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Matrioscas. 1980s. Colección Cuba Material.

En The Paris Review: Yanet’s Vintage Emporium, por Julia Cooke:

. . . every surface in Yanet’s home is coated with objects waiting to be lifted, appraised, perused, felt—at least an afternoon’s worth. So I browse the waist-high tables and rich wood armoires with rows of cut-crystal wine and port glasses, mod carafes with faded metallic polka dots, kitschy ceramic table lamps painted with bright pastoral scenes, and patterned blown-glass globes that once held water and fish. Technically, it’s not legal for any of these objects to be sold. Only the Cuban government can buy and sell goods in Havana. But “Five-cent Yanet,” as she’s known among the city’s connoisseurs of inexpensive antiques, has been operating mostly illegally for more than a decade and, if all goes to plan, will keep at it until she passes the business on to her daughter the way she inherited the trade from her dad.

There’s no sign in front of Yanet’s, nothing to signal that hers isn’t just another apartment. I lived in Havana for a year without visiting Yanet’s; the women I knew who shopped there never shared her address with me. Besides, my desire to visit waned once I learned I wouldn’t be able to take any furniture or design objects out of the country when I left. In bureaucratese, officials call Cuba’s affliction a “scarcity of objects” and limit what leaves the country to two suitcases. Foreigners like me may leave accompanied only by what we brought in and, if we get the right permits, contemporary art. Locals must divest themselves of the accumulation of lifetimes, give to family and neighbors or sell. So Cubans who’ll soon head into the Rest of the World arrive at Yanet’s door cradling cardboard boxes with their 1950s martini glasses, a grandmother’s lamp, the ice-cream dishes that their parents used to serve sundaes in at the Hotel Riviera, all sold to raise money for what waits on the other side of the one-way plane ticket.

Yanet ambles through her apartment as I browse, lifting her flip-flops high off the red and green tile floor as she walks the bare paths through the encroaching cliffs of glasses and lamps on either side of her hallway. She is the duchess in her domain, and based on what you pick out, she can point you toward something else you might like, which is usually buried behind a mountain of mismatched plates. If, that is, she is paying attention, which is infrequent. She opened the door to me and the friend who brought me here and then sat right back down on the stiff sofa just inside the front door, gossiping and smoking cigarette after cigarette with a neighbor who’d stopped by, her short brown ponytail bouncing with every laugh. Then she was in the dining room wrapping just-purchased breakables in scraps of Granma, the Communist Party newspaper. Now that the sale is completed, she’s on the phone in the kitchen, leaning into the doorframe and twisting the cord around her pinkie.

Yanet’s covert customers are Havana’s aesthetes. Owners of upscale paladares, in-home restaurants, pop in for stylish two-dollar daiquiri glasses. Artists and musicians, the cultural elite, pick up birthday gifts for friends. The foreign diplomats who arrive in newish cars, their black license plates marking them as important sorts, park a few blocks away and approach Yanet’s on foot—with their specific, easily legible plates, they don’t want to call attention to Yanet, who hides behind only a sheen of legality. She has a state license to work as a set designer, for which she pays a monthly tax of about ten dollars. “I just design with old things,” she tells me with a shrug. But Yanet hasn’t worked on a play in years, and her job, apartment, and everything in it relies on the discretion of her customers. Attachment to the material and the beautiful is fleeting in Havana, breakable.

And here’s the thing about nearly everyone who shops at Yanet’s: they’re all people who’ve chosen to live in Havana. Her customers are locals who have eked out privilege and chosen to stay, not leave. . . .

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Objetos de la colección Cuba Material

Objetos de la colección Cuba Material, en Nueva Jersey. Foto 2015.

Con el título Coleccionar la revoluciónJuventud Rebelde anuncia la celebración, en Cienfuegos, entre el 24 y 25 de octubre pasados, del Taller de Construcción Científica de Colecciones de Museos Puntos de Memorias, bajo el auspicio del Centro Provincial de Patrimonio Cultural. Según el periódico, «el encuentro aúna especialistas de todo el país, quienes debatirán esencialmente sobre la construcción de colecciones en la etapa de la Revolución» con el objetivo de «abordar metodológicamente, de forma coherente y científica, la labor que a lo largo de 53 años ha tenido el sistema de museos cubanos». En el evento se habría dado a conocer «un sitio de coleccionismo, así como el libro La historia del coleccionismo en Matanzas, de Urbano Martínez. En la jornada final se realizará un recorrido por las industrias vinculadas a la historia de la Revolución Cubana y al trabajo con colecciones».

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En Alejo3399: La colección:

Cuando se reúne una familia cubana, en cumpleaños, bodas o tomadera sin motivo definido, aflora siempre el recuerdo del picadillo de cáscara de plátanos y el baño con un trapo untado en alcohol del Período Especial. De aquella época es también la colección. Y cualquiera puede pensar que coleccionar es un comportamiento natural del homo ludens, pero la colección cubana es única, épica, lírica, y sin duda alguna, parte de ese patrimonio cultural escasamente documentado de los momentos más jodidos de la historia de esta nación.

Aquí la gente siempre tuvo hábito guardador de tarecos, de modo que ese Trastorno Obsesivo Compulsivo de preservar sellos de cartas, monedas antiguas y/o de remotas regiones, chapas de autos extranjeros, chapitas de cervezas, fósforos y cualquier bobería en general, avalado como no patológico por los sicólogos, no llegó con las carencias de la década del 90. Hasta hace poco en muchas casas por ahí podían verse colecciones de botella de Coca Cola y de cuanta marca nueva comenzara a entrar al país.

Descubriendo un nuevo mundo

Sin embargo, la moda de la colección en el sentido que hoy le damos la mayoría de quienes vivimos aquella furia, sí fue algo novedoso en Cuba, a juzgar por el hecho de que hasta los viejos coleccionaron. La colección cubana no fue entonces solo cosa de niños y adolescentes sin TV; las personas adultas también tenían sus propias etiquetas de pitusas Zingaro, estuches de nylon de chocolates Sapito, o de jabones Sue, o de Zap (que se pegaban a la piel como tatuajes luego de una untada de alcohol de la tienda).

Lo lindo del caso no es que se guardaran todas estas porquerías de latón de basura de hotel, lo cual es ya de por sí bastante lindo; más curioso es recordar ahora como se olían los estuches y etiquetas, como si se oliera el perfume de Jean Baptiste Grenouville, el personaje diabólico de Patrick Susking; como si el aroma sicodélico de lo hecho fuera de la URRS nos descubriera un nuevo mundo de sensaciones ignotas y deseables.

Las prendas coleccionables, pronto adquirieron valor comercial, y la gente las vendía, las cambiaba y no pocos niños del Período Especial recibieron su primer trompón durante a una vendetta por un Triunfo (estuche dorado de galletas dulces). Se ponían en álbumes, y se contaban y clasificaban, quien tuviera más y más bonitas iba delante en la inocente competencia. Los domingos por las mañanas, cuando se acababa el show de Pocholo y su pandilla, salíamos a la calle con los álbumes de estuches y etiquetas a mercantilizar lo inaudito, a darle valor a la miseria y a hacer vida social con ella. Quien no tenía álbum ponía sus valores entre las páginas de un libro de Fidel y la Religión, o en un Atlas General.

Cristalitos y agua con azúcar

Yo, además, coleccioné cristalitos de colores, y piedras que brillaban al sol. Y en mi adolescencia conocí un retrasado mental famoso que coleccionaba botones y andaba descalzo por la tierra colorada: no recuerdo su nombre, pero sí que habitaba en una comunidad del municipio Sierra de Cubitas llamada Navarro, y que presumía de poderse comer de un solo viaje dos coles (repollos) hervidos, y beberse un jarro de cinco libras lleno de agua de azúcar. Había un hambre del carajo en aquel lugar, como en casi todos.

Ya más recientemente, adquirí un adoquín camagüeyano que fue arrancado del lugar de donde estuvo por más de cien años por los “embellecedores” autorizados de la ciudad, de modo que la colección la llevo en las venas, no la puedo evitar, como tampoco se deja evitar el recuerdo de aquellos tiempos de miseria tremenda siempre que uno ve por ahí alguna escena que los repite. (…)

A mí me parece que por cuestiones sicosociales equiparables, en cierto sentido, a las teorías locas de Einstein, uno cree que en algún punto se acabó la colección en Cuba, que se acabó el Período Especial, el duro, el de verdad. Sin embargo la colección cubana está lejos de ser cosa del pretérito, simplemente ha mutado, como mismo mutan esos parásitos indeseables que habitan en lo más profundo del intestino de un animal carnívoro que camina sin encontrar presa en medio de la sequía. Todavía para mucha gente una latica de cerveza Bucanero, por lejana y desconocida, es algo muy bonito y merecedor de ocupar el espacio preferencial de encima del TV Panda de la sala de su casa.

H/T Café Fuerte.

Botella de licor con texto de propaganda política «Habana en 26», celebrando el 26 de julio. Colección Cuba Material

La otra noche, una amiga trajo a casa una botella de licor de anís Marie Brizard. Lo conocía desde niña, el envase, si bien no su sabor, porque mi mamá coleccionaba botellas de bebida, por supuesto vacías. Durante muchos años «adornaron» el piso de mi casa, primero distribuidas entre un pequeño barcito de madera que la hermana de mi abuela había hecho cuando estudiaba en la Escuela del Hogar, en los años cuarenta, y una alfombra que era la piel de un leopardo, de la que aún queda parte de lo que fuera el cuerpo del animal (mi padre se la tiraba a veces encima, y gateaba tras mi hermana y yo por toda la casa; a veces nos decía que él mismo había cazado ese leopardo en África, y que por eso tenía la herida que tenía en la espalda, fruto en realidad de una intervención quirúrgica); y más tarde en varias de las repisas de un multimuebles de plywood que mi papá construyó y que ocupaba toda la pared de la sala de mi casa.

Una de las botellas más lindas de la colección era la de Marie Brizard, pero no he podido encontrar en la internet ninguna parecida a aquella de mi infancia. No recuerdo los detalles de su diseño, solamente que el rostro de su fundadora, una señora mayor, aparecía enmarcado en un óvalo, más o menos cerca del cuello de la botella, encima de la etiqueta. Luego supe que había fundado la marca de bebidas en 1755.

Mi hermana y yo jugábamos a veces con la colección, reordenándola a nuestro gusto. No tengo idea de cómo se las ingeniaba mi mamá para conseguir las botellas de su colección, todas hermosas y exóticas (entiéndase de bebidas extranjeras). En raras ocasiones conseguía una llena.

Un día, las botellas desaparecieron en el closet de mi madre. Para entonces, la decoración de la sala de nuestro apartamento Pastorita no interesaba nadie. Mi papá y mi hermana vivían ya en Estados Unidos, yo me mudaba a Nuevo Vedado a un recién heredado apartamento, y mi mamá se disponía a alquilar el sitio que por veinte años fuera nuestro hogar.