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Boleto estándar de los Ferrocarriles de Cuba, División Centro. 1980s. Cortesía Camilo Venegas.

Este fragmento de materialidad cubana se originó en la estación de Camarones de los Ferrocarriles de Cuba, cuando la familia del escritor Camilo Venegas le envió a este, que para entonces vivía en La Habana, una máquina de coser Singer. No sé por qué motivo Venegas se lo llevó consigo a la República Dominicana, donde ahora vive y desde donde me ha enviado estas imágenes.

En cualquier caso, nadie sabe contar mejor que él las cosas de los ferrocarriles.

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La primera vez que viajé en tren fue cuando estudiaba en décimo grado. Ese año, los alumnos y profesores del preuniversitario Saúl Delgado fuimos trasladados en autobuses Girón a la estación de trenes de La Habana, donde mi grupo abordó uno de los primeros vagones. Nos dirigíamos a Ovas, en Pinar del Río, pueblo alrededor del cual se encontraban dispersos los campamentos donde mi preuniversitario cumpliría ese año el programa de la escuela al campo. A las nueve de la mañana ya estábamos en el vagón, pero no nos pusimos en marcha hasta el mediodía, de modo que lo que debió haber sido un viaje corto se convirtió en una travesía que duró todo el día. Creo que nos dieron como almuerzo un bocadito de jamón y queso y, de postre, africanas de chocolate. Llegamos a Ovas ya de noche.

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Esta es la historia de Camilo, el fogonero Venegas:

Te adjunto dos boletines y una Carta de Porte de la División Centro de los Ferrocarriles de Cuba (Cienfuegos, Villa Clara y Sancti Spiritus).

El más largo, lo usaban los conductores de los trenes de viajeros. Con un alicate «ponchaban» el origen, el destino, la fecha, el precio y el número del tren. Había conductores que tenían todo un arte para esto, sobre todo de noche, cuando recorrían los vagones a oscuras, a la luz de una linterna y manteniendo el equilibrio entre tantos bandazos y pasajeros.

El pequeño, es un Boletín en Blanco, que se usaban en las estaciones cuando no habían impresos para el destino al que iba el viajero. En el reverso, se ponía el cuño de la estación de origen. Ese lo llené yo mismo, en un viaje que hice de Camarones a Santo Domingo (no sabía que 10 años después acabaría volando a Santo Domingo, pero en República Dominicana).

La Carta de Porte es el envío de la máquina de coser Singer de mi abuela Atlántida para La Habana, donde la usé como soporte de una mesa.

Boleto de ferrocarril. 1981. Tramo Camarones-Santo Domingo. Precio 0.40 centavos. Cortesía Camilo Venegas.

Boleto de ferrocarril (reverso). 1981. Tramo Camarones-Santo Domingo. Precio 0.40 centavos. Cortesía Camilo Venegas.

Carta de Porte de los Ferrocarriles de Cuba. Cortesía de Camilo Venegas.

Cinturón de cuero, hecho por Carlos Téllez
Cinturón de cuero, hecho por Carlos Téllez

Cinturón de cuero, hecho por Carlos Téllez en los tempranos noventas. Regalo de Eida del Risco. Colección Cuba Material.

En los años ochenta, los mejores zapatos y cinturones que se podían adquirir en Cuba los hacían los artesanos. Como a estos últimos el gobierno no les permitía tener un punto de venta, tienda o boutique –a diferencia de quienes producían ropa y accesorios de vestir en otros países de Europa del Este–, estaban obligados a vendérselos al Fondo de Bienes Culturales, institución estatal que a su vez les vendía a estos la materia prima. Sin embargo, de manera clandestina y a precios más elevados, los artesanos cubanos también satisfacían desde su domicilio los pedidos de una clientela que no dejaba de rendirles pleitesía y favores.

Cuando se fue del país en los tempranos noventas, entre las pocas cosas que mi amiga Eida se llevó consigo estaba un cinturón de cuero que le había comprado poco tiempo antes (quizás en 1993) a Carlos Téllez, uno de los artesanos más famosos de La Habana de entonces. Carlos vivía en la calle D, frente al parque Mariana Grajales, en el Vedado, a un costado del preuniversitaro Saúl Delgado. Cuando conocí a Eida, poco más de 10 años después, aún conservaba el cinturón, no por nostalgia, me dijo, sino por lo que a falta de una definición mejor llamó recuerdo.

Yo estudié en el Saúl y visitaba el taller de Carlos Téllez desde finales de los años ochenta. Allí compré sandalias «romanas» y sandalias «de tiritas» –como les decíamos a las diferentes versiones de guaraches que por entonces se hacían (Carlos solía bromear conque él hacía «guaraches», no «guarachas», y que si alguien quería de las segundas debía ir a ver a Pedro Luis Ferrer, el trovador)–. También le encargué algún que otro modelo copiado de revistas extranjeras que caían en mis manos.

El taller de Carlos Téllez estaba en la azotea de una vieja casona del Vedado donde vivían varias familias. Carlos ocupaba la parte de atrás, sin vista a la calle, y a su casa se llegaba por la antigua entrada de automóviles. La pequeña puerta de entrada, a un costado de la que fuera una mansión, debe haber sido la que daba a la servidumbre acceso a la cocina de la casa. Una sala y una cocina pequeñitas ocupaban el primer piso, decorado al estilo modernista. Desde la sala, una escalera de madera conducía a un segundo piso, donde cabía apenas una sola habitación que servía de cuarto. Estaba aclimatada con aire acondicionado, un BK-2500 de fabricación soviética, y tenía el piso tapizado con una alfombra que, creo recordar, era de color rojo. En una esquina había un tocadiscos y un montón de discos de acetato estaban ordenados sobre el suelo. Una escalera menos sofisticada, de hierro, subía hacia la azotea. Allí, bajo un techo de zinc y rodeados por una cerca pirle (sustantivo genérico que los cubanos adaptamos de la marca Peerlees), Carlos hacía todo tipo de zapatos, cinturones y carteras, asistido por al menos un par de ayudantes, todas mujeres jóvenes y bellas.

Desde el 2009 he viajado a Cuba al menos una vez al año para pasar unos días con mis abuelos y mi mamá. La casa de los primeros, en la calle C del Vedado, queda a apenas dos cuadras de la de Carlos Téllez. En el 2013 fui a visitarlo para saber de él y, de paso, entrevistarlo para mi tesis doctoral, que trataba sobre la moda y la política en la Cuba de la Guerra Fría. Una vecina me dijo que hacía un año ya no vivía allí. Vendió la propiedad y se mudó a provincias, donde creía que había comprado una finca.