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jarro plastico
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Jarro plástico, producido por EPSA (Empresa Comandante Pedro Sotto Alba). Hecho en Cuba. Colección Cuba Material.

En el enlace siguiente puede descargarse el texto que el escritor y ensayista Antonio José Ponte leyó en la Universidad de Nueva York (NYU) en el 2013, cuando ocupaba la cátedra Andrés Bello del King Juan Carlos I of Spain Center. El texto, del que he copiado unos fragmentos, fue publicado por la revista EmisféricaNo tenemos recetas para los alimentos del futuro:

«Muy buenas, amigos televidentes. Con ustedes una vez más, como siempre, ‘Cocina al minuto’ con recetas fáciles y rápidas de hacer». Este saludo no es mío. Pertenece al comienzo de un longevo espacio de la televisión en Cuba. Lo pronunciaba Nitza Villapol. Pero ya dicho, puedo darles a ustedes las buenas tardes, y agradecerles que estén aquí. Y agradecer, una vez más, al King Juan Carlos I de Spain Center por darme la oportunidad de hablar ante ustedes.

En 1997, la publicación de un libro me hizo viajar por primera vez desde La Habana a Miami. Mi libro se ocupaba de la gastronomía cubana, aunque extendía los ejemplos más allá del caso nacional, hasta sociedades que atravesaban escasez y racionamientos de víveres, países en guerra o en posguerra. No se ocupaba exclusivamente de secretos nacionales, puesto que en la Cuba bajo régimen revolucionario habíamos llegado a preparados semejantes a los del París sitiado de la guerra franco-prusiana o a los de la Barcelona de la guerra civil. Las carencias cubanas podían encontrar semejanzas en ejemplos de los diarios de Virginia Woolf durante los bombardeos o en un apunte londinense del poeta italiano Eugenio Montale ante el escaparate de un comercio, durante las restricciones de posguerra.

Las comidas profundas era un librito sobre la imaginación cubana al comer, acerca de la imaginación puesta en aprietos a la hora en que faltan los ingredientes. No se trataba de un libro de recetas (aunque aparecen las instrucciones para fabricar un bistec de frazada) sino, más bien, un recuento de forrajeos y trapicheos, acerca de cómo el cubano sustituía con tal de comer. De cómo no encontraba un ingrediente y lo suplía por otro, de cómo fabricaba por aproximación.

Editado por el pintor Ramón Alejandro y con dibujos suyos, en sus páginas cabía la nostalgia, el anhelo por las comidas perdidas, y eso fue lo primero que percibieron los amigos y conocidos a los que me fui encontrando. De manera que me llovieron las invitaciones a restaurantes y fondas miamenses. Y no solo por el tema del libro, sino también porque también yo llegaba de Cuba y había que calmarme a toda costa el hambre vieja.

Así que emprendimos, mis viejos y nuevos amigos y yo, excursiones antropológicas hasta la friturita de malanga o el batido de anón. Y un mediodía me encontré almorzando en unos bancos rústicos a la sombra de unos árboles, alrededor de una casa semejante a un bohío pero que llevaba el nombre de «Palacio de los Jugos». Aquel palacio se alzaba junto a una autopista y entre los árboles podían distinguirse las cúpulas de una iglesia ortodoxa rusa. El lugar, con todas aquellas intersecciones, parecía quedar en un sueño o en un párrafo novelístico de Severo Sarduy. En él se intersectaban tantas líneas de la historia cubana: la choza de los primeros pobladores, la idea de un dios estadounidense—la carretera—y la idea de otro dios, eslavo, al que apelaban aquellas cúpulas en forma de cebolla.

Tantas intersecciones habían producido allí un punto de altísima concentración donde podían encontrarse todas o casi todas las comidas que hubiéramos dado por perdidas. Allí estaban, a un centenar de millas del país, las comidas con que soñaban los cubanos de la Isla. El exilio era, entre muchas otras cosas, una reserva gastronómica: la tierra de los ingredientes salvados y de las recetas que no se olvidan.

En Miami, entre cubanos, cualquier visitante habría estado expuesto a hospitalidades semejantes, más aun el autor de un libro dedicado a la cocina nacional. Y, puesto que en las sobremesas hablábamos de platos y llegábamos a detallar su modo de confección, no tardó en mencionarse el nombre de Nitza Villapol, que había cocinado delante de las cámaras de televisión, antes y después de 1959, en la abundancia pero también en la escasez. Y me hicieron ver en muchas casas, entre los potes de especias o encima de un refrigerador, las copias de Cocina al minuto que atesoraban.

A partir de aquellos ejemplares del recetario de Nitza Villapol habría podido fecharse la salida al exilio de cada uno de esos amigos y conocidos. No es que hubieran cargado con el libro como Eneas cargó con Anquises y los penates al salir de Troya, sino que, lejos ya de Troya, se dieron a la búsqueda de un ejemplar que fuese exactamente la misma edición por la que alguna vez se guiaran. Pues Nitza había publicado sus recetas bajo ese mismo título durante más de cuatro décadas, y mientras unos cocinaban guiándose por la primera edición de su obra, que era puntillosa en especificidades, otros lo hacían por las menos exigentes ediciones posteriores.

Cada cubano metido a cocinero tenía en Miami su Nitza Villapol. Aquellos ejemplares eran, en su mayoría, ediciones piratas o simples fotocopias. De manera que si dentro del país sustituíamos para comer, en el exilio se fotocopiaban instrucciones. La cocina cubana se salvaba gracias a la sustitución y la fotocopia.

(…)

«Las cosas empezaron a faltar», recordó en Con pura magia satisfechos. El documental, dirigido por Constante Diego, Adriano Moreno, Iván Arcocha y otros, es de 1983. Antes de que terminara esa década Nitza Villapol aprendería a no hablar de carencias en pasado y volvería a testimoniar desapariciones. «Las cosas empezaron a faltar»: la frase podría ser el comienzo de una historia de terror, de una novela de fantasmas. «Unas faltaron de pronto», se le escucha en el documental, «y otras faltaron poco a poco. Lo primero, así, notable, que faltó, fue la manteca, la grasa».

Permanecer en Cuba la hizo única. Se esfumaron sus competidoras: habría que rastrear cada una de esas historias personales. «Yo no cambio el privilegio de haber trabajado en estos últimos 22 años por nada en el mundo», reconoció en 1983. Escritora, directora, guionista y conductora televisiva, se vio obligada entonces a una cocina despojada, frugal y sin adornos. Intentó componer, a partir de muy pocas existencias, el rancho más sabroso.

Nitza Villapol hizo tres cuartos de su carrera profesional en puro páramo. Fue ascética, pero también imaginativa. Abogó por un régimen de sustituciones, dado a las metáforas, y emprendió un arte hecho de atajos y de trucos. Los nuevos tiempos la hicieron cambiar su método de trabajo. «Sencillamente, invertí los términos», confesó. «En lugar de preguntarme cuáles ingredientes hacían falta para hacer tal o cual receta, empecé por preguntarme cuáles eran las recetas realizables con los productos disponibles.»

Hizo la cocina por la que abogan hoy tantos maestros: cocina de estación. Aunque con la salvedad de que ella trabajaba en una estación única e interminable: no verano o primavera, otoño o invierno, sino estación de la crisis.

Debió soportar, junto a la economía estatal centralizada, los prejuicios del cubano al comer. Que pueden ser numerosos, como reconocieron tantos visitantes extranjeros y como puede leerse, por ejemplo, en un libro que escribiera Ernesto Cardenal luego de su visita a Cuba en 1970. El poeta y sacerdote nicaragüense hizo notar cuántos frutos eran desaprovechados al no entenderlos como alimentos para el hombre. Mientras el país vivía una crisis de abastecimiento, mucho de lo que se comía en tierras vecinas no era considerado comible por los cubanos.

«Cocina al minuto» enseñó a la teleaudiencia lo que ciertas cocinas latinoamericanas hacen con las cáscaras del plátano verde: una suerte de ropa vieja vegetal o falsa vaca frita. Dio a conocer nuevas adquisiciones de la acuicultura, como la tilapia. Recurrió al sofrito con agua en lugar de grasa, al picadillo de gofio y no de carne, a los huevos fritos en agua o leche o tomate. Insistió en la tortilla de yogurt porque no había otra cosa que echarle a los huevos batidos. Pero es falso que Nitza Villapol enseñara a hacer bistec de una frazada de limpiar el piso, y tampoco es suya la receta de la pizza de condones derretidos en lugar de queso. Las aberraciones de su culinaria, si las tuvo, no llegaron a lo indigerible.

Se ha dicho que ella integró la comisión que estableció las dosificaciones de la libreta de racionamiento. La acusación (porque se trata de una acusación) tiene base: Nitza debió ser consultada en tanto nutricionista. Ella pudo entender como justa aquella solución: las carestías no iban a significar desigualdades sociales, y con el esfuerzo de todos iba a alcanzarse la prosperidad que prometían los clásicos del marxismo.

La mayor parte de su vida profesional transcurrió bajo sospecha de apuntalar al régimen revolucionario y de justificarlo con la confección de sus platos. Conformista como fue (todo cocinero de estación es conformista), la acusaron de complicidad con el desabastecimiento. Aunque en este punto ella demostró mayor responsabilidad que las autoridades políticas.

Cierto que compartió el optimismo de la propaganda oficial, pero no trampeó. Quien quisiera hacerse por aquellos años una idea exacta de la economía del país habría hecho mejor en atender a «Cocina al minuto» que a los noticieros televisivos y cinematográficos. Pues, mientras estos últimos mostraban cosechas exitosas que muy dudosamente llegarían a los mercados, Nitza ponía al fuego estrictamente aquello que su ayudante Margot Bacallao veía descargar de los camiones de distribución.

(…)

Resulta interesante comparar las distintas ediciones del recetario Cocina al minuto. Comparar, por ejemplo, una edición prerrevolucionaria y una posterior a 1959. Salta enseguida a la vista que la economía del nuevo régimen simplifica o hace imposibles las maneras anteriores. De una a otra edición desaparecen las especificidades, las marcas y los patrocinadores. Los huevos que exigen las recetas dejan de ser de La Dichosa, el arroz no es Gallo, el aceite no va a ser más de El Cocinero. Unos años después de 1959 no existe más que un productor y una marca: el Estado. Huevos, arroz y aceite cobran la calidad de los arquetipos. Y, dada su inalcanzabilidad, la calidad de los arquetipos platónicos.

A juzgar por el lenguaje utilizado, en esta nueva época ningún producto parecería obtenible mediante compraventa. Lo dan por la libreta de racionamiento, viene a la bodega. Lo dan: como si no fuera en venta, sino una donación benevolente. Viene a la bodega, como si el artículo tuviese autonomía de movimientos. La nueva economía logra que la comida entre en el ámbito de lo milagroso. Un litro de aceite comienza a ser algo así como un dios rubio que baja a la tierra. El país parece abastecerse en un tiempo desprovisto de conexión con el dinero. Es la emulación socialista entre brigadas lo que crea la comida, es el trabajo sin retribución alguna, voluntario, el que va a construir el socialismo.

Después de 1959, muchos ingredientes de aquellas primeras ediciones de Cocina al minuto parecían escritos en una lengua muerta indescifrable. Nitza debió desprenderse de ellos como si se tratara de detalles accesorios, de majaderías de la erudición culinaria. Tachó, con tal de reeditarse. Y agregó a las reimpresiones de sus recetas un ingrediente con el que antes no contaban: la ideología política. El lugar de la publicidad comercial empezó a ser ocupado por la propaganda de Estado. Y dispuso como epígrafe de las nuevas ediciones esta frase de Friedrich Engels: «trasguean las tradiciones en la mente de los hombres».

Se trata de un Engels oblicuo, no muy canónico, un Friedrich Engels casi hermanos Grimm, que habla de duendes hogareños. Pero lo importante (como sabía todo el mundo) era traer a cuento, por la razón que fuera, a tan pesante autoridad. La frase de Engels era como el sellito de Kim Il Sung en la solapa del traje que se vistiera. Que quien entrara a la cocina distinguiera a la entrada la inscripción de ese nombre. A lo que habría que añadir las declaraciones políticas puestas en el prólogo del libro.

Las ediciones prerrevolucionarias de Cocina al minuto se abren con páginas de publicidad comercial. Contienen dibujos de Raúl Martínez, quien luego será traductor de la iconografía revolucionaria al pop art, cultivador de un despecífico pop en el que figuran los retratos seriales de Fidel Castro o de Ernesto Guevara. La introducción en esas ediciones anteriores a 1959 brinda consejos acerca de cómo combinar un menú y ofrece propuestas de menús para dos semanas.

La edición de 1980 conserva ese prólogo, aunque le antepone uno más extenso e historicista y suprime las propuestas de menús. Evidentemente, a comienzos de la tercera década de la era revolucionaria resulta arriesgado ofrecer pronósticos económicos incluso para un par de semanas. Y un listado de menús dejaría ver la pobreza y monotonía reinante. Descartados las propuestas de menú y los reclamos comerciales, iban a suprimirse también los dibujos de Raúl Martínez entre receta y receta. Cocinar y comer se había hecho un ejercicio grave, de adustez.

Los libros de recetas culinarias tratan, no importa cuál sea su fecha de publicación, de seducir a los sentidos. Prometen delicias, abren el apetito, empujan al consumo. Si un eufemismo llama a las obras de literatura erótica «libros de una sola mano», los libros de culinaria podrían ser llamados «libros de las muchas puertas». Porque hojearlos inclina a abrir estantes, anaqueles, despensas, refrigeradores, neveras, hornos y microwaves.

Desde sus inicios, Nitza Villapol se preocupó poco de lo placentero. Fáciles y rápidas de hacer, avisaba de sus recetas al inicio de cada emisión televisiva. No apetitosas, no sabrosas. No había adjetivo alguno que apuntara al apetito. Las fórmulas de Cocina al minuto se preciaban de velocidad y viabilidad. Como si el móvil en sus comienzos, la necesidad de comprarse de un automóvil, dictase aquellas obsesiones. Como si el disgusto por tener que cocinar hiciera apurar el paso y salir pronto de allí.

Incluso las ediciones prerrevolucionarias de su recetario apelaban, antes que a una vida de goce, a una vida de correcta nutrición. Nitza no dejó por escrito demasiadas muestras de su entusiasmo por la comida. Si algún júbilo tuvo venía de un equilibrio vitamínico antes que de una consistencia o un sabor. Fue una maestra severa, había en ella poco de gustosa. Y en sus introducciones y recetas no hay que buscar más que simple prosa comunicativa: Nitza Villapol no es M. F. K. Fisher.

De todo lo anterior puede conjeturarse que no le costara demasiado pasarse al sermón político. En la edición de 1980, su libro agrega razones históricas a las razones nutricionistas. Una nueva introducción recorre la historia nacional de los alimentos. Y comienza por la afirmación de que los primeros habitantes del país habían alcanzado una cultura elevada en materia de alimentos, cultura que los conquistadores españoles no supieron aquilatar. Cocina al minuto se hacía, pues, anticolonialista. Con tal de acusar al imperio español, su autora inventaba para Cuba los refinamientos de un imperio azteca o inca. Para hacer ver la tremenda soberbia de los conquistadores, adjudicaba a siboneyes y taínos la cultura que no tuvieron nunca.

Cocina al minuto se hacía antimperialista al detallar los males del intercambio económico con Estados Unidos. La industria porcina yanqui (así la llama Nitza Villapol) separaba la carne de cerdo y sus derivados para la población estadounidense y dejaba a los cubanos la manteca. «Éstos», dice Nitza de los estadounidenses, «conocedores del valor de la carne de puerco como fuente de proteína, de alta calidad, y de vitamina B-1, vendían a Cuba, un pueblo casi analfabeto y por lo tanto en gran medida desconocedor de estas cuestiones de alimentación, y a sus gobernantes de turno nada interesados en la salud popular, una buena parte de la manteca que no consumían. Así, sin saberlo, el cubano contribuía a que sus explotadores pudieran comerse la carne de puerco y sus derivados como perros calientes, jamón, jamonada, etcétera».

En este esquema histórico, los cubanos comían sobras como esclavos domésticos, y la economía estadounidense invadía el país con manteca de cerdo, como si se tratara del agente naranja. Nitza Villapol responsabilizaba al bloqueo (por embargo) estadounidense de todas de las carencias que existían en Cuba.

Cocina al minuto se hacía antimperialista, aunque sabía distinguir entre imperios. Condenaba al español y al estadounidense, pero cantaba las alabanzas de la harina de trigo y la amistad soviética. «Símbolo de alimento desde que el hombre comenzó a cultivar cereales, es para nosotros también una parte de la eterna deuda de gratitud hacia el pueblo de la Unión Soviética y otros países de la comunidad socialista que en los momentos más difíciles tendió su mano amiga».

Todo el que haya frecuentado recetarios sabe que, en su mayoría, son organizados a la manera de un menú, desde los aperitivos y entrantes hasta los postres y licores. El orden de un recetario es el mismo de una carta de restaurante, aunque más frondoso. Cocina al minuto, que en sus primeras ediciones podía leerse de esa manera, presenta luego una ordenación muy diferente. Comienza, no por los aperitivos, sino por las recetas de arroz, el plato base del comer cubano, y concluye, no en los postres, sino en diversas recetas de ajiaco. Se trata de una muy extraña cena, capaz de servir un sopón a continuación de lo almibarado.

La explicación de estas transformaciones reposa en ese nuevo ingrediente con que cocina Nitza Villapol, la ideología. Friedrich Engels y la alabanza soviética, el discurso tercermundista y la teleología nacional. El ajiaco, pieza central en ese discurso de la nación que se conforma, viene de una conferencia de 1939 de Fernando Ortiz, Los factores humanos de la cubanidad. En ella Ortiz había sostenido que Cuba era, como nación, un ajiaco:

La imagen del ajiaco criollo nos simboliza bien la formación del pueblo cubano. Sigamos la metáfora. Ante todo una cazuela abierta. Esa es Cuba, la isla, la olla puesta al fuego de los trópicos… Cazuela singular la de nuestra tierra, como la de nuestro ajiaco, que ha de ser de barro y muy abierta. Luego, fuego de llama ardiente, y fuego de ascua y lento, para dividir en dos la cocedura… Y ahí van las sustancias de los más diversos géneros y procedencias. La indiada nos dio el maíz, la papa, la malanga, el boniato, la yuca, el ají que lo condimenta y el blanco xaoxao del casabe… Los castellanos desecharon esas carnes indias y pusieron las suyas. Ellos trajeron, con sus calabazas y nabos, las carnes frescas de res, los tasajos, las cecinas y el lacón… Con los blancos de Europa llegaron los negros de África y éstos nos aportaron guineas, plátanos, ñames y su técnica cocinera. Y luego, los asiáticos, con sus misteriosas especies de Oriente… Con todo ello se ha hecho nuestro ajiaco… Mestizaje de cocinas, mestizaje de razas, mestizaje de culturas. Caldo denso de civilización que borbollea en el fogón del Caribe.

Siguiendo esta observación, Nitza Villapol fija el nacimiento de la cocina cubana en el momento en que el cocido español pierde en Cuba los garbanzos y se convierte en ajiaco. Fernando Ortiz propone una metáfora y Nitza la data históricamente. Según ella, existe una cocina cubana desde que existe ajiaco, desde que el cocido español pierde sus garbanzos. El ajiaco es, en los fogones, el grito independentista de La Demajagua.

Cocina al minuto reserva sitio de culminación al ajiaco porque es recetario interesado en justificar un nacionalismo, no en planear simples cenas. En sus reencarnaciones posteriores a 1959, el libro de Nitza Villapol intenta una teleología no muy distinta a la de Cien años de lucha, el discurso que Fidel Castro pronunciara el 10 de octubre de 1968. Teleología no muy distinta a la de Ese sol del mundo moral, el volumen donde Cintio Vitier historiara una ética de la nación. (…)

Brochure de la exposición anual de Mesas para Pascuas

Brochure de la exposición anual de Mesas para Pascuas auspiciada por la tienda por departamentos El Encanto, en La Habana. 1960. Colección Cuba Material.

Antonio José Ponte en Diario de Cuba, ¿Quién va a comerse lo que esa mujer cocina?:

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Hace quince años, la publicación de un libro relacionado con la gastronomía me hizo viajar desde La Habana a Miami. Las comidas profundas era un libro acerca de la imaginación cubana al comer, cuando faltaban ciertos ingredientes. No se ocupaba exclusivamente de secretos nacionales: en la Cuba bajo régimen revolucionario llegamos a preparados semejantes a los del París sitiado de la guerra franco-prusiana o de la Barcelona de la guerra civil. Las carencias cubanas podían encontrar linaje cosmopolita en los diarios de Virginia Woolf durante los bombardeos o en un apunte de Eugenio Montale ante el escaparate de un comercio londinense, en medio de las restricciones de posguerra.

El cubano y cualquier otro vecino (escribí en una de sus páginas) sustituye con tal de comer. No encuentra un ingrediente y lo suple por otro, fabrica aproximadamente, a la medida de sus deseos. Esas sustituciones podían partear monstruos, como el bistec de cáscaras de toronja. En mi libro podía hallarse, vuelta a contar después de Apollinaire, la historia del enamorado que, metido en una apuesta, se hacía cocinar un zapato femenino y lo devoraba. O la leyenda de un par de balletómanos que hacían lo mismo con las zapatillas de una ballerina adorada.

Podía considerarse como un libro de recetas monstruosas, de despropósitos culinarios. En sus páginas cabía la nostalgia, el anhelo por comidas perdidas, y eso fue lo primero que percibieron los amigos y conocidos a los que fui encontrando. De manera que me llovieron las invitaciones a restaurantes y fondas.

Excursiones antropológicas hasta el batido de anón o la fritura de malanga eran un modo de resarcirme por haber escrito aquello. A un centenar de millas del país dejado atrás, podía dar con todos los alimentos que soñaban los cubanos de la Isla. El exilio era, entre otras cosas, una reserva gastronómica. La tierra de los ingredientes salvados y de las recetas que no se olvidan.

Tanteos y tanteos habían hecho posible que las frutas fueran aproximándose a como saben las frutas de la tierra. (La cocina de los exiliados es asintótica: una curva con promesa de coincidir, pero en el infinito.) En Miami, entre cubanos, cualquier otro visitante habría estado expuesto a parecidas hospitalidades, más aun el autor de un libro dedicado a la cocina.

Hablamos de recetas en las sobremesas, hablamos de recetarios, y no tardó en mencionarse a Nitza Villapol, que había cocinado delante de las cámaras de televisión, antes y después de 1959, en la abundancia pero también en la escasez. Y me hicieron ver entonces, entre los potes de especias o encima de un refrigerador, las copias de Cocina al minuto atesoradas.

A partir de aquellos ejemplares habría podido fecharse perfectamente la salida al exilio de cada uno de esos amigos y conocidos. No es que hubieran cargado con ellos como Eneas cargó con su padre y con los penates, sino que, lejos ya de Troya, se dieron a la búsqueda de un ejemplar del recetario de Nitza Villapol que fuese exactamente aquella edición por la que alguna vez se guiaran. Ella había publicado sus recetas bajo el mismo título durante más de cuatro décadas. De manera que algunos cocinaban por la primera edición de su obra, puntillosa en especificidades, y otros por ediciones posteriores, mucho menos exigentes a la hora de armar un plato.

Cada cubano metido a cocinero tenía su Nitza Villapol. Los ejemplares eran, en su mayoría, ediciones piratas o simples fotocopias. Porque, si de un lado sustituíamos, de otro fotocopiábamos. Todos forrajeábamos: la cocina cubana se salvaba en la copia y en la sustitución. Igual que cualquier otra gastronomía en tiempos tormentosos o apacibles, era invento y transmisión

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Nitza Villapol fue bautizada así por un río de los Urales, tributario del Tura y navegable a todo lo largo: el Nitsa. Su padre, Francisco Villapol, comunista o admirador de la revolución de 1917, creyó ese nombre fiel a la lengua rusa. Aunque, tal como quedó inscripto, significa en hebreo capullo de flor. O es, en griego, una de las formas de llamar a Helena.

La rama paterna de su familia había emigrado a Cienfuegos desde el pueblo de Villapol, en la provincia gallega de Lugo. El apellido de su madre, Juana María Andiarena, provendría de Navarra o de Guipúzcoa. En la Nueva York de 1923, al nacer Nitza, los Villapol Andiarena eran una familia de ciertos recursos salida de Cuba por razones políticas. Exiliados. Los más viejos recuerdos de Nitza Villapol remitían a Washington Heights, donde vivían. Su primera memoria gastronómica comprendía helados y dulces de marcas estadounidenses. Padeció la polio de niña. La familia regresó a Cuba cuando ella contaba nueve o diez años.

Su currículo varía según las fuentes consultadas, aunque no tendrían por qué excluirse esas noticias. Graduada de la Escuela del Hogar en 1940 y diplomada de doctora en Pedagogía en La Habana en 1948 según unos, otros afirman que estudió Dietética y Nutrición en la Universidad de Londres a inicios de esa década. Es de suponer que no bajo la guerra. Aunque, cualquiera que haya sido la fecha, la escasez británica debió enseñarle el arte de preparar menús con apenas ingredientes.

En 1955 cursó estudios en la Universidad de Harvard y en el Instituto Tecnológico de Massachussets. La costumbre de coleccionar recetas, de copiar a mano secretos de cocina y de recortar los que se publicaban en diarios y revistas, debió conducirla, tarde o temprano, a componer su propio recetario. Durante más de 40 años, mantuvo en el aire un programa televisivo donde enseñaba a cocinar. El espacio cambió de cadena y de frecuencia (diaria durante mucho tiempo, luego tres veces a la semana y, al final, solo los domingos), pero nunca su nombre, que es también el de su libro más difundido: «Cocina al minuto».

«¿No sabe usted ni freír un huevo?», puede leerse en la solapa de la edición de 1958, publicado en coautoría con Martha Martínez. «¿Cree que jamás aprenderá a cocinar? Se está engañando. Usted sabe leer, y usted sabrá cocinar cuando lea COCINA AL MINUTO.» (Muchas de las ilustraciones contenidas en ese volumen son del pintor Raúl Martínez, luego traductor de la iconografía revolucionaria al lenguaje del pop.)

Aquellos que han escrito acerca de la trayectoria de Nitza Villapol la consideran con afán competitivo: lamentan que su récord de permanencia televisiva no fuese registrado en el Libro Guinness. Ciro Bianchi Ross contabiliza que, en su tiempo, solo la superaba por cuatro años el espacio «Meet the Press» de la cadena estadounidense NBC. Sin embargo, nadie podría competir con ella en veteranía de conductora: el periodista Lawrence E. Spivak llevaba 27 años frente a los más de 40 suyos. (Compañera en esa carrera de fondo, Margot Bacallao fue ayudante de Nitza Villapol durante 41 años, 3 meses y 5 días.)

Desde los comienzos de la televisión abundaban los espacios de cocina. Unión Radio Televisión apenas llevaba un mes de operaciones en noviembre de 1951, ni siquiera poseía estudios propios, y producía desde el teatro Alcázar «Teleclub del Hogar», con Dulce María Mestre. Meses antes, el 3 de julio de 1951, esa misma cadena había emitido el primer programa de «Cocina al minuto».

Los canales competidores incluían en sus programaciones espacios semejantes. No faltaban autoras de recetarios: Ana Dolores Gómez, Nena Cuenco de Prieto, Carmencita San Miguel, María Radelat de Fontanills, María Antonieta de los Reyes Gavilán, María Teresa Cotta de Cal (autora de un socorrido manual de cocina con olla de presión). Ninguna, sin embargo, gozó de suerte tan larga como Nitza.

Escritora, directora, guionista y conductora, ella tuvo fama de ser persona amarga fuera de las cámaras. (Suele explicarse que a causa de la polio padecida en la infancia.) Vivía con su madre en un apartamento moderno del Vedado, y la única curiosidad que pareció despertar su vida privada consistía en suposiciones acerca de lo que se comería en aquella casa. Sin embargo, alguien con la misión de entrevistarla se presentó a la hora del almuerzo, para descubrir que todo el festín se reducía a una papilla industrial de plátano, alimento para convalecientes.

Nitza acostumbraba a cenar a solas en la barra del restaurante Emperador, platos tan sencillos como un bistec con papas fritas. No le gustaba cocinar, confesó su ayudante Margot. Igual que los cómicos negados a hacer chistes fuera del escenario, evitaba cocinar sino tenía cámaras delante. Era experta en redondear platos, una gran conocedora de su materia, aunque prefería dejar la práctica en manos de Margot.

En 1993, en lo más crudo del llamado Período Especial, se emitió por última vez «Cocina al minuto». Los directivos de la televisión decidieron clausurar el programa. Más tarde cambiaron de idea (o cambiaron los directivos), pero para entonces ella no estaba en condiciones de volver a la televisión. A su entierro, celebrado cinco años después de la desaparición del programa, asistió muy poca gente.

Hasta aquí su biografía sin referencias políticas. ¿Quién habría sido Nitza Villapol en caso de exiliarse? A diferencia de su competidoras, cuando toda la televisión fue estatalizada, cuando se marcharon del país el propietario del canal y sus directivos, ella no se movió. Las firmas que solían publicitar productos en su programa fueron expropiadas por el Estado, y a ella debió bastarle con este nuevo y único patrocinador.

Permanecer en Cuba la hizo única. Cambiaron los tiempos y ella cambió su método de trabajo. «Sencillamente, invertí los términos», reconoció. «En lugar de preguntarme cuáles ingredientes hacían falta para hacer tal o cual receta, empecé por preguntarme cuáles eran las recetas realizables con los productos disponibles.»

Se hizo maestra de la cocina de estación, que opera con lo que existe en los mercados. Pero maestra de cocina de una estación que ha sido, en Cuba, interminable: la de la crisis. Su programa se acogió, precavidamente, a una frecuencia semanal. Y fue entonces que se hizo legendaria. Abogó por una cocina de sustituciones, dada a las metáforas. Hizo más de la tercera parte de su carrera profesional en puro páramo: emprendió un arte hecho de atajos y de trucos.

A partir de unas pocas existencias, intentó componer siempre el rancho más sabroso. Y debió enfrentar, amén de la economía socialista, los prejuicios del cubano al comer.  (En un libro escrito después de su visita a Cuba en 1970, el poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal hizo notar cuántos frutos desaprovechábamos. El país vivía una crisis de abastecimiento, y mucho de lo que se comía en tierras vecinas no era considerado alimento por los cubanos.)

Nitza Villapol enseñó a sus televidentes lo que ciertas cocinas latinoamericanas hacían con las cáscaras del plátano: una suerte de ropa vieja vegetal o de vaca frita verde. Presentó nuevas adquisiciones de la acuicultura, como la tilapia. Pero es falso que enseñara a hacer bistec de una frazada de limpiar el piso, y tampoco es suya la receta de la pizza de condones derretidos en lugar de queso. Las aberraciones de su cocina, si las tuvo, no llegaron a lo indigerible.

Se ha dicho que integró la comisión encargada de establecer las dosificaciones de la libreta de de racionamiento. La acusación (porque se trata de una acusación) puede tener alguna base: quizás fue consultada en tanto especialista en Dietética. Pero ella debió entender aquella solución como provisional y como justa. Y quién sabe cuánto cambió de parecer, luego de tantas décadas de practicar una cocina de pura sobrevivencia.

La mayor parte de su vida profesional estuvo bajo sospecha de apuntalar al régimen revolucionario, de justificarlo con la confección de platos. Conformista como era (todo cocinero de estación lo es), la acusaron de complicidad con el desabastecimiento. Aunque en este punto ella se mostró más responsable que las autoridades. Cierto que compartió el optimismo de la propaganda oficial («Tenemos aún dificultades por vencer», escribió de la carestía de los setenta), pero no trampeó nunca. Y quien quisiera hacerse por aquellos años una idea exacta de la economía del país hizo mejor en atender a «Cocina al minuto» que a los noticieros. Pues, mientras estos últimos mostraban cosechas exitosas que dudosamente llegarían a los mercados, Nitza ponía al fuego estrictamente aquello que su ayudante Margot Bacallao veía descargar de los camiones.

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Resulta interesante comparar distintas ediciones de Cocina al minuto. Una edición prerrevolucionaria y otra posterior a 1959, por ejemplo. Salta a la vista que la nueva época, la economía del nuevo régimen, dictó variantes a las maneras anteriores. Simplificó aquellas maneras o las volvió imposibles. Para entonces los huevos exigidos por las recetas dejaron de ser de La Dichosa, el arroz no era Gallo, el aceite no fue más de El Cocinero. Las antiguas precisiones (dictadas por la calidad de los productos o por el peso de los anunciantes) no tenían razón de ser. No existía ya más que una marca: la del Estado.

Huevos, arroz y aceite eran artículos genéricos, arquetípicos casi. No cabía elección. A juzgar por el lenguaje utilizado popularmente, ningún producto era alcanzable mediante compraventa. Venían al mercado. Los daban por la libreta de racionamiento. Venían, con lo azaroso que suelen ser los visitantes. Los daban, como una donación benevolente. La comida pertenecía ahora al ámbito de lo milagroso. Un litro de aceite rubio era un dios que bajaba. El país se abastecía en un tiempo que parecía desprovisto de conexión con el dinero. Era la emulación socialista entre brigadas la que creaba comida, era el trabajo sin retribución alguna, voluntario.

Muchos ingredientes de las primeras ediciones parecían escritos ya en una lengua muerta indescifrable. Nitza Villapol supo desprenderse de ellos como si se tratara de majaderías, pero incluyó en las reimpresiones de sus recetas un ingrediente con que apenas contara antes: la ideología política. El lugar de la publicidad comercial, tan presente en las ediciones anteriores a 1959, fue ocupado por la propaganda política. Ella dispuso como epígrafe de su libro de recetas, a la entrada de su cocina, esta frase de Friedrich Engels:  «…trasguean las tradiciones en la mente de los hombres…».

Se trataba de un Engels no muy canónico, un Engels casi Grimm, que hablaba de trasgos. Aunque lo importante (¿quién no lo sabía entonces?) era traer a cuento a tan pesante autoridad, sin importar lo que dijera.

El prólogo a la edición de 1980 de Cocina al minuto responsabilizaba de todas las carencias padecidas al bloqueo (por embargo) estadounidense. Sostenía que los primeros habitantes del país habían alcanzado una cultura elevada en materia de alimentos (Nitza debió confundir a siboneyes y taínos con aztecas e incas), y culpaba a los conquistadores españoles de no saber aquilatar las recetas culinarias indígenas.

Después de los españoles, tocaba el turno en ese prólogo a los males del intercambio económico con Estados Unidos. La industria porcina yanqui (así la llamaba) separaba la carne de cerdo y sus derivados para la población estadounidense y dejaba a los cubanos la manteca. «Éstos», decía de los estadounidenses, «conocedores del valor de la carne de puerco como fuente de proteína, de alta calidad, y de vitamina B-1, vendían a Cuba, un pueblo casi analfabeto y por lo tanto en gran medida desconocedor de estas cuestiones de alimentación, y a sus gobernantes de turno nada interesados en la salud popular, una buena parte de la manteca que no consumían. Así, sin saberlo, el cubano contribuía a que sus explotadores pudieran comerse la carne de puerco y sus derivados como perros calientes, jamón, jamonada, etcétera».

Nitza Villapol trazaba para su libro de recetas un esquema donde los cubanos comían sobras como esclavos domésticos, y la economía estadounidense invadía el país con manteca de cerdo, como si se tratara del agente naranja. En contrapartida, cantaba las alabanzas de la harina de trigo y la amistad soviética: «Símbolo de alimento desde que el hombre comenzó a cultivar cereales, es para nosotros también una parte de la eterna deuda de gratitud hacia el pueblo de la Unión Soviética y otros países de la comunidad socialista que en los momentos más difíciles tendió su mano amiga».

Pese a ello, en unos años en que la propaganda oficial eludía la idiosincracia nacional (para orbitar mejor en torno a la Unión Soviética), ella hizo hincapié en lo cubano. Y reside en este punto la mayor diferencia entre las distintas ediciones de su libro de recetas. Antes de 1959, el asunto era comer. Más tarde, pareció tratarse de comer en cubano, de dar con lo cubano en la comida.

Todo el que frecuente recetarios comprenderá que la mayoría de ellos son ordenados a la manera de un menú, desde los aperitivos y entrantes hasta los postres y licores. Cocina al minuto, en su edición de 1980, se salta esta norma y presenta una ordenación muy diferente. Comienza por las recetas de arroz, el plato base del comer cubano, y concluye, no en los dulces, sino en diversas recetas de ajiaco. Se trata de una muy extraña cena, que sirve un sopón después de lo almibarado.

La explicación puede encontrarse en ese nuevo ingrediente con que cocina Nitza Villapol, la ideología. En una conferencia de 1939, Los factores humanos de la cubanidad, Fernando Ortiz había sostenido que Cuba era, como nación, un ajiaco. Una suma heteroclítica de ingredientes que bullía en un caldero. Siguiendo esta observación, Nitza Villapol fija el nacimiento de la cocina cubana en el momento en que el cocido español pierde los garbanzos y se hace otro plato. El ajiaco es emblema de la nación, según Ortiz. A lo que agrega Nitza que nuestra cocina resulta independiente desde la invención del ajiaco. El ajiaco es, en los fogones, el grito de La Demajagua.

Cocina al minuto reserva espacio al ajiaco después de los postres por no estar interesado en planear simples cenas (como la mayoría de los recetarios), sino en ordenar una nación. Si cualquier menú que se intente puede ser entendido como historia, los postres no pueden ser la coronación, sino el ajiaco. El acto de comer tiende, al final, a ese momento de independencia. El ajiaco es la saciedad y beatitud definitiva. Y cada vez que lo emprendemos lo que se espesa en él, más que las viandas, es una conmemoración.

Cocina al minuto, en sus más recientes ediciones, intenta una teleología no muy distinta a la de Cien años de lucha, discurso pronunciado por Fidel Castro el 10 de octubre de 1968, o a la de Ese sol del mundo moral, el volumen donde Cintio Vitier historiara una ética de la nación. Comer y cocinar alcanzan, en cierta Nitza Villapol, un sentido político.

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¿Cuánto tienen que esperar los muertos para ponerse en pie?, me preguntaba. Yo era un niño frente al televisor, preocupado por el destino de los espadachines muertos. Y recuerdo de entonces esta otra preocupación, mientras caían los créditos finales sobre la imagen fija del plato confeccionado ese día por Nitza Villapol en «Cocina al minuto»: ¿quién va a comerse lo que esa mujer cocina?

exposición anual de Mesas para Pascuas

Brochure (tapa de contrcubierta) de la exposición anual de Mesas para Pascuas auspiciada por la tienda por departamentos El Encanto, en La Habana. 1960. Colección Cuba Material.