personajes latinoamericanos en la Calle G, la antigua Avenida de los Presidentes, cuando la tradición era la de colocar bustos de mandatarios extranjeros en el Parque de La Fraternidad, a un costado del Capitolio, y no en esa Avenida del Vedado
Siguiendo la costumbre, no deberá sorprendernos la aparición, mucho más temprano que tarde, de algún homenaje dedicado al desaparecido presidente bolivariano Hugo Chávez, considerado por las autoridades «el mejor amigo de Cuba».
Nada, que cuando el respeto a las figuras históricas se diluye y se les rinde homenaje festinadamente, utilizándolas como una especie de moneda de cambio, según dicten las circunstancias políticas, suceden y sucederán éstas y otras aberraciones.
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En los primeros meses de 1959, cuando la revolución encabezada por Fidel Castro trataba de tomar el control absoluto en Cuba, se destruyeron los símbolos más visibles que había dejado la República. Comenzaron por las máquinas tragamonedas y siguieron por las estatuas.
La Avenida de los Presidentes, una rambla que desciende por todo El Vedado hasta desembocar en el mar, fue una de las principales víctimas de esa euforia revolucionaria. Todas y cada una de las estatuas que se habían sembrado allí a lo largo de 50 años fueron derribadas.
La de Tomás Estrada Palma (quien sustituyó a José Martí como Delegado del Partido Revolucionario Cubano y luego se convirtió en el primer Presidente de la República) tuvo un final tragicómico. Cuando lograron tumbar al hombrecito de bronce, sus zapatos se quedaron asidos al mármol.
Durante medio siglo, los zapatos de Estrada Palma han permanecido allí. Si la estatua entera encarnaba un símbolo, su calzado es aún hoy una metáfora. Mientras las hordas derribaban los símbolos del pasado cubano; en la fortaleza de la Cabaña, un argentino se hacía cargo de los que lo habían defendido.
Según se ha podido documentar, Ernesto Guevara fusiló a 167 cubanos en apenas 3 años. 15 en la Sierra Maestra (entre 1957 y 1958), 17 en Santa Clara (del 1 al 3 de enero de 1959) y 135 en la fortaleza de la Cabaña. Sin embargo, varias estatuas le rinden homenaje por toda la isla, sobre todo en la ciudad que posee la isla en el centro. Allí, es un inmenso mausoleo, dicen que descansan sus restos.
En Venezuela, donde tratan de replicar un régimen similar al de Cuba, acaban de derribar una estatua de Che. Esta vez no fue una horda enardecida sino algún contrabandista de metales. Ya deben haber fundido el cuerpo del Comandante, pero sus botas, como los zapatos de Estrada Palma, se quedaron firmes sobre el pedestal.
Ambos actos se parecen mucho. Además del hecho tragicómico que encierran, representan la lucha del presente contra el pasado. Tanto en Venezuela como en Cuba, el primero derribó al segundo.
La solemnidad y el culto ciego a los benefactores de carne y hueso -a los simples mortales- no es, precisamente, una virtud reconocible en los habitantes de América Latina. Allá, con tanta música, tanta claridad, con los huracanes y los terremotos emboscados en el mar y en la tierra, perseguidos por una obscena tradición de dictadores y gorilas, las imágenes que se adoran son las de los antepasados, los santos y los artistas.
Las estatuas que más interesan y llaman la atención de los cubanos, por ejemplo, son una que está en lo alto de una avenida de La Habana en la que se conservan los zapatos del primer presidente, Tomás Estrada Palma. Y otra, en la Isla de Pinos, al sur de la capital, levantada en honor a una vaca lechera.
La de los zapatones solitarios se debe a que un grupo de habaneros derrumbó, a golpe de mandarria, en enero de 1959, el monumento al político porque lo consideraron demasiado amigo de Norteamérica. Como los zapatos eran parte de la base de la escultura no los pudieron destrozar. Y ahí están como un homenaje silencioso a la historia criolla del calzado. O a la estupidez.
La orden de inmortalizar a la vaca Ubre Blanca, un cruce de holstein con cebú, se dio al más alto nivel del Gobierno en 1987. El animal murió en esa fecha, unos meses después de que, según la prensa oficial, aportara a la economía nacional 109,5 litros de leche en un día.
John Lennon, cuya música estuvo prohibida en Cuba durante 40 años, consiguió también que le hicieran una escultura sentado en un parque habanero. Pero al artista inglés han tenido que ponerle una guardia de 24 horas porque, durante su primer mes de eternidad en el Caribe, le robaron dos pares de espejuelos.
No se nota por allá una inclinación por la idolatría al bronce estático y al gesto congelado. Pero hay excepciones. Esta semana se anunció en Caracas que en septiembre desvelarán un busto de Fidel Castro frente al edificio de la Asamblea Nacional de Venezuela.
Para que Castro esté a gusto, en la céntrica zona donde aparecerá su figura se ordenará el cierre de un establecimiento de comida basura propiedad de una transnacional estadounidense.
Hay sitios en el mundo alumbrados por una estrella oscura.
Los antepasados, los santos y los artistas recomiendan hielo, agua fría y muchas flores blancas para esa esquina de Caracas. Cosa de que el espacio se refresque y, poco a poco, pacíficamente, se le abran los caminos.
Raúl Rivero
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En Opus Habana: Dos rostros, dos estatuas habaneras:
La Universidad de La Habana, por ejemplo, una de las instituciones más antiguas y prestigiosas de su tipo en el continente, posee una verdadera joya escultórica y patrimonial, emplazada en la cima de la escalinata que conduce al Rectorado. Desde su colocación en este sitio, en 1927, el Alma Mater ha prevalecido indemne a toda clase de inclemencias y ha sido testigo de acontecimientos definitorios en el curso histórico del país. Con su rostro de madre bondadosa, ella recibe con los brazos abiertos a todos los hijos que deciden ligar su suerte a las vetustas construcciones que conforman el campus universitario.
De igual forma, el Capitolio, epicentro por excelencia, majestuoso edificio que marcó un hito en el decursar de la ingeniería civil de la pasada centuria —inaugurado en 1929 y por muchos años sede del Congreso—, está presidido por la colosal Estatua de la República, que se ubica en el Salón de los Pasos Perdidos, a escasa distancia del diamante que señaliza el kilómetro cero de las carreteras del país.
Sin embargo, transcurrido casi un siglo, y pese a que ambas obras de arte recorren el mundo en revistas, diccionarios, enciclopedias, souvenirs, guías de turismo…, todavía muchos desconocen que los rostros de estas diosas de imitación griega o romana estuvieron inspirados en dos hermosas criollas que fascinaron a igual número de artistas foráneos. ¿Cómo se nombraron aquellas musas terrenales?; ¿quiénes fueron, y a qué núcleo social pertenecieron?; ¿por qué fueron elegidas para tales desempeños?; ¿trascendió semejante honor más allá del círculo familiar?; ¿cuál o cuáles damas posaron para los cuerpos de ambas esculturas? Partiendo de estas interrogantes, imbricadas mediante lazos casi invisibles, al menos para la esfera pública, este texto se propone reconstruir el apasionante itinerario y, hasta donde es posible, despejar incógnitas, al tiempo que sugerir otros abordajes.
La Habana. 1850. Calle Mercaderes. Toldos multicolores suavizan la intensidad del sol para quienes asisten a realizar sus compras en algunos de los comercios que allí se concentran. Frente a uno de los tantos establecimientos se detiene un carruaje. El arrogante calesero -librea de color brillante adornada en oro, plata y galones, grandes polainas- controla, fusta en mano, el paso de las bestias. Las jóvenes -con sus delicados vestidos claros, escotados y bellos peinados al descubierto- apenas se mueven de sus asientos; se abanican y sólo miran hacia el interior en busca de la atención del empleado. Solícito, éste se acerca y les muestra, en plena calle, sus ofertas: tejidos variados en género y color, para ser seleccionados por sus agraciadas clientas…
Esta escena – común en la vida de La Habana de mediados del pasado siglo- es posible de reconstruir gracias a cronistas, pintores, grabadores y visitantes a nuestra isla, quienes nos han dejado sus múltiples y detalladas impresiones sobre los diversos aspectos de la vida cotidiana de la Cuba colonial. La vestimenta ha sido descrita –de forma textual o visual- por estos valiosos testigos de la sociedad cubana del siglo XIX, como si intuyeran el valor de la indumentaria, la cual -igual que la arquitectura, la decoración y la alimentación- forma parte de la cultura material y constituye uno de los aspectos que complementa la imagen del hombre dentro de su medio como una manifestación más de la cultura de un pueblo.
En Cuba, la poca tradición artesanal en lo referente a textiles e indumentaria anterior a la conquista y la casi total destrucción de la expresión de la cultura material y espiritual de los indígenas, explica la inexistencia de una indumentaria típica que -como en la mayoría de los países latinoamericanos- responda a la evolución del traje precolombino y a su mezcla con elementos de la vestimenta occidental y/o africana. A pesar de ello, la imagen del cubano comenzó a perfilarse en una «manera» de vestir diferenciada del peninsular, proceso que se inició a principios del siglo XIX y que se definió a mediados del mismo. El estudio de dichas peculiaridades vestimentarias en los diversos sectores de la población colonial cubana, constituye un campo fascinante y poco explorado de investigación. Entre las principales fuentes de información para cualquier acercamiento al tema se encuentran, sin duda, las artes plásticas. Grabadores, retratistas e ilustradores, cubanos y extranjeros, dejaron sus impresiones convertidas en valiosos documentos para el estudio y exploración sobre la imagen del hombre durante la colonia. Sobre estas fuentes y su relación con la vestimenta en Cuba durante la etapa colonial trataremos en los siguientes apuntes.
A la par que se poblaba la isla por los conquistadores y con el traslado de sus instituciones sociales y de clase y la destrucción de casi la totalidad de los vestigios de la cultura de los indígenas, se iniciaba la penetración de las formas del vestir europeas, según la moda imperante en España. La poca existencia de referencias –tanto escritas como visuales- del modo de vestir de los pobladores en los primeros siglos de la colonización nos impide detallar el atuendo de funcionarios, colonos y otros habitantes de la isla[i]. Cuando los criollos llegaron a componer una clase económicamente fuerte y al convivir cada día con los comerciantes y funcionarios españoles dentro de la vida social de la colonia, convirtieron en un reto tratar de alcanzar un nivel decoroso en su atuendo a fin de competir con el peninsular. Este sentimiento de competencia surgido por el contacto directo de nuestra oligarquía con los habitantes peninsulares de alta jerarquía propició desde el inicio que ambos vistieran de manera muy similar[ii].
Los retratos de principios del siglo XIX que nos han legado pintores como Vicente Escobar (1757-1834) y Juan Bautista Vermay (1784-1833), nos presentan personajes de la sociedad cubana, elegantemente vestidos, con alarde de finos encajes y a tono con la moda europea. Los personajes que retratara Vermay para los muros del Templete en 1827, como representación de la Primera misa, reflejan tanto a la jerarquía oficial de la metrópoli, como a las familias adineradas de la oligarquía criolla. Hombres y mujeres son retratados por el artista con una línea de vestir común, reafirmando el señalamiento anteriormente expuesto: que los criollos adinerados competían en elegancia y ostentación con los miembros de las más ilustres familias europeas. A pesar de las diferencias climáticas, de modo de vida y de la existencia de una identidad nacional en la mayoría de los componentes de nuestra oligarquía, los hombres sufrieron la incomodidad y el calor que les proporcionaban las prendas que componían el traje masculino en Europa aquellos años[iii]. La mujer, sin embargo, se benefició durante estas décadas con la moda imperante, derivada de la llamada «moda a la antigüedad clásica», manifestada durante el breve período del Directorio francés[iv]. Tal como se observa en el retrato que hiciera Vermey a La familia Manrique de Lara, la imagen femenina respiraba sencillez y ligereza, mientras que el hombre sufría la incomodidad de un conjunto aún dentro de la línea cortesana del habit à la françoise.
A mediados del siglo XIX, con el poder económico alcanzado, la actividad social y cultural en la isla se incrementa y con ello, el afán de los criollos de ostentar su poder adquisitivo frente a los peninsulares. Como consecuencia, hombres y mujeres brindaron una mayor atención al cuidado y arreglo de su atuendo y era común que se comentara que “… en los teatros, conciertos, bailes y reuniones se observa un buen gusto general y con placer oímos diariamente a los extranjeros decir que el bello sexo habanero puede rivalizar por su elegancia con el de la parte más culta de Europa«[v].
Para informarse sobre las variaciones de los detalles de modas masculinas y femeninas, nuestra oligarquía no se limitaba a copiar de los peninsulares habitantes de la isla. El aumento de las comunicaciones permitió recoger información mediante los continuos viajes que realizaban las familias pudientes a Europa; asimismo se regularizó la difusión de variadas revistas de modas que lanzara París desde los inicios del siglo. Estas publicaciones contenían ilustraciones creadas por verdaderos artistas como: Helene Lelor, Compte Calix y Annais Toodouze, así como comentarios y recomendaciones sobre trajes, accesorios y peinados[vi]. En el primer tercio del siglo XIX, con el auge de las publicaciones, se suma a los folletos importados sobre modas el primer semanario editado en Cuba a partir de 1829: «La Moda o el Recreo semanal del Bello Sexo», excelente fuente que nos informa sobre gustos y preferencias de nuestras damas en relación a la moda importada[vii].
Las mujeres poseían variados medios para proveerse de las diversas prendas. La opción de realizar compras en Europa, en el propio París, era una vía. No obstante, existían en la isla condiciones adecuadas tanto para la adquisición de gran variedad de géneros textiles como para la confección de la indumentaria. Desde el siglo XVIII había en Cuba mulatos y negros libertos que se dedicaban a la sastrería y zapatería[viii]. El oficio de sastre -por tradición y habilidad especial que tenía la raza negra para la artesanía- se concentró en manos de éstos, estableciéndose en numerosos talleres en la capital. Algunos de estos sastres se anunciaban en los periódicos ofreciendo sus servicios[ix]. La presencia en la capital de una cantidad considerable de establecimientos comerciales destinados a la venta de tejidos importados y la existencia de numerosos talleres de sastres y costureras evidencian que nuestra burguesía ya no sólo se proveía de ropa comprada en España, sino que vestía con indumentaria de confección nacional, ya que la mujer cubana desarrolló grandes habilidades en la costura y el bordado como artesanía privada del hogar. Tanto la burguesa, conocedora del oficio a partir de su educación europea, como la de las clases pobres, a través de la enseñanza y costumbres españolas, llegaron a ejecutar labores de gran calidad y belleza, lo cual se convirtió en tradición mantenida a través de generaciones[x].
Es en estos años cuando se iniciaron las pugnas entre las principales corrientes ideológicas como expresión definitoria de nuestra nacionalidad, lo cual se expresó también en la vida cultural de la época. Del auto-reconocimiento característico de la etapa anterior se dio paso a la autodefinición de la cultura cubana. Cada corriente, cada tendencia, encontró la vía artística o cultural para materializar su función social. Se empezó a gestar una cultura diferente a la española, se perfiló un modo de vida cubano. Los criollos blancos se distinguían de los peninsulares por sus costumbres y hábitos, la forma de expresarse y hablar, por sus gustos y afinidades. A ello correspondió, lógicamente, un modo diferente en el vestir, apareciendo en este período las primeras referencias sobre las adaptaciones realizadas por las criollas en su vestimenta, con relación a la europea.
Las habilidades de la mujer criolla hacia la costura y su preferencia por la elaboración propia de su vestimenta, marcaron, indudablemente, la imagen de nuestras mujeres y fueron definiéndose ciertas peculiaridades que caracterizaron un «modo» de vestir «a la cubana», como revelación de una búsqueda de nacionalidad en su imagen dentro de la sociedad colonial. La simplificación en los peinados, la preferencia por prescindir del sombrero, el uso de vestidos escotados para el diario, el predominio del blanco en el color de los tejidos y la calidad artesanal en la costura y el bordado, resumen esos rasgos que diferenciaban a una dama cubana de la peninsular.
Estas peculiaridades de una manera de vestir diferente pueden ser observadas en la pintura de la época. Tanto en la obra de los retratistas, como en la de los grabadores costumbristas, surgidos por el auge de la industria tabacalera y la fundación de la Imprenta Litográfica de La Habana -al organizarse la presentación y envase del tabaco-, se reflejan estas preferencias de la dama criolla. Los franceses Hipólito Garnerey (1787-1858), Federico Miahle (1810-1881) y Eduardo Laplante (1818-?), el inglés James Gay Sawskins (1808-1879) y los cubanos Barrera y Barrañano, retratan la vida colonial de la isla; mención aparte merece el vasco Víctor Patricio Landaluze (1828-1889), quien se destacó, sobre todo, por reflejar con mayor interés toda la sociedad colonial y, en especial, la temática negra. A pesar de que casi la totalidad de estos artistas eran extranjeros y no obstante su evidente visión idílica de la realidad cubana, sus obras constituyen una valiosa referencia sobre las costumbres y vestimenta de gran parte de la población de la sociedad colonial.
La obra de Miahle –El Quitrín– de una de sus escenas costumbristas, puede ser considerada uno de los documentos visuales que con mayor claridad significa el carácter nacional de nuestras criollas. Tanto en la imagen retratada – tres señoritas con sus vestidos claros, escotados y sin sombrero-[xi], hasta la postura y la forma de disfrutar del ocio de las damas, caracterizan aspectos esenciales de la vida colonial cubana[xii].El predominio del color claro es observado en la mayoría de las representaciones pictóricas de la mujer cubana de la segunda mitad del siglo XIX. El pintor Guillermo Collazo (1850-1896), a través de La siesta, nos muestra la placidez del descanso de una dama con su clara vestimenta, dentro del entorno de una mansión colonial[xiii].
La moda masculina, cuyas variantes durante el siglo se limitaron a detalles y accesorios, no fue motivo de variaciones por parte de los criollos. Casacas, fracs y levitas seguían, tanto en sus géneros como en su corte, las orientaciones de la moda francesa o inglesa. A pesar de que no se evidenciaron adaptaciones en la manera de vestir del criollo con relación a la moda europea, hemos encontrado referencias sobre un acentuado gusto por el uso del dril (algodón crudo) para la confección de los conjuntos[xiv]. Bien es sabido que la preferencia por este fresco y claro tejido -reservado en Europa para la confección de prendas de uso deportivo o de campo- fue evidente en el período republicano, especialmente en las décadas 40 y 50. Sin embargo, observamos cómo desde mediados del pasado siglo se apuntaba ya lo que sería un peculiaridad del vestir del cubano, rasgo observado por el pintor Walter Goodman en los hombres[xv].
Los diversos géneros textiles eran ofrecidos por los comerciantes distribuidos en establecimientos ubicados en su mayoría en la ya célebre calle Mercaderes «…la Broadway de La Habana…», así como en Obispo y la calle de Ricla, mezclándose con sus tiendas de joyería y de abanicos, librerías, mercados de golosinas y refrescos. Las estrechas calles se llenaban de toldos a fin de proteger al transeúnte y posible comprador del castigo del sol[xvi]. Estos establecimientos no adoptaban el nombre del dueño, como era costumbre europea, sino que se denominaban de manera fantasiosa: Esperanza, Maravilla, La Perla, La Bella Marina, La Delicia de las Damas, El Rayo del Sol, etc., y permitían la compra a crédito por parte de su clientela. En cuanto a la confección de ropa masculina, a mediados y fines del siglo se multiplicaron los sastres quienes asumieron en gran mayoría la ejecución de la vestimenta masculina[xvii].
Si bien el retrato -como tema más frecuente a lo largo de la pintura del siglo XIX cubano- cuya función era consagrar a los principales personajes de las familias de alcurnia oficial y económica, nos legó un importante documento sobre las formas de vestir de las clases pudientes de la sociedad colonial, es la obra de los grabadores costumbristas quien reflejaría «…la tipología de nuestro siglo XIX, con extraordinaria gracia y ligereza“[xviii] y, dentro de ésta, a los sectores medios y pobres de la población cubana.
No cabe duda de la existencia de esta capa media negra o mulata que formaba parte importante de la población criolla cuyos patrones, en modas y maneras, eran los de la clase dominante de la sociedad colonial. Sobre la imagen del negro y la población mestiza en general, existe abundante información -tanto visual como escrita- por el hecho de llamar la atención de los visitantes y de los residentes en la isla como elemento pintoresco, caracterizador del peculiar mosaico étnico-cultural de la isla. Sobre ello, nos detendremos en otra publicación.
Por Diana Fernández González
Texto enviado por la autora. Pueden consultar otros en su blog Vestuario Escénico.
Diana Fernández González es diseñadora de vestuario escénico y profesora de Historia y Teoría del Traje y de Vestuario para la escena de la Escuela de Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad de Madrid (ECAM).

La familia Manrique de Lara, por Juan Bautista Vermay. Tempranos 1800s. Imagen cortesía de Diana Fernández.

Retrato de Justa de Alto y Bermúdez, por Vicente Escobar. Tempranos 1800s. Imagen cortesía de Diana Fernández.
[i] Como es sabido, las condiciones del país no favorecían el origen de un ambiente cultural que permitiera el crecimiento de las artes; las manifestaciones plásticas se limitaron al dibujo lineal: trazos, planos, esbozos de La Fuerza, La Punta y otras construcciones militares, religiosas o residenciales.
[ii] “El traje usual de los hombres y mujeres en esta ciudad es el mismo, sin diferencias, que el que se estila y usa en los más celebrados salones de España, de donde se le introducen y comunican inmediatamente con el frecuente tráfico de los castellanos a este puerto» José Martín Félix de Arate. Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias Occidentales. Comisión Nac. de la UNESCO. La Habana, 1964; págs. 94 y 95.
[iii] La indumentaria masculina en toda Europa Occidental a partir de 1800 había renunciado a la fantasía y el esplendor que la caracterizó durante cuatro siglos de moda aristocrática; quedaron atrás las cintas, los encajes, las decoraciones, pelucas y plumas. La austeridad representó la imagen del burgués, financiero, comerciante o político, quien sustituyó la vida cortesana y de armas por la de las tertulias, ópera, carreras y la bolsa. El traje masculino quedó así reducido a un número de prendas, marcado su uso según la ocasión: el frac, la levita y el chaqué; todas acompañadas por pantalones largos y chalecos cortos. Los géneros usados eran sobrios en textura y color, nada de bordados o incrustaciones, ni de sedas o satines; era la imagen de un burgués cuyo escenario era esencialmente urbano.
[iv] Una total transformación sufrió el traje femenino en menos de cinco años: el talle subió bruscamente y se colocó debajo de los pechos, el pesado vestido sobre el incómodo miriñaque o panier fue sustituido por una túnica simple, que apenas requería ropa interior; los tejidos pesados y excesivamente recargados cedieron su lugar a géneros ligeros y claros (batista, gasa, muselina).
[v] Eliza Ma. Hatton-Ripley. En: Viajeras al Caribe. Colección Nuestros Países. Casa de las Américas. La Habana. 1983; pág. 285
[vi]«Le Beau Monde», «La Belle Assamblés», «Le Follet», «Le Courreier des Salón», «Le Moniteurde les Modes», «Les Modes Parisiennes», «Le Journal des Demoiselles», «Le Petit Courrier des Dames», son algunos títulos de publicaciones, las cuales – en ocasiones traducidas al habla hispana- llegaban a las capitales de varios países del nuevo continente.
[vii] Debemos señalar que antes de llegar a mediados del siglo, contábamos con máquinas de coser tipo industrial y posteriormente las de uso doméstico. En 1857, a pocos años de creada la patente Singer, se estableció en La Habana el primer taller de confección a máquina.
[viii] A partir de la década de los 30, se destacó como sastre preferido por las clases acomodadas de la capital, Francisco Uribe, sargento primero beneficiado del Batallón de Pardos Leales de La Habana. Por sus relaciones sociales y su popularidad entre los elegantes de la época, Cirilo Villaverde lo incluyó en su obra Cecilia Valdés, siendo el «sastre de moda» (como lo llamaban sus contemporáneos) uno de los personajes del cuadro social descrito por el autor en su novela.
[ix] «El subteniente del Batallón de Morenos Leales de esta plaza Eusebio Marrero, ha trasladado su taller de sastrería de la cuadra de la ciudadela de La guardia, en la calle de Muralla, a la otra inmediatamente siguiente en la misma calle, unas cuantas puertas antes de la tienda de seda de los señores Velis. Marrero corta a la última moda y al gusto de quien lo ocupa. Tiene ya hechas y de todos los tamaños, casacas, levitas, chupas, chaquetas de librea y de distintos géneros, y es equitativo no menos que puntual, últimamente suplica el mencionado oficial Marrero que los señores todos lo honren ocupándolo.» (Diario de La Habana, 20 de enero de 1827).
[x]«El laborioso dibujo sobre la ropa de hilo fino y el bordado de los dibujos en delicados diseños de tela de araña, tan complicados que basta mirarlos para que los ojos le duelan a una (…) esa era la ocupación favorita de las señoras cubanas.» Eliza Ma. Hatton-Ripley. En: Viajeras al Caribe. Ob.cit. pág. 285
[xi] Los vestidos que llevan las damas reproducidas por el grabador siguen la línea de la moda europea. La silueta correspondiente a las décadas cuarenta y cincuenta del siglo pasado se caracterizaba por el volumen excesivo de la falda, logrado por el uso de la estructura interior llamada crinolina o jaula (malacov por los cubanos). Innumerables volantes superpuestos decoraban el volumen inferior del cuerpo, estrechísima cintura y corpiños escotados de hombro a hombro para los vestidos de noche. Podemos suponer que el rechazo al uso del tocado por parte de las cubanas se deba al deseo de lucir a sus anchas su tan celebrada cabellera, la cual realzaban únicamente con sencillos pero hermosos peinados. Ya sea ésta u otra la razón, es innegable que constituyó una peculiaridad en el vestir de la criolla la tendencia a no cubrirse sus cabellos.
[xii] Una visitante británica a nuestra isla, impresionada por la ausencia del sombrero en las cabezas de las damas cubanas y por el uso de vestidos escotados (reservados, según las normas, para la noche), escribió:» A duras penas uno ve el uso del sombrero aquí y estoy empezando a andar sin él (…) El primer día pensé que la omisión del sombrero era imposible, pero la costumbre general pronto lo hace a uno reconciliarse con ello y ayer salí en una volanta descapotada (…) con un vestido que en Inglaterra sólo lo llevaría por la noche.» Amelia Nurray. Carta XX. En: Viajeras al caribe. Ob.cit. pág.216.
[xiii] El predominio del color blanco en la indumentaria de las criollas era mayor que el utilizado por las damas europeas que seguían la moda francesa de la época de Luis Felipe y el Segundo Imperio, la cual desarrolló el gusto por tejidos como la muselina, linón, percal y los algodones estampados en sus tonalidades más sentimentales (pasteles y blanco), pero reservado, fundamentalmente, para los vestidos de noche.
[xiv] El pintor inglés Walter Goodman, de visita a nuestra isla, nos describe la vestimenta de los asistentes al banquete de bienvenida ofrecido a su llegada de Europa: «La asistencia de varias damas con sus claros trajes de muselina, los caballeros vestidos de dril blanco…» Walter Goodman. Un artista en Cuba. Consejo Nacional de Cultura. La Habana, 1965. pág.15
[xv] Se refiere a los hombres de Santiago de Cuba, zona en la que «…las características cubanas y las costumbres de sus habitantes se observan mejor(…)vestidos de dril blanco, sombrero de jipi-japa y zapatos de la mejor piel española(…) vende almidón, artículo de gran demanda en Cuba para estirar la ropa de dril blanco…» Ibidem. pág.241
[xvi] Llamaban la atención a quienes visitaban la isla, dos aspectos relacionados con la manera de adquirir sus trajes o tejidos las criollas. Uno de ellos era la costumbre generalizada de realizar las compras desde el coche, cuando más, en la puerta del establecimiento, pues era común «…ver un dependiente al pié de una volanta mostrando a las bellas ocupantas pieza tras pieza de fino género de lino y de transparente pinta; o probando uno y otro par de zapatos de cabritilla y satín en sus delicados pies.» (Louisa Mathilde Houston. Desengaño. En: Viajeras al Caribe. ob.cit, pág.299); así como la confianza que las damas depositaban en sus esclavas, a quienes encargaban de trasmitir a modistas y tenderos las prendas o tejidos que deseaban adquirir.
[xvii] En el censo realizado en 1872 se refleja cómo este oficio ocupó el segundo lugar dentro de todas las profesiones artesanales de la época y estaba concentrado fundamentalmente en manos de negros y mestizos:
blancos negros y mulatos
carpinteros 6,226 5,846
sastres 1,419 11,923
albañiles 3,726 41,890
[xviii] Adelaida de Juan. Pintura cubana: temas y variaciones. Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba. Ciudad de La Habana, 1978. pág. 25
En Diario de Cuba:
Caviar with Rum es un nuevo volumen de ensayos compilado por Jacqueline Loss y José Manuel Prieto, dedicado a la historia y el legado de la relación entre la antigua URSS y Cuba, desde sus primeras aproximaciones hasta más allá de su desenlace tras la disolución de la URSS en 1990, para incluso comprender varias formas de nostalgia contemporánea ante tal pasado. Pero el libro no trata de la complicada política, o de la historia de grandes figuras de estos países: aborda, más bien, las memorias cubanas de tal relación, memorias íntimas, subjetivas, reveladoras, dulceamargas.
(…)
Los ensayos aquí reunidos ofrecen, sin embargo, varias metáforas alternativas a las del título. La relación entre la isla caribeña y el imperio euroasiático es, no pocas veces, de índole sexual, y los resultados demasiado literales de esta unión sexual son tachados de aguastibias, hijos nacidos de una mezcla de climas fríos y calientes. Pero al retratar la relación, los autores de este volumen recurren también a otras figuras: ya a un catálogo de productos desaparecidos (carne rusa, el perfume Moscú Rojo), ya a una cosmología en la que Cuba es satélite, o, trocando lo espacial por lo temporal, a temporalidades disyuntivas en las que la URSS representaba un inminente futuro al que la Isla llegaría dentro de poco y al que, sin embargo, nunca llegó.
(…)
Gracias a este volumen, tenemos noticia de otros vestigios de la influencia soviética: la importancia del arte de la Perestroika; el destino de jóvenes rusos-cubanos decididos a honrar su doble herencia; el legado material de tantos Ladas, televisores Krim, alarmas Sevani, carne rusa, Stolichnaya… Pero lejos de recuperar estos productos soviéticos como meras curiosidades para ser parodiadas o anheladas, estas memorias confirman la permanencia de la Guerra Fría tres décadas después del supuesto fin de la historia.