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Niño (Ernesto Fumero Ferreiro) con un envase de yogurt. 1979. Foto cortesía de Ernesto Fumero.

En los años setenta y ochenta se vendía en Cuba un yogurt líquido de producción nacional. Venía este envasado en un recipiente plástico cuadrado, de paredes flexibles y con rayas a relieve en la parte exterior, por lo demás muy similar a los que hoy se encuentran en cualquier supermercado de Estados Unidos. Tenía, además, bordes que se doblaban hacia afuera, que sellaba una lámina de aluminio con el nombre del producto, escrito creo que en letras verdes. Los vasitos de yogurt, como les llamábamos, venían pegados unos a los otros por este reborde, y había que desprenderlos doblando los vasos por la unión y tirando de ellos. La esquina del reborde más protuberante tenía un corte que, cuando se doblaba, permitía despegar el papel de aluminio.

Hace tiempo ya que Ernesto Fumero Ferreiro me envió desde Suecia esta fotografía, que solo volví a ver cuando el artista Dashel Hernández Guirado me escribió para preguntarme si tenía alguna imagen de los vasitos de yogurt. (Si alguien tiene uno, ¡le agradecería que me lo donara para Cuba Material!). Hernández Guirado realiza una serie inspirada en los vasitos de yogurt sobre la cual ha accedido a conversar conmigo.

Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.

CM: ¿Cómo surgió la idea de la serie En el jardín de la abuela?

DHG: En el jardín de la abuela surge como un divertimento, especie de juego con mi memoria autobiográfica, a partir del cual exploro parte de la historia de mi primera infancia. Para ello utilizo fragmentos (¿residuos?) del mundo material de la Cuba de los 80: lugares y objetos, la casa, las plantas, mis juguetes, mis primeras pinturas, etc.

De algún modo yo concibo esta serie como un viaje de vuelta (nostos) al hogar familiar. Pero este viaje pasa por el hecho de reconocer y aceptar que mi pasado autobiográfico es irrecuperable. Más que reconstruirlos, me interesa evocar ciertos lugares de mi infancia y las emociones asociadas a esos recuerdos. Por tanto, es un viaje que no busca ni restaurar ni rehabitar el hogar perdido, sino encontrar la mirada del niño: la fascinación de esa primera mirada de la infancia.

Así, el jardín de la abuela es el primer jardín: el “jardín del edén” donde el niño se asoma al mundo, lo descubre y lo nombra. Por eso mi insistencia en titular cada obra de la serie como si fuese la página de un álbum botánico: nombre científico seguido del nombre común. Pero en lugar de la descripción del espécimen representado, incluyo una frase de la abuela. La abuela se asoma al universo del niño interrumpiendo su juego y matiza la historia con dicharachos, consejos y regaños: vislumbres de una realidad otra que da voz a cierta dosis de imaginación colectiva.

En el verso final de su poema “Nostos” la poeta Louise Elisabeth Glück afirma: “We look at the world once, in childhood. / The rest is memory”. Tarkovski también creía que la mirada del niño se queda por siempre con nosotros y es la que nos permite hacer arte. Yo además creo que esa mirada se convierte de algún modo, con los años, en nuestra patria, la única patria.

CM: La abuela de la serie ¿es un personaje ficticio o se trata de tu propia abuela? De ser esto último, ¿por qué no has nombrado la serie “En el jardín de mi abuela”?

DHG: La abuela es mi propia abuela paterna, quien nos cuidó y educó a mi hermano y a mí. Como gran parte de mi generación, nacida en los 70 del pasado siglo, fui un “niño de abuelos”. Mientras nuestros padres viajaban a estudiar a la URSS o pasaban los domingos en la caña u otras faenas relacionadas con la “construcción de la revolución”, nuestros abuelos ocuparon su lugar.

Utilizo el artículo “la” en lugar del posesivo “mi” porque creo que esta es también una experiencia común para muchos niños de mi generación: la del jardín (que recuerdo en cada casa que visité y que estaba siempre lleno de las mismas plantas y los mismos objetos), la de los padres ocupados en “tareas heroicas” y la de los abuelos ocupando el lugar de los padres.

Si yo fuera a nombrar la serie de un modo más personal la llamaría (y creo que secretamente la llamo así desde que comencé a concebirla) En el jardín de Aba. Aba es el nombre con el que yo rebauticé a mi abuela cuando comencé a hablar. Aba como hipocorístico de abuela. Mi hermano pequeño, al crecer, continuó diciéndole Aba, mis amigos de la escuela comenzaron a llamarla Aba, y finalmente toda la familia se sumó. Así fue como Caridad se convirtió en Aba.

Me interesa mucho que mi jardín personal, el jardín de Aba, se convierta en el jardín de todos. Que cada quien pueda encontrar a su propia abuela, tía o vecina en este jardín, y también que puedan encontrar un pedacito de su propia infancia. Yo trabajo con mi propio pasado, pero con el objetivo de despertar la imaginación y la memoria colectivas. Me interesa mucho la manera en que la exposición de mis recuerdos más personales puede afectar a otros y hacerlos revisitar su propia historia. Por eso también el niño de la serie sigue llamándose Javier Antonio y no Dashel. Que cada uno haga suyo este jardín y lo habite y ría o llore con las ocurrencias de Javier Antonio
y los regaños y consejos de la abuela, no la mía en específico, sino la abuela de cada uno.

CM: La serie combina elementos —más bien residuos— de la materialidad doméstica y el mundo lúdrico infantil. ¿Qué relación ves entre ambos?

DHG: Creo que el reciclaje ya era práctica habitual (o forzada) en Cuba mucho antes de que se hiciera moda primermundista. Mi abuela aprovechaba cualquier envase en que se pudiera sembrar una planta. Recuerdo su colección de cactus en vasitos de yogurt, sus siemprevivas en latas de carne rusa, y su tilo sembrado en viejas cacerolas sin asas.

Encontré el mismo esquema repetido en casa de mis amigos, primos y compañeros de escuela: donde quiera que crecía un jardín se podían encontrar todo tipo de objetos viejos. Aunque la mayoría de esos objetos estaban relacionados con la ingestión y preparación de alimentos (cacerolas en desuso, tazas rotas, vasos y jarras de plástico, envases de yogurt, latas de carne, etc.), también se utilizaban otros sin relación directa con el mundo culinario, como palanganas, orinales viejos y hasta pedazos de juguetes. Recuerdo uno en especial, un casco puntiagudo de plástico que era parte de un disfraz de Bogatyr que vendieron en Cuba a inicios de los 80 (casco, capa, espada y escudo, todo de rojo brillante). Por muchos años el casco rojo, que servía de hogar a los helechos, estuvo colgado de un macramé tejido por mi abuela. En fin, todo aquello que pudiera contener un poco de tierra y que pudiera ser perforado en el fondo para drenar el exceso de agua era (re)utilizado para sembrar plantas.

Los niños también reciclábamos los juguetes, los reinventábamos e imaginábamos: cualquier cosa podía convertirse en un avión, en una pistola, en un barco. La escasez y las restricciones en la compra/acceso a los juguetes espolearon el deseo de imaginar, de buscar lo inalcanzable y de compartir lo poco que teníamos a mano. Pienso ahora en un tipo de “avión” que armábamos con el palito (mango, agarradera) plástico de las paletas de helado. También recuerdo muchos pedazos de juguetes viejos que habían pertenecido a mi padre y que treinta años después eran reutilizados y ensamblados con nuevos juguetes, la mayoría soviéticos.

El mundo material de mi infancia está marcado por lo que podríamos llamar una cultura residual en la que se mezclaban distintas épocas y geografías. Por ejemplo, la taza rota donde se sembraba la mala madre (cinta) había pertenecido a la vajilla del ajuar de mi abuela, a su lado la lengua de vaca crecía en una lata de carne importada de la URSS. El mismo esquema se repite en el interior de la casa y en todo cuanto recuerdo. Los sillones en los que me senté de niño eran los mismos que mi abuela había comprado cuando se casó, cuarenta años atrás, ahora tapizados con vinyl procedente del campo socialista. El refrigerador Westinghouse compartía el comedor con
el TV Krim 218. En el librero coexistían los Sputnik de mi madre con la colección de Reader’s Digest (Selecciones) de mi abuelo. Mis primeras pinturas al óleo estaban hechas sobre el cartón de fondo de las cajas de queso crema (le llamábamos cartón piedra porque tenía una textura peculiar en uno de sus lados; este cartón, creo recordar, venía de los países bálticos) [en La Habana, en cambio, lo conocí como cartón tabla —nota de CM]. Los óleos con los que pinté aquellos cuadros habían pertenecido a mi tía abuela, que estudió pintura por correspondencia en una academia norteamericana en los 50 ¡y todavía servían los dichosos oleos en 1985!

Esa cultura residual, creo yo, estimuló mucho mi imaginación. No sé si estas obras existirían de haber crecido yo en un jardín repleto de vasijas plásticas relucientes y fabricadas en específico para sembrar plantas, o jugando con aquellos robots por control remoto que tanto quise tener.

CM: Los juguetes que recreas en esta serie no son inocuos (casi ningún juguete lo es). Tienen todos una connotación violenta y fatal, cuando no guerrista, ya sea por la posición en que aparecen representados, como es el caso del avión, o por la función del objeto que representan —por ejemplo, soldaditos. ¿Pudieras explicar la relación que ves entre la fatalidad y violencia vinculada al mundo lúdrico infantil y la domesticidad culinaria característica del socialismo cubano en la era soviética a que aluden tus pinturas?

DHG: La serie está en proceso aún y no puedo definir si todas las obras incluirán objetos con este sentido violento o fatalista. Hay obras en las que también incluyo piezas de legos, bolas (canicas) y yaquis (un juego que era socialmente asignado a las niñas, Jacks game en inglés). Pero sí, por supuesto, muchos de los juguetes que utilizo no son inocuos, ni la manera en que los utilizo es inocua. Hay mucho de ironía en su manejo. Aquel primer jardín donde el niño crece y descubre el mundo no es un jardín impoluto: está lleno de serpientes y de juegos cargados de un sentido ideologizante que escapa totalmente a la comprensión infantil.

El soldadito americano que dispara a un avión soviético caído, el indio que amenaza con un hacha a un dinosaurio rojo, los palitos chinos utilizados como lanzas en la que se han empalado las hojas de la siempreviva, el varón que esconde los yaquis de la prima entre las plantas de la abuela para luego jugar con ellos a escondidas, todo esto dice más —mucho más de lo que yo mismo puedo comprender— de una época y de una fatalidad ¿histórica? pesando sobre nuestra infancia.

Como éramos varones (yo, y casi todos mis vecinos y compañeros de juego), nos regalaban pistolas, soldaditos, legos, bolas, etc. Nos regalaban lo que se podía comprar, que no era siempre lo que queríamos. Como varones, jugábamos a la guerra, a las espadas, a las escondidas, a las bolas, y a los soldaditos. Nos dividíamos siempre en dos bandos: los malos y los buenos; los buenos eran los soviéticos, los malos eran los americanos. Nadie quería estar en el bando de los malos —sería interesante estudiar qué tipo de narrativa permeaba los juegos infantiles de mi generación en otros contextos: ¿Cómo jugaban los niños soviéticos? ¿Cómo jugaban los niños en Estados Unidos o en la RFA? ¿cómo era la división de roles entre buenos y malos? ¿Jugarían a los soldaditos pensando en “rusos vs. americanos”? Esto es un tema que tengo pendiente—. Aunque eran juegos que no implicaban violencia física real —especie de pequeño teatro donde podíamos vencer, sufrir derrota o morir y recomenzar todo de nuevo—, en el fondo una enorme dosis de violencia simbólica lo permeaba todo.

A veces me pregunto si esta violencia simbólica del mundo infantil no tuvo su contraparte en la sustitución ¿obligada? de costumbres y tradiciones culinarias cubanas por otras de Europa del Este: La abuela que aprende a hacer borscht por un libro de recetas en ruso con anotaciones en español escritas a mano por su nuera, la madre que prepara té de la RSS [República Socialista Soviética] de Georgia en un samovar traído de Leningrado, y el abuelo que abre a golpes de cuchillo una lata de carne mientras bromea sobre su contenido: “picadillo de oso siberiano.” ¿Qué sentido tuvo (tiene) todo esto?

Abril de 1983. Mientras crece el ajetreo en casa y todos se apuran en terminar la cena para los colegas rusos de mi madre que vienen esa noche a celebrar un cumpleaños, los abuelos no pueden reprimir su nostalgia: “En Cuba nunca se comió tanta remolacha”. “Mi padre sembraba mucho café en la finca, nunca nos faltó el buen café en casa”. “¿Te acuerdas del picadillo con pasas y aceitunas de la fonda del gallego Ramón? ¡Por cinco centavos te daban un cartucho lleno de pasas (y 5 caramelos de contra)!”. “Apúrate con la carne, viejo, que ahorita llegan los bolos”.

No sospechábamos que en menos de diez años a la nostalgia de los abuelos por las fondas de los ‘50 se sumaría nuestra propia nostalgia por esa carne, ese té, y esas remolachas que entonces despreciábamos. En 1992 ya no jugábamos. Habíamos cambiado nuestros juguetes soviéticos por los cassettes de rock & roll y los t-shirts de Kurt Cobain. Tampoco los abuelos cocinaban. Nos reuníamos en silencio alrededor de la mesa vacía, como espectros, a sorber un poco de agua con azúcar bajo la luz del farol mísero. Ya no nos dividíamos en bandos: todos queríamos ser americanos.

Tamborcito artesanal

Tamborcito artesanal

Tamborcito artesanal. 1970s. Colección Cuba Material.

Mucho jugamos con este tambor mi hermana y yo, de pequeñas. No era un juguete. Mi papá lo compró en algún viaje que hizo al interior, por trabajo. Eran los años setentas había poco que comprar, mucho menos juguetes. Tenía una correa trenzada con tiras de cuero blancas y negras, que hace tiempo perdió.

Plastilina para modelar Tainito

Plastilina para modelar Tainito. Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

Por lo general, cuando era niña los juguetes cubanos eran los más feos, los de peor terminación o factura, los menos codiciados por los niños, los que se vendían como «dirigidos», el menos atractivo de los grupos en que el Ministerio de Comercio Interior separaba los juguetes que se vendían anualmente en días indicados. La caja de la plastilina Taínito, dividida en barras de diferentes colores, cada una envuelta en papel encerado, era otra cosa. Traía, incluso, un instrumento de madera con una de las puntas en forma de paleta para modelar la plastilina, y un manual con instrucciones e ideas sobre cómo trabajar la plastifica y qué hacer con ella.

Para socializar a los niños en el nacionalismo revolucionario, esta plastilina lleva por nombre el de una de las principales culturas aborígenes de Cuba, además de incluir en el envase una ilustración de un simpático niño taíno. El manual de instrucciones que la acompaña incluye también consejos sobre cómo modelar utensilios y objetos de la cultura Taína.

***

En On Becoming Cuban: Identity, Nationality, and Culture, por el historiador Louis A. Pérez (1999):

In October 1959 the Agricultural and Industrial Development Bank of Cuba (BANFAIC) sponsored an «Exposition of Cuban Toys,» designed «to exhort the public to buy toys produced in Cuba.» The organizers affirmed: «In addition, the social function of the toy must be stressed, for from the most distant past to the present this has been one of the principal means to promote in the child knowledge of the civilization in which he develops.» (p. 483)

Pinche aquí para ver el manual en pdf de la Plastilina para modelar Tainito.

(nota: Esta entrada es una actualización de una entrada publicada el 3 de septiembre de 2014)

venta anual de juguetes

venta anual de juguetes

Reconocimiento a trabajadores del MINCIN que participaron en la venta anual de juguetes. 1971. Carné facilitado por Janet Vega Espinosa. Colección Cuba Material.

En 1971, los turnos para la venta anual de juguetes se repartieron por teléfono. Cuentan que en La Habana fueron tantas las llamadas para adquirir un turno que las líneas telefónicas colapsaron. Los llamados «coleros» se dedicaban a llamar por teléfono para conseguir turnos para luego vender. Contra ellos, el gobierno lanzó la campaña «¿Quién mató a ‘Billy’ el colero?». En el reconocimiento a los trabajadores que participaron de esa venta de juguetes, el tal Billy, de aspecto medio chulampín y vestido con ropa que parece extranjera, como su nombre, cuelga ajusticiado del cable de un teléfono alcancía.

Canicas. 1980s. Colección Cuba Material.

Durante mi infancia, las canicas se compraban una vez al año, durante la venta anual de juguetes que el gobierno organizaba en el país. Como era niña, nunca se me ocurrió gastar en canicas uno de los tres cupones de que disponía para comprar juguetes. Tampoco tuve nunca la mala suerte de que mi turno cayera el último día, en el que ya no quedaba apenas nada que elegir y había que conformarse con lo que quedaba, aunque fuera una bolsa de canicas.

Muñecos de goma

Muñecos de goma

Muñecos de goma exhibidos en la exposición Pioneros: Building Cuba’s Socialista Childhood, curada por Meyken Barreto y María A. Cabrera Arús. 17 de septiembre de 2015 – 1 de octubre de 2015. Sheila C. Johnson Galleries. Parsons School of Design, The New School. New York, NY.

Algunos comentarios sobre el sistema de venta de juguetes en la Cuba socialista:

En El fogonero: Básico, no básico y dirigido:

Ni Santa Claus ni los Tres Reyes Magos tenían permiso de entrada al Paradero de Camarones, por eso el que nos traía los juguetes era el camión del MINCIN (Ministerio de Comercio Interior). La fecha de entrega tampoco era el 6 de enero, sino un día de julio en el que siempre llovía y las horas se estiraban como si tuvieran un muelle en cada minuto. Una semana antes se hacía un sorteo.
Aracelia y su hijas, Nancy y Aracelita, echaba todos los números de los núcleos (que es el nombre por el que se llamaba a las familias en el borde superior de la Libreta de Abastecimiento) y los iban sacando de uno en uno. Con ese mismo orden consecutivo los niños podíamos pasar a comprar los juguetes. Mi suerte siempre fue pésima, pero en los dos últimos años me tocaron el 4 y el 2.
Con el cuatro alcancé un tren enorme, con estaciones, puentes, túneles, pasos a nivel y una locomotora con la luz encendida que pitaba al cambiar de vía. Con el 2, me compré una bicicleta de hembra (había ido una sola de varón y le tocó al 1). Básico, no básico y dirigido. Teníamos derecho a tres juguetes. El primero con un costo superior a los 6 pesos, el segundo de 2 a 6 pesos y el último, que sólo costaban centavos, era el que te dieran, de ahí su nombre tan preciso.  (…)
* * *
En esto de vivir es del carajo: Los Reyes Magos:
(…) Un día, de pronto, gracias a nuestro gran líder, los juguetes desaparecieron de las tiendas, así como la comida, que era mucho peor y se implantaron las así llamadas ¨libretas de racionamiento¨, desde ése momento, desaparecieron los Reyes Magos y los juguetes que llegaban al país, exclusivamente por esas fechas, se dividían en ¨básicos, no básicos y adicionales¨, a cada familia, según dónde viviera, la metían en una lista, que supuestamente, sorteaban a ver a quienes correspondía comprar el primer día, a quién el segundo y así, la clasificación de los juguetes la determinaba alguna oculta persona de ¨arriba¨, que decidía cuál era un juguete básico y cuál no. En general, se suponía que los básicos eran los más lindos y llamativos, los no básicos, los siguientes en el gusto y los adicionales la pura caca que sobrara.
A mi, en los dos años o tres, que participé en éste sistema, creo que el límite de edad era 12 años, después de eso, dejabas de ser niño a todos los efectos, jamás me tocó el primer día, mi mamá recorría con nosotros la tienda y nos decía que miráramos y decidiéramos qué queríamos, total, por gusto, porque al quinto día, cuando nos tocaba comprar, ya no quedaba nada que sirviera, mi año más afortunado fué uno en el que quedaba un muñequito de lo más chulo, que se suponía venía en pareja con la hembrita, pero que a esas alturas, habían divorciado sin más preámbulos, así que a mi me tocó el machito y a Ade, mi prima, la hembrita.
En esas lides, metían cualquier cosa que se les ocurriera, así que un año me tocó un tocadiscos portátil alemán de maletica, que no sería ningún juguete ni cosa parecida, y que cuando lo recibí me morí de desilusión, pero que en años subsiguientes fué uno de los objetos más útiles de la casa y una de las maravillas más recordadas por mi familia.
Roto entonces, el encanto de la infancia, las cosas se volvían más prácticas, y la gente negociaba en las calles juguetes de un tipo por otro y se hacían tratos de todo tipo.
Y no debería lamentarme, porque en años subsiguientes, los juguetes, sencillamente, desaparecieron, casi hasta hace poco, en los que los empezaron a vender de nuevo a precios prohibitivos, sin necesidad de libreta de racionamiento, pero sólo a aquellos que pudieran pagar semejante extravío. (…)
* * *
EN Baracutey cubano: Los Tres Reyes Magos. La Epifanía del Señor, por Zoé Valdés:
(…) Mamá empezó a pasar noches haciendo cola para un teléfono público. La cola para poder conseguir una llamada desde aquel aparato negro triplicaba la vuelta a la manzana. El teléfono se hallaba situado bajo las arcadas frente al Parque Habana, en la calle Muralla, junto a mi escuela primaria (hoy Fondo de Bienes Culturales, después mudaron mi escuela para la calle San Ignacio). Tampoco era fácil comunicar con el Centro desde donde se repartían los turnos que daban el derecho a comprar los juguetes del Día de Reyes, había que discar y discar, una y otra vez. A mi madre se le hinchaba el dedo de tanto meterlo en el disco descascarado. Tenía el derecho a veinte intentos, si en esos veinte intentos no lo conseguía debía volver al final de la cola, coger otro turno, dormir noches y madrugadas para que no le quitaran el puesto. A veces pagaba al de atrás de ella para que la dejara llamar hasta cincuenta veces. Todo eso sucedía tres meses antes o más, no recuerdo bien, al Día de Reyes, durante el castrismo, claro, y mientras hubo Día de Reyes.
Las madres debían dar el apellido del niño. A mí siempre me tocaba el último día, por lo de la V de Valdés, y entonces había que navegar con suerte para que en ese último día nos concedieran uno de los primeros números. Lo que nunca fue el caso. En consecuencia, año tras año, las opciones a las que pude acceder, eran las mismas, o casi…
Sólo teníamos derecho a tres juguetes por niño. El básico, el no básico, y el dirigido. El básico era el juguete más importante y caro, el no básico era el de menor importancia y menos caro, el dirigido era el impuesto por el gobierno, el que había que comprar obligatoriamente, y por supuesto, el más barato. Yo soñaba con una bicicleta y con patines, esos eran juguetes básicos, preferencialmente para varones. A las niñas nos tocaban juguetes “de niñas”, muñecas, juegos de tocadores, cocinitas, en ese orden… Cuando nos llegaba el turno de compra a mi madre y a mi ya sólo quedaban muñecas de las más baratuchas, juegos de tocadores plásticos (un espejo, un peine y un cepillo), y una cocinita de lata. Para el no básico sólo podía elegir entre el juego de parchís o el dominó, rara vez alcanzaba el de ajedrez. Y en el dirigido siempre escogía lo mismo: un juego de yaquis.
Aclaro que sólo se podía comprar en una tienda indicada por el gobierno. A nosotros nos dieron La Ferretería La Mina, junto a la casa, pero como era un lugar perdido en La Habana Vieja, los peores juguetes llegaban a esa tienda.
Una vez me tocó una muñeca española, de las que mandó el dictador Franco, para congraciarse con Castro. En otra ocasión mi madre compró el derecho a un juguete básico a la madre de Los Muchos, que no tenía dinero para gastárselo en juguetes, o se lo cambiaba por comida. En esa época debía elegir entre desayunar con leche condensada o tener una bicicleta. Por fin la tuve, me costó no sé cuántos, infinidad de desayunos, porque mi madre sacrificó la cuota de latas de leches condensada de varios meses para que la madre de Los Muchos le diera el derecho al juguete básico de uno de sus hijos. Así logré hacerme de la bicicleta, era azul y blanca, y todavía hoy sueño con ella. Con esa bicicleta recorrí La Habana Vieja completa. Incluso cuando me perdía la gente me localizaba por la bicicleta azul y blanca. Mi madre preguntaba de calle en calle: “¿No han visto a una chiquita menudita ella montada en una bicicleta blanca y azul?” Lo mismo hacían mi abuela y mi tía, cada una por su lado. Las respuestas eran siempre las mismas: “Pasó por aquí como una salación en dirección a Egido”. Egido era mi límite.
La bicicleta me fue quedando chiquita, y se fue poniendo mohosa, herrumbrosa, y entonces la heredó Pepito Landa Lora. Su padre la volvió a pintar y a engrasar. Y mi madre volvió a sacrificar otras cuotas de comida para que yo tuviera los patines. Tuve aquellos patines rusos que pesaban una enormidad, y cuando se les fastidió la caja de bolas, Cheo me construyó una chivichana, y luego una carriola, cuando la chivichana se partió en dos.
Maritza Landa Lora y yo cogimos vicio de parchís y de yaquis, con los yaquis éramos unas expertas. Armamos competencias de barrio donde nadie podía ganarnos porque tirábamos la pelota altísimo y hacíamos unas figuras y maniobras estelares con las manos, parecíamos más bien malabaristas.
De más está contarles –muchos de ustedes habrán pasado por lo mismo- que los cambalaches y el mercado negro de juguetes se acentuó a unos niveles grotescos. Entonces cambiaron el sistema por unos bombos o tómbolas a los que había que asistir masivamente, y los papelitos dando vueltas dentro de aquel aparato, eran repartidos al azar. Aunque el azar también se negociaba. A nosotros nos tocó el bombo o tómbola de la iglesia del Parque Cristo, pero ese día mi madre se había hecho Testigo de Jehová y no quería renunciar al teque de la que la había reclutado en eso, por ir a lo del maldito bombo. A mí me dio una especie de perreta, porque se trataba de mis últimos Reyes, o sea ya con catorce años nadie tenía más derecho a los juguetes. Y mi madre sacó el palo de trapear y me hizo ver las estrellas y los luceros del universo. La Testigo de Jehová ni se inmutó, por eso no creo en ellos ni en ninguno. Hasta que a mi madre se le pasaron los tragos y dejó de ser testigo de Jehová para pertenecer a otra secta, creo que la de Adventista del Séptimo Día; ella cambiaba de religión en dependencia de cómo le dieran los tragos mezclados con el Meprobamato. Total, que para mis últimos Reyes me tocaron los peores juguetes, que ya de por sí todos eran malos, porque para la época ya apenas llegaban juguetes de España ni de ninguna parte del mundo: Un juego de tocador, un dominó, y una muñequita plástica negra, que mi madre sentó en el sofá, o sea, la puso de adorno, y la que yo encontraba horrenda hasta que fui encariñándome con ella.
Después se acabaron los Juguetes del 6 de enero, también el concepto de Reyes Magos se había extinguido desde hacía ratón y queso; lo sustituyeron por dos eventos: los Planes de la Calle, aquellas recholatas festivas e ideológicas entre pioneros comunistas, y por el Día de los Niños, el 6 de julio, lo que lo aproximaba al día escogido por Castro para el Asalto al Cuartel Moncada, un 26 de julio, fecha intocable en la Cuba de los Castro. (…)
* * *
(…) El Básico, que era el juguete principal o el mejorcito, el No básico, era el juguete con menos importancia en cuanto a calidad o no sé qué, y el Dirigido, no era más que, si acaso, un juego de yakis, una suiza o algo menos que ésos dos mencionados.
El derecho a comprar los juguetes para el extinto Día de los Reyes en Cuba llegaba en forma de sorteo. Había varios días en los que tenías la posibilidad de comprarlos, pero cuando te tocara, que podía ser desde el primer día hasta el quinto o sexto. En fin, que el primer día, quizás, pudieras comprar hasta una bicicleta rusa, si es que te tocaba el número uno en la lista, pues solo llegaba una bicicleta por tienda. Luego eran otros tipos de juguetes como son: los bebés, las muñecas, los disfraces de vikingos para los varones, patines, etc. Si te tocaba el segundo día, al menos, podías soñar con algún juguete que valiera la pena, pero a partir del tercero, todo lo que quedaba eran juguetitos que no llenaban la imaginación de ningún niño.
De todas formas ya sabíamos que los Reyes Magos no existían. Habían sido expulsados de nuestros sueños, habían tenido que partir al exilio en busca de la libertad que necesitaban para repartir juguetes sin racionamiento, sin temor a la represión y sin que los llevaran a la cárcel con camellos y todo.
Pero la benevolente revolución tenía para nosotros, los niños de antaño, una forma de vender esos juguetes importados de la Unión Soviética y China, de la mejor manera que saben hacerlo: controlado, limitado y basados en la llamada igualdad social para el pueblo. Al final, todos éramos iguales, pero había otros más iguales que nosotros.
Y era así como siempre nos tocaba, a mi hermana y a mí, comprar casi el último día de la famosa venta de juguetes, donde teníamos que conformarnos con algo parecido a un juguetito que pudiera costar ahora el precio de noventa y nueve centavos en cualquier tienda de Miami. Por supuesto, aquellos estaban por debajo de la calidad de cualquiera de éstos ahora.
Y era así como “celebrábamos” el Día de los Reyes Magos, que ya no llamaban así, porque los Reyes Magos se habían convertido en opositores al régimen y cabalgaban por otras partes del mundo llevando sus sueños en bolsas cargadas al hombro, repartiendo ilusiones a otros niños que no tenían que usar pañoletas de pioneros comunistas, ni gritar consignas arcaicas llenas de odio. Nosotros, seguíamos siendo los niños cubanos que la revolución magnánimamente nos hacía llegar sus limosnas, mientras que los hijos de los dirigentes, o los “hijos de papá”, como se les conocía, tenían los mejores juguetes comprados en países capitalistas que los demás mirábamos como algo lejano e imposible y, boquiabiertos y estupefactos, no entendíamos entonces esa “igualdad social” de la que nos hablaban. (…)

Armónica Victory. Hecha en China. Regalo de Yasiel Pavón. Colección Cuba Material.

Cuando salió de Las Tunas hacia Estados Unidos, en los tempranos años noventa, tenía muy pocas cosas que llevarse. Entre los dos o tres recuerdos y pertenencias con los que pudo o quiso cargar, estaba su vieja armónica. Aunque tenía parte de la pintura gastada y en algunas esquinas se veía abollada, conservaba el aura de lo exótico, del blues y el rock & roll del país en donde viviría.

Yo nunca tuve una, pero siempre añoré tener una armónica. Se me hacía tan «de afuera» como los «pitusas» y los «popis».

Jabones Nácar

Jabones Nácar

Jabones Nácar. 1980s. Colección Cuba Material.

Fragmentos de Estar allí entonces: Recuerdos de Cuba 1969-1983, por Gregory Randall (Edicions Trilce, 2010).

(…) En esa época llegaban a Cuba personas de todas partes del mundo a contribuir solidariamente con la Revolución cubana. Técnicos rusos, de Alemania del este, búlgaros o checos. Compañeros de toda América Latina o de Europa occidental. Ingenieros, agrónomos, matemáticos, biólogos, médicos. Los cubanos decidieron crear una libreta especial para extranjeros. También era una libreta de racionamiento pero daba derecho a algo más que la libreta común. Los cubanos no querían someter a todos esos amigos que dejaban voluntariamente las comodidades de sus países de origen a los mismos sacrificios que estaban asumiendo ellos. Cuando llegamos nos ofrecieron esa «libreta para extranjeros» pero mi madre la rechazó. (…)

(…) Como al resto de los cubanos, y a pesar de los regalos, nos faltaban muchas cosas en la vida diaria, desde jabón hasta comida.

(…) Yo quería mucho tener una pistola de fulminante pero en Cuba en esa época estaba todo racionado. No sólo la comida y la ropa sino también los juguetes. Había un único día en el año en que los niños cubanos tenían derecho a la compra de tres juguetes: uno básico y dos adicionales (el primero se distinguía por un precio mayor). Desde días antes ya se iban llenando las vitrinas y se formaban colas inmensas para conse- guir los primeros lugares para entrar a comprar. A cada quien le tocaba la tienda de su barrio. En cada una había una cantidad limitada de cada juguete. Todos los niños tenían derecho a tres pero no todos eran iguales. Había quizás treinta bicicletas en una tienda dada de modo que uno podía obtener un juguete grande como estaba estipulado pero no necesariamente la deseada bicicleta. Ser el primero en la fila era importante para poder escoger. A lo largo de los años inventaron todo tipo de métodos para evitar esos problemas: probaron otorgar los números alfabéticamente, aleatoriamente o por teléfono, pero siempre fue difícil conciliar escasez con justicia.

(…) En ese tiempo el modelo ideal de las escuelas cubanas eran los internados (que llamábamos «becas»): los niños vivíamos en ellos de lunes a viernes y nos íbamos a casa el viernes de noche para pasar el fin de semana con la familia. En la beca nos repartían libretas y lápices y teníamos acceso a los libros necesarios. Nos daban comida y vestimenta gratis —el uniforme y «ropa de trabajo», incluyendo zapatos— y recibíamos una educación que se iba construyendo con la mejor intención del mundo y con los recursos que había. Muchos niños cubanos estaban «becados», especialmente aquellos que venían de familias más humildes o de zonas de difícil acceso. Esas escuelas eran un espacio colectivo donde se pretendía ir formando el «hombre nuevo» sin el cual no parecía tener futuro la Revolución. Las becas también permitían que los padres «hicieran la Revolución y el amor» mientras el Estado se ocupaba de los niños.

(…) Durante ese año todo el país tensaba sus fuerzas para «la zafra de los 10 millones», la economía estaba en ruinas y no había casi nada en las bodegas pero en las becas cada niño tenía comida, ropa y útiles escolares asegurados. Allí teníamos deporte y estudio, atención dental y médica, cine, ajedrez y ping-pong.

Pronto los cubanos (con esa autocrítica constante que los caracte- riza) se dieron cuenta de que era muy duro para un niño de diez años separarse de la familia tanto tiempo.

(…) Nuestro hogar era ahora muy distinto del que habíamos dejado en México. Ya no había sirvientas que se ocuparan de nuestras cosas y muchas comodidades materiales habían desaparecido de nuestras vidas aunque nuestro apartamento era amplio y estaba en un barrio bello y céntrico. No había agua salvo una hora al día durante la cual llenábamos frenéticamente todo recipiente existente incluyendo la tina de un baño que había quedado destinada a ese fin. El agua debía servir hasta el día siguiente. Los apagones eran frecuentes y ya estábamos habituados a bañarnos con agua fría.

Mis padres habían establecido ciertas reglas en casa. El trabajo doméstico estaba repartido de manera muy estricta e igualitaria. Cuando llegaba de la beca debía lavar mi ropa a mano pues no existía la lavadora. Mis hermanas también lavaban su ropa. Lavar los platos, limpiar la casa, todo estaba repartido de manera que el trabajo doméstico fue- ra colectivamente asumido. Me acostumbré rápidamente a ese nuevo régimen que parecía desprenderse naturalmente de la empresa en que estábamos todos: construir la nueva sociedad con nuestras propias manos. Miro hacia atrás y a veces me doy pena lavando esas sábanas gigantes con nueve o diez años. De vez en cuando mi madre o Robert nos daban la sorpresa de lavar algo de nuestra ropa y ese era como un regalo especial.

(…) Cada apartamento ocupaba un piso entero. El nuestro era el noveno. En el décimo piso vivían Ambrosio Fornet y su familia. Sus hijos tenían edades similares a las nuestras y poseían un tesoro: la colección completa de las historietas de Tintín. También me hice muy amigo de los hijos de Tomás y Alicia, los vecinos del cuarto piso. Él era arquitecto y ella ama de casa. Con ellos fui varias veces de vacaciones a la playa.

En el segundo piso vivían Mercy y Roberto con dos hijas. Él era periodista y ella economista, ambos militantes revolucionarios de muchos años. Trabajaban en el Centro de Estudios sobre América anexo al Comité Central del Partido Comunista de Cuba (PCC). Eran inteligentes y sofisticados y formaban parte del grupo de profesionales que contribuía a pensar la línea del Partido. Ella había estado casada con Juan Carretero, uno de los contactos entre el Che y la isla durante la guerrilla en Bolivia. Junto a él, Mercy estuvo vinculada al apoyo que Cuba brindaba al movimiento revolucionario latinoamericano y que se canalizaba a través del Departamento de América del Comité Central del PCC. En esas vueltas había estado también en Chile durante el pe- ríodo de la Unidad Popular.

(…) Miles de personas huyeron de Cuba al triunfo de la Revolución y sus propiedades fueron expropiadas y otorgadas a los que se habían quedado. Muchas de esas viviendas se convirtieron en oficinas públicas. Otras se convirtieron en las becas de Miramar donde estuvimos los primeros años. Otras fueron entregadas a los centros de trabajo para que vivieran allí sus empleados. Así fue como llegamos a ese apartamento. Como toda familia cubana después de la Ley de Reforma Urbana aprobada al principio de la Revolución, pagábamos por concepto de alquiler el 10% del principal ingreso familiar. Cuando Robert se fue y el apartamento quedó a nombre de mi madre, pasamos a pagar 21 pesos por mes de alquiler, pues su salario era de 210 pesos.

Años después fue aprobada una ley que otorgaba esas viviendas en propiedad a los inquilinos que hubieran pagado durante veinte años. Así es como miles y miles de viviendas cubanas tienen ahora legalmente varios dueños: aquellos que se fueron del país y que seguramente esperan algún día tomar posesión nuevamente de esos bienes y los que se han quedado viviendo allí, pagando su mensualidad y finalmente adquiriendo los títulos de propiedad. Mi hermana Sarah siguió allí. Luego de cumplir veinte años en esa vivienda pagando la mensualidad correspondiente —y aprovechando las regalías que le pagaron los cubanos a mi abuela por traducir a José Martí al inglés— se acogió a esa ley y ese apartamento pasó a ser propiedad de la familia a fines de los años ochenta.

A veces tocaba la puerta de nuestra casa un muchacho mal vestido y sucio. Un auténtico loco. Se decía que había sido habitante de nuestro apartamento. En ocasiones le abríamos la puerta y le hablábamos, pero cuando podíamos lo evitábamos. Nunca supe realmente quién era pero me daba la impresión de ser un fantasma del pasado. ¿Sería realmente el hijo de los antiguos dueños? ¿Y quiénes serían los antiguos dueños? ¿Quizás gente que se fue del país al principio de la Revolución y su casa fue expropiada? Pero en ese caso ¿por qué el hijo no se había ido con ellos? Los locos son mensajeros extraños.

(…) Cuando estaba terminando la primaria me enteré de que existía una escuela «vocacional» llamada Vento. Era algo así como una escuela con mayor rigor académico a la que se accedía por expediente y donde se suponía que los niños podían desarrollar mejor sus respectivas vocaciones. La entrada era muy selectiva: había un número pequeño de lugares por región y se concursaba según las calificaciones de primaria para lograr el ingreso. Sarah, que entró un par de años después, fue la única que lo logró en su escuela. Conseguí entrar allí. Era el primer año de mi educación secundaria y seguía becado. Esta escuela estaba también en casas recuperadas como las de mi beca anterior, pero en la zona de Marianao.

Había algunos cambios en la vida cotidiana. Ahora teníamos varios profesores en vez de un maestro y el trabajo manual se convertía en una actividad cotidiana. Me tocó trabajar produciendo artículos deportivos. Ese año hice redes de baloncesto y pelotas de béisbol. Las redes las tejíamos con una cuerda gruesa enrollada en una agujeta que utilizábamos con habilidad para hacer los nudos. En los ratos libres intercambiábamos con algún amigo un nuevo punto de macramé. Las pelotas de béisbol tenían un corazón de trapo que apretábamos con fuerza entre nuestras pequeñas manos mientras enrollábamos una cuerda fina en todas direcciones. Un molde y un martillo de madera nos permitían darle una forma lo más esférica posible antes de coser algo parecido a una piel que las cubría.

(…) Ese año estuvimos en Vento mientras se construía nuestra futura escuela: la escuela Lenin, que sería el buque insignia de la educación cubana. Fue equipada por la URSS que donó laboratorios y mobiliario. En realidad era una verdadera ciudad escolar para 4.500 alumnos, todos becados. Había además cientos de profesores y funcionarios, muchos de los cuales también dormían allí. Estaba formada por nu- merosos edificios dedicados a dormitorios y un conjunto de instala- ciones deportivas y culturales impresionante: decenas de laboratorios de física, química, biología e idiomas; salas acústicamente acondicionadas para el aprendizaje de la música, dos piscinas olímpicas de 50 metros, un tanque de clavados, terrenos de baloncesto y vóleibol, can- chas de béisbol y de tenis, pista de atletismo, tres museos, varias salas de teatro, un gimnasio formidable. La escuela estaba ubicada cerca del nuevo jardín botánico que incluía zonas con plantas típicas de los distintos continentes y cerca también del Parque Lenin formado por 50 hectáreas de pasto ondulado con restaurantes, juegos infantiles, palmeras y bambú y que se iba convirtiendo en uno de los lugares de esparcimiento preferido de los habaneros.

La escuela Lenin incluía a estudiantes desde séptimo hasta terminar la educación media. En ella funcionaban decenas de círculos de interés: desde espeleología hasta astronomía, pasando por química o televisión. Cada círculo de interés poseía equipamiento para que los niños pudieran aprender experimentando. Los que estábamos intere- sados en periodismo teníamos nuestro propio periódico, el Juventud de Acero, que escribíamos, editábamos y publicábamos nosotros mismos. Los muchachos de vela tenían acceso a un velero para navegar en él y los de espeleología tenían el equipamiento necesario y salían en expedición a explorar cavernas.

Para cumplir el principio de la combinación del estudio y el trabajo la escuela contaba con varias facilidades: estaba rodeada de campos sembrados con cítricos, papa, tomates y otras hortalizas que eran cul- tivados y cosechados por los alumnos. El producto de esas huertas formaba parte de nuestra dieta. Se levantaba también una verdadera zona industrial al lado de la escuela donde los alumnos producíamos pilas, radios, centrales telefónicas y las primeras computadoras cuba- nas, las llamadas CID-201-B.

(…) La Lenin funcionaba como una escuela de elite que formaba a la futura clase dirigente del país. La escuela era una mezcla extraña. Por un lado excelentes instalaciones materiales y seguramente la mejor educación a la que se podía aspirar en ese momento en Cuba. Por otro lado un sentimiento de pertenecer a una elite. A la escuela se entraba por expediente donde lo determinante eran las notas aunque estaba claro que no era ese el único mecanismo de ingreso. La concentración de autos durante las reuniones de padres indicaba la cantidad de hijos de jerarcas y profesionales. Seguramente algunos entraban por «palanca» (es decir por el favor de alguien con poder) o quizás era el efecto natural del bagaje cultural que se transmite a los hijos. Había chicos de origen humilde que venían en ocasiones del interior del país y había también unos cuantos «hijitos de papá», que a veces eran los más abusivos e impunes.

(…) Recuerdo la discusión sobre el uniforme escolar, que prácticamente fue diseñado tomando en cuenta la opinión de los chicos que íbamos a usarlo. Se discutía desde el color y el tipo de tela hasta el corte de la ropa. Las niñas exigieron que las faldas tuvieran un cierto largo, no recuerdo si arriba o abajo de la rodilla, y así se hizo. Pero luego cambió la moda y los nuevos uniformes ya estaban siendo distribuidos. No era sencillo conciliar la moda con la democracia participativa en un contexto de escasez.

(…) Las diferencias eran grandes entre esa escuela y la Escuela Lenin que había dejado. Los dormitorios eran similares pero acá no había círculos de interés, museos o piscinas. Al mismo tiempo comparaba ese ambiente con el que había dejado en la Lenin y me parecía que en Río Seco II los muchachos eran más brutales pero en cierto sentido más sinceros. Había códigos de conducta un tanto primitivos pero allí un «amigo era un amigo» y no sentía los dobleces y mezquindades de los «niñitos bien» que había dejado en mi anterior escuela. Había dos grandes bandas: la de los que estaban estudiando para profesorado de inglés eran en su mayoría «pepillos». Estos eran admiradores de la cultura norteamericana, escuchaban rock, vestían con jeans e intentaban copiar el estilo de los jóvenes norteamericanos. Se sentían sofisticados y algunos de ellos hablaban abiertamente de «irse para la Yuma» (o sea para Estados Unidos) como de un sueño. Los que estudiaban para ser profesores de Historia eran en su mayoría «guapos»: cuidaban con esmero la limpieza de sus zapatos blancos y planchaban con almidón sus ropas (o más bien las lavaban con jugo de arroz y las ponían abajo del colchón que era lo que teníamos como sucedáneo).

(…) En una de esas visitas los empleados de un centro de trabajo le plantearon a Fidel el problema de la vivienda. Uno de ellos propuso una solución. La idea era simple: cada centro de trabajo seleccionaría un grupo de personas que construiría un edificio de apartamentos destinados a todos los empleados de ese centro. Mientras unos construyeran el resto los supliría en sus tareas normales de modo que todos harían un esfuerzo suplementario. El Estado pondría la dirección técnica y los materiales. Así se hizo y el que propuso la idea quedó encargado de ponerla en práctica. Se formaron miles de «micro- brigadas», cada una formada por 25 personas. De ellas sólo 19 se dedicaban a construir su edificio, los otros 6 se incorporaban a brigadas que construían las obras de interés común de los barrios que así iban surgiendo: calles, círculos infantiles, supermercados, escuelas.

La gente sentía claramente que ese edificio era de ellos y eso se expresaba de manera muy clara: iban a trabajar allí los fines de semana, en las noches, a toda hora. Cuanto antes se terminara el edificio antes podrían ocuparlo. Los apartamentos terminados eran repartidos en una asamblea y otorgados a aquellos que más habían aportado al esfuerzo colectivo y que más necesidades tenían. Los beneficiados pagaban 5% de su salario durante veinte años y luego el apartamento era de ellos en propiedad.

(…) El modelo se propagó por todo el país en medio de un gran entusiasmo. Un día los microbrigadistas decidieron en asamblea aumentar su jornada laboral a 10 horas diarias sin aumento de salario como una contribución más a la Revolución. Para significarlo decidieron pintarse en el casco blanco la estrella tupamara de 5 puntas con la T en el me- dio que identificaba al admirado Movimiento de Liberación Nacional- Tupamaros (MLN-T) del Uruguay. No sé qué habría pensado un obrero uruguayo si le decían que en Cuba ser Tupamaro era trabajar 10 ho- ras diarias cobrando el salario de 8. Era una fiebre constructiva. Por doquier se veían los cascos blancos con la estrella tupamara. Y fueron surgiendo por todos lados los barrios de microbrigadas. Eran barrios de viviendas humildes pero hechas con amor.

(…) Un juego de sofás viejos pero acogedores llenaba la sala. En seguida estaba el comedor con una gran mesa de madera y luego la cocina, amplia y funcional.

(…) En un clóset guardaba mis más preciados tesoros: un anillo construido con el fuselaje de un avión yan- qui derribado por los vietnamitas que mi madre me trajo de su viaje a Vietnam; varios restos arqueológicos que me regaló Laurette; la pistola de juguete que me regaló Roque; el feto humano en su frasco de formol que me regaló aquella doctora con quien vi la autopsia en Pinar del Río; un manuscrito de poemas que dejó conmigo un compañero boliviano antes de irse a su patria a luchar. Las paredes se fueron cubriendo de fotos de personas que admiraba: Miguel Enríquez, Fidel, el Che, George Jackson, Albert Einstein y fotos de mujeres que había amado.

(…) Para regresar a La Habana esa vez nos tomamos el «tren rápido». Esa era una de las grandes obras de infraestructura que transformaba el país: una carretera de 8 vías que debía atravesar la isla entera pero que llegaba por el momento hasta Las Villas, un tendido de cable coaxial que debía permitir el tráfico de datos y el famoso tren rápido que se decía que hacía el trayecto Holguín-La Habana en sólo 8 horas. Así es que subimos a ese tren con la intención de llegar en poco tiempo. Pero el viaje duró en realidad 24 horas. El tren avanzaba largos trechos a paso de tortuga o paraba por razones inexplicables. Lo más increíble que nos pasó fue cuando sentimos que el tren paraba en seco en medio de un cañaveral. Los pasajeros nos asomamos curiosos y nos encontramos en medio de un océano verde. La caña de azúcar ondeaba al viento en todas direcciones hasta perderse de vista. Atónitos observamos que la locomotora desenganchaba y se iba. Allí quedamos unos cuantos vagones por un par de horas en medio de la inmensidad verde. No hubo ninguna explicación. Un rato después la locomotora volvió, enganchó los vagones y seguimos viaje. La explicación más natural que nos dimos todos era que el maquinista había ido a visitar a una novia que tenía por allí.

(…) Durante los años que viví en Cuba el transporte siempre fue un problema. Era común que las muchachas hicieran dedo y muchas conseguían aventones. Nosotros quedábamos esperando mientras las veíamos alejarse en el auto que las había recogido. Era necesario salir muy temprano de casa para no llegar tarde a clases.

(…) Como parte del esfuerzo por desarrollar la electrónica, los cubanos habían decidido en los años setenta construir computadoras en Cuba y a pesar del bloqueo se las arreglaron para llevar a Cuba una PDP11, la popular computadora de Digital. Esa máquina fue «fusilada» como se decía entonces. La copiaron detalle a detalle y empezó la producción en serie de lo que se llamó «la primera computadora cubana». La llamaron CID-201-B, era una copia fiel de la PDP11. Esa máquina estaba construida con la tecnología de la época, previa a la aparición de los microprocesadores.

(…) Los productos de primera necesidad estaban garantizados y poco a poco iba avanzando la «frontera del lujo». Algún producto antes inexistente aparecía al principio en pequeñas cantidades y era repartido a aquellos compañeros que la asamblea del centro de trabajo seleccionaba como los mejores o más necesitados. Poco después llegaban a las tiendas productos suficientes y entonces ese artículo «se liberaba», es decir que ya todos podían comprarlo. Recuerdo cuando aparecieron los relojes de pulsera. Fui con mi padre a verlos en las vitrinas de una tienda. Un año después serían ya algo banal pero entonces todavía parecían un producto raro y codiciado. Lo mismo pasó con los televisores y las radios portátiles y con productos casi imprescindibles en el calor cubano como las heladeras y los ventiladores.

(…) Una vez fui a Nueva York y un amigo me pidió un favor. Sus padres se habían ido hacía años a Estados Unidos y él no respondía sus cartas. Cuando supo que iba a Nueva York me entregó una nota para su madre y me pidió que la buscara. Eso hice. Fuimos Robert y yo a verla. Me parecía que hacía una obra grande ¿quizás llevaba un mensaje de amor? La mujer vivía en un apartamento humilde en Brooklyn. Me recibió muy emocionada junto a un pariente. Leyó para sí la carta de su hijo. Era quizás la primera carta en muchos años. Nosotros esperábamos en silencio sentados en su pequeña sala. En esa carta mi amigo le pedía que le comprara un reloj Rolex de oro que yo debía llevar a Cuba. La mujer y el hombre se miraron y casi sin darse cuenta de nuestra presencia empezaron a imaginar qué hacer. No pusieron en duda la necesidad de responder positivamente al pedido. Deberían pedir dinero prestado a varios parientes pero lo harían a como diera lugar. Unos días después me entregaron ese reloj que llevé puesto cuando volví a Cuba. La señora me suplicó que le diera a su hijo un mensaje extraño. Debía explicarle que si aprendía inglés ella le enviaría un colchón de regalo. Los años de aislamiento mutuo crearon percepciones absurdamente distorsionadas sobre el otro. La pequeñez humana hizo lo suyo. Ese amigo no respondía las cartas de su madre y ahora le pedía un Rolex de oro y esa señora obsesionada con que su hijo aprendiera inglés le mostraba desde lejos un colchón como señuelo. Cada vez que volvíamos a Cuba, los amigos y conocidos esperaban que les trajéramos algún presente «del otro lado», podía ser un bolígrafo o una tontería cualquiera. Siempre veníamos cargados de muchos regalitos de ese tipo.

Una extraña combinación de circunstancias iba desarrollando en muchos cubanos de la isla un cierto orgullo chovinista por su participación en esa Revolución y a la vez una especie de obsesión con algunos bienes materiales que no tenían al alcance de la mano. Un pantalón vaquero o un reloj de marca, un par de tenis o un bolígrafo, cualquier objeto de ese tipo adquiría un valor desmesurado. A la vez el aislamiento del mundo exterior y la vida «protegida» por un Estado paternalista iban generando una incapacidad profunda para entender ciertas cosas. Un cubano medio suponía que «afuera» era prácticamente gratis obtener muchos bienes materiales y estimaba natural que quien saliera les trajera esas «bobadas» de regalo.

(…) Adela me contó su historia. A lo largo de esos años estuvieron en varios países trabajando y desde hacía un tiempo estaban de nuevo en Cuba. Juan era militante del Partido y dirigente de una empresa. Ha- bía aceptado coimas. En algún momento el Partido decidió hacer una gran campaña contra la corrupción y como correspondía a la tradición cubana castigó con especial dureza a los dirigentes. Juan había sido condenado a seis años de cárcel de los cuales ya llevaba uno cumplido en condiciones muy duras. Estaba junto a otros presos comunes en dormitorios colectivos, trabajando en el campo y con comida escasa y pésima. Adela casi lloraba cuando me contaba que Juan pesaba sólo 50 kilos y que no era justo que estuviera allí. Estaba entre asesinos arriesgando la vida cada día. «Ahora está enfermo y lo tienen internado en el Hospital Fajardo, acá cerca», me dijo.

Muñecas

Muñecas

Muñecas exhibidas en la exposición Pioneros: Building Cuba’s Socialist Childhood (2015). Colección Cuba Material.

Mi familia materna le dio albergue, en su casa de El Vedado, a uno de los campesinos que el Movimiento 26 de julio invitó a la Concentración Campesina que se celebró en La Habana el 26 de julio de 1959. Entre las atenciones que tuvieron para con el visitante, le regalaron una muñeca que caminaba, decía «mamá» y «papá» y tenía un ropero bien surtido. La habían comprado para mi mamá y ahora se la enviaban de regalo a la hija, más pequeña, de su invitado.

De niña, cuando jugaba con las feas muñecas cubanas adquiridas con la libreta de racionamiento durante la venta anual de los juguetes, sufría pensando en la hermosa muñeca de mi mamá que mis abuelos regalaron.

***

En el Informe del Dr. Ernesto Guevara, Ministro de Industrias en la Reunión Nacional de Producción de 1961 (publicado en Díaz Castañón, María del Pilar. 2004. Ideología y Revolución. Cuba, 1959-1962. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales):

En la Empresa Consolidada del Plástico no ha habido datos. Se produce una gran variedad de artículos, y no hay datos comparativos. Se encuentra paralizada una fábrica de muñecas por falta de materias primas, como son cuerpos de goma, etc., todas las cosas de muñecas. La fábrica consta de 94 trabajadores. Ahora bien, no creemos fundamental este paro, ya que por una parte todas las materias primas hay que conseguirlas en el área del dólar, y por otra parte, no es un artículo de uso necesario. Se está tratando de buscar una fórmula a base de “plastrifrol” y de vinil para elaborar las cabezas y los brazos de las muñecas y localización de sustitutos nacionales para el resto de las materias primas necesarias. Seguramente que lo conseguiremos, pero nos faltó también prever estas cosas. (p. 256)

Tigre de peluche

Tigre de peluche

Tigre de peluche. años ochentas. Foto cortesía de Claudia Cruz Barigelli.

George Gautier: Voltus V y las primeras clases de capitalismo y mercado:

No se cuantas veces, quizá mas de 50 o 60 vi repetidas tandas del anime japonés VoltusV. Con un peso, si entrabas temprano, podías ver la película cada vez que quisieras hasta que cerraran el cine ese día. Después, hambriento y acelerado por la ilusión del mundo de fantasías tecnológicas del imaginarium nipón, cruzábamos a la pizzería de 23 y 12 llamada Cinecittá a engullir deliciosas pizzas de 1.20, en un sitio que no podía tener mejor nombre, porque llegábamos ahí siempre con la ilusión del mundo cinematográfico desde donde hubiéramos estado antes.

A golpes limpios hacíamos la cola después de ver películas de Bruce Lee, o a tiros después de ver películas del oeste italiano con Trinitty y Bud Spencer. Volábamos en las naves de la guerra de las galaxias o nos abatíamos en feroces combates de espadas láser donde fingíamos ver volar nuestros miembros por el aire a cada corte de la luz imaginario. Pero lo de VoltusV fue apoteósico.

Penosamente lo que nos proyectaron en los cines no fue mas nada que unos cuantos capítulos editados de una serie con un guión mucho mas profundo y complejo que lo que nos dejaron ver. Aun así, era una historia grandiosa. Heroica, de hermandad, lealtad, perseverancia y valentía. Y la creatividad de la tecnología ficticia japonesa que aun hoy deslumbra a los mas jóvenes.

Claro, no había mercadotecnia. Al unísono en muchas escuelas se les ocurrió a los niños conseguir fotogramas de la película. Se le llamaban «Fotico e voltuV» Esa experiencia no era nueva. Nos escapábamos muy seguido de clases para ir a revisar al basurero del ICAIC por 25 y 10 en el Vedado. Ahí recogíamos los fotogramas de muchas películas de la época, ya fuera porque tiraban rollos enteros o los retazos de las ediciones manuales de los laboratorios de fotografía. Estos fotogramas se intercambiaban entre los niños, que mirándolos a trasluz comprobaban la calidad del tesoro. Estos fotogramas se podían montar en diapositivas para los curiosos o pegarlos directamente en el hierro de un proyector ruso de diapositivas para proyectarlos sobre una cartulina en la pared y dibujar sobre ella, haciendo unas reproducciones casi perfectas de actores y escenas que eran vendidos a peso y a veces hasta 1.50 en las aulas según la calidad de la hoja, si era cartulina blanca o cartulina marrón de file.

Yo mismo hacía excelentes dibujos calcados de estas proyecciones de fotogramas de las películas de karate, westerns y animados, los que fueran. A los coleccionistas les encantaba y además daba mis toques propios de claros oscuros que había oído decir por ahí y mis puntos de fuga, que también había oído decir por ahí… Pero Voltus tenía buenísima salida. Nos pagábamos la merienda y el almuerzo con esto. La competencia era sana y acordada. Mismo precio, distintos fotogramas hasta que un día arreció el mercado. Se apareció en la puerta de la escuela un señor mayor de apellido Carvajal que vendía fotos… ¡Fotos! de la película de VoltusV. Aunque estas eran mas caras, como 3 pesos, nuestro producto no se sostenía y ahí tuvimos una primera lección de mercado.

Lección comercial Nº 1: Tu producto no tardará en ser copiado y mejorado por compañías rivales.

Alguno que otro se aventuró a apedrear al señor, pero la mayoría decidimos que teníamos que adaptarnos, así que convencimos al señor que queríamos comprarle bastante fotos para poder ir a su casa y ver como lo hacía. Cuando fuimos, los integrantes de nuestra corporación de foticos de VoltuV vimos impávidos como el señor nos mostró amablemente el proceso. No tenía maldad comercial o sabía que era demasiado complicado para nosotros. Nos enseñó como positivar uno de los fotogramas en una ampliadora y después un montón de procesos químicos para imprimir la imagen en papel fotográfico común. Era demasiado complicado y costoso para nosotros. Ni de broma nuestras madres nos iban a dejar manipular nitrato de plata o como se llamase lo que usaba y mucho menos tener una habitación en nuestros magros hogares con iluminación controlada para estos menesteres. Alguno que otro arengó a comprarse la maldita ampliadora pero el resto del consejo de comerciales no lo vio factible, así que muchos de nosotros tuvimos que regresar al viejo negocio de pasar por encima de los juegos de bolas con agujeros en las suelas para, con un hábil movimiento de los dedos de los pies ir recolectando bolas que después venderíamos en 20 centavos a sus mismos dueños al día siguiente. Excepto los tiritos y cuatripaletas que esos, al no ser genéricos, podían ser reconocidos por cualquiera, pero bueno, había un procedimiento establecido para este negocio que no había fallado nunca, ni había encontrado competencia y mucho menos tan cruel como las que nos había hecho el señor Carvajal con toda su parafernalia química y técnica que nos dejó en la cuneta de la mercadotecnia cinematográfica.

Pero había uno del grupo que no se dio por vencido y buscó y buscó hasta que arreglamos con alguien del laboratorio del ICAIC que nos diera trozos de películas bastante largos y en una tienda de fotos pegábamos fotogramas hasta conseguir hacer una buena parte de la película en un rollo de diapositiva estándar para los proyectores rusos.

El estreno trascendió las fronteras del fanguito y comenzamos a vender en las ligas mayores, película de VoltusV en diapositiva con los subtítulos pegados y todo, a la astronómica cifra de 10 pesos. Cogíamos los botecitos o pomitos de las películas de diapositivas rusas y con alcohol le borrábamos el ruso titulo. Ahora el producto tenía una presentación impecable.  El negocio de las fotos fue abajo ya que en estas composiciones de diapositivas eran coleccionables auténticos de la película original, aunque la mayoría de las versiones proyectadas fueron dobladas al español en algunas se veían hasta los diálogos en los fotogramas. A 5 pesos comprábamos el rollo del extracto de la película ya editado y a 10 se vendía como por arte de magia. En aquel tiempo superó las ventas de las películas en diapositivas de Elpidio Valdés y los intercambios por todas las películas rusas. Es señor Carvajal dejó de vender sus fotos directamente.

Lección comercial Nº 2 – Consigue un buen proveedor de primera mano con la máxima calidad de producto que supere lo que está en venta.

Poco después nuestro proveedor falló. Se asustó un poco de estar cogiendo los caros rollos de 35 mm para imprimir este tipo de cosas infantiles y ya se dio por terminado la temporada de venta de foticos de VoltusV. El señor Carvajal comenzó a vender fotos del Bolo Jeun y Chuck Norris y también inició la temporada de fotos de Rambo y un personaje de Arnold el impronunciable que se cargaba a todo el mundo con su espada y sus esteroides. Nosotros volvimos al negocio de las bolas hasta que uno del grupo se le ocurrió que si las aspiraba con una cerbatana la producción de bolas robadas para reventa posterior iría en un aumento exponencial ligada a la necesidad del mercado, pero junto a las bolas aspiró varias libras de tierra en el primer día del experimento y fue hospitalizado grave por broncoaspiración sólida, de la cual tardó bastante para curarse, lo cual nos dejó una tercera ley comercial importante.

Lección comercial Nº 3 – Estudia a fondo la tecnología de todos los procesos ligados a tu producción antes de anunciar un producto, para evitar paradas improductivas y lo que es mas peligroso, la completa destrucción de los medios de producción y personal a cargo. Si no se está seguro de la introducción de nuevos cambios ¡¡No los hagas!! la casualidad nunca estuvo ligada positivamente a la innovación.

Y ahora en el 2016 un amigo me manda un link de Ebay donde venden a VoltusV que se desarma en las navecitas y todo. ¡¡Me caguen todo lo que se mueva!!! ¡¡Todos los rencores empresariales han salido a flote!! ¡¡Maldición mil veces!! ¡¡Como nunca pudimos tener este VoltusV original ¡¡Que impotencia!!

Necesitaría una máquina del tiempo para ir con este Voltus en las manos y decirle al señor Carvajal ¡¡Donde está tu dios ahora maldito!! ¡¡Donde está!! Pero el señor Carvajal no debe existir ya. Era bastante viejo en los 80s. Maldición mil veces, compraré un muñeco de estos y lo llevaré a mi tumba y en el mas allá se lo llevaré al señor Carvajal donde quiera que se encuentre y le gritaré esto:

¡¡DONDE ESTÁ TU DIOS AHORA SEÑOR CARVAJAL, DONDE ESTÁ!!!

Pelota de caucho

Pelota de caucho

Pelota de caucho. Hecha en Cuba. 1970s y 1980s. Imagen tomada de internet.

En Progreso Semanal: Una niñez muy feliz:

Yo tuve una niñez muy feliz en Cuba, y lo siento mucho por aquellos que no la tuvieron. Yo fui pionero y eso no me causó trauma alguno. Todo lo contrario, me educó en el respeto a los símbolos patrios, a mi país.

Yo tuve que ir a la escuela siempre pelado, limpio, abotonado, con las tareas completas, libretas ordenadas. Yo tuve maestros estrictos pero amables y buenos. Tuve amigos, muchos amigos, que nos permitían tener interminables horas de juegos. Yo jugué al cuatro esquinas, la tacha, el pon, el quimbe y cuarta, al taco, al burrito 21, al come fango, a los escondidos, los pistoleros, el pega´o.

Yo toqué puertas en las noches, tiré huevos, puse alambres entre los canteros. Yo tuve muchas novias que nunca lo supieron pero que me hicieron muy feliz. Yo aprendí a hacer papalotes, chiringas, picuas; aprendí a hacerles los frenillos, a ponerle cuchilla en el rabo para la competencia. Yo tuve un guante de pelota marca Batos y una pelota de poli que era roja y blanca, también un bate que me regaló un pelotero pero que estaba astillado. Todo me duró una inmensidad.

Yo tuve un triciclo de rueditas macizas y una vez arrollé a mi abuelita porque se le fue la catalina. Yo tuve patines de hierro, una carriola china inmortal y veloz. Yo hice tacos con pomos de alcohol boricado relleno con trapos y quemada la punta para que no se salieran los trapos…rompí cristales con algún batazo incierto y fui regañado muchas veces por malcriadeces típicas de niño libre y despierto.

Yo tuve un hermano que me preparaba las cervatanas plásticas con mirillas hechas por él; que me engrasaba mis patines para poder ser yo el ganador; que me enseñó a trabajar la madera haciendo avioncitos pequeños a pura talla sin recurso alguno. Yo tuve siempre una madre y un padre a mi lado…siempre…nunca faltaron, nunca faltarán.

Yo tuve unas plataformas de charol y un jeans Levi’s rojo marrón que me mandó el tío que un día abandonó Cuba. Me los ponía con una manhattan que heredé de mi hermano que era de barcos y otra de betas naranjas y blancas.

Es bueno tener poco por que uno puede recordarlo todo, y añorarlo. La abundancia atenta contra la memoria, te hace frágil al olvido, evita que puedas contar historias.

Yo tuve mis cumpleaños siempre repletos de niños, tomando refresco blanco y esperando la rifa. Tuve un beisbolito que era un juego de beisbol de mesa, con él pasaba horas, días, y me sabía todas las reglas del béisbol…todas.

Yo fuí a todas las escuelas al campo y no me rajé en ninguna. Tuve miedo en algunos momentos pero aprendí a superarlo con el pasar del tiempo. Yo pasé horas acostado mirando a las estrellas, con un libro que describía las constelaciones; un libro de astronomía que me regaló mi amigo Jorge Luis. Yo aprendí a defenderme solo, a cuidar de mis alimentos, de mi maleta siempre abierta. Yo nunca fui bueno en combates por lo que el campo me enseñó la habilidad del convencimiento y terminé siendo siempre el chico protegido por los guapos del barrio: Amió, Julian, Tony…esos eran los jefes, y yo su guía espiritual.

Yo aprendí a cortar caña, a sembrar tabaco y recogerlo, aprendí tambien a dormir encima de los cujes resecos y polvorientos. Yo supe cómo trabajar la col, el tomate, la lechuga; aprendí a entender la naturaleza, a ser parte de ella, a refugiarme cuando era necesario y a disfrutarla cuando lo merecía.

Yo corría por las calles, me iba lejos de casa, horas enteras, era libre, muy libre; nunca sentí miedo de la lejanía. Yo nunca tuve un amigo raptado, violado, con problemas de violencia doméstica.

Yo me iba solo con 12 años para la playa todo un fin de semana, con amigos claro está; era la época de la cacería de chicas, la pubertad entretenedora y dislocante de la adolescencia. Yo nunca supe qué era la marihuana, el crack, la heroína. Mi español se enriqueció en el exilio.

Yo nunca vi a mis padres pelear, por el contrario, mi hogar fue un hogar de fiestas constantes, de visitas inoportunas, de dominó, de guateque, de casino…luego lo fué (por mi hermano mayor) de rock and roll y trova. Yo me levantaba los domingos esperando ansioso el plan de la calle, eran domingos felices, alegres.

Yo tuve un papá que muchas veces me despertó en la madrugada para irnos a pescar y que no era más que un pretexto para estar a mi lado, para rellenar esos días de semana en que llegaba tarde del trabajo y no tenía tiempo para mí.

Yo inauguré el palacio de los pioneros Ernesto Guevara; trabajaba en la sección de video y edición, aunque tuve que ser camarógrafo. Yo pasaba horas pintando y nunca guardé una de mis pinturas… Lo hacía con un lapiz HB, no había otro. Pintaba rostros y competía con mi amigo Tonito a ver quién tenía la letra mas bonita.

Yo sentí amor siempre, sentí compañerismo, no recuerdo ningún sufrimiento, no recuerdo a alguien hablando de odio y de venganza. Yo fui muy feliz cuando niño…tan feliz que hoy puedo, cada día, dormir a mis hijos con una historia diferente de mi niñez; historias que ellos me piden ansiosos antes de ir al sueño. Yo no puedo odiar entonces; no puedo ser cruel, no puedo ser vil; yo solo puedo hacer felices a quienes me rodean porque no tengo otra cosa en mi interior que paz y lindos recuerdos.

h/t: Sandra Álvarez, la negra cubana.

Muñecos de peluche

Muñecos de peluche

Muñecos de peluche. Fotografía de Claudia Cruz Barigelli.

Memories of Communism, serie de la fotógrafa Claudia Cruz Barigelli.

La artista prohibe que estas imágenes se reproduzcan sin su consentimiento. Para comunicarse con Claudia Cruz Barigelli, visite su página claudiacruzbarigelli.

Muñecos de peluche

Muñeco de peluche. Fotografía de Claudia Cruz Barigelli.

Pasatiempos infantiles para fiestas. Hechos en Cuba. 1970s. Colección Cuba Material.

Los cumpleaños que se celebraban en la Cuba de mi infancia tenían, todos, piñata de papel rellena de caramelos y dulces, serpentinas, música infantil, cajitas y juegos de competencia. Entre estos no faltaba jamás el de ponerle el rabo al burro. Hasta hoy no sabía de dónde provenía la lámina que un adulto pegaba en la pared, ni los rabos que intentábamos ponerle al burro que había en ella dibujado.

En los cumpleaños de mi infancia también repartían, al menos en algunos, lo que en Estados Unidos llaman goody bags, bolsitas con algún recuerdo o souvenir que los anfitriones repartían a los niños que asistían a su fiesta, en agradecimiento. Al parecer, eran hábitos «de antes» que algunas familias no querían abandonar, pero que terminaron, más tarde o más temprano, desapareciendo debido a la escasez.