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Tapa de un pomo de esmalte para uñas

Tapa de un pomo de esmalte para uñas. Hecho en Cuba. 1980s. Colección Cuba Material.

De los esmaltes para uñas —pintura de uña le decíamos— que se comercializaron en la Cuba de la Guerra Fría, solo recuerdo dos diseños de envase y ningún nombre comercial: un frasco pequeño, más ancho que alto, de tapa plástica alargada de estilo art deco, que también servía de brocha, y un pomito de aspecto ordinario, más alto que el primero y con tapa en forma de cilindro, también con brocha incorporada. No tengo que decir cuál me gustaba más.

En casa, mi mamá, mi hermana y yo nos pintábamos poco las uñas, aunque de vez en cuando mi mamá se arreglaba, ella misma, las suyas. Yo, que por entonces las llevaba largas, no tanto por vanidad como por vagancia y falta de cultura de salón de belleza, me las pinté pocas veces. Nunca fui a la peluquería a arreglarme las manos, ni supe que mi mamá o mi abuela alguna vez lo hicieran .

Pintarse las uñas en la Cuba de los años ochenta era todo un proyecto. En casa no habrían más de diez pomos de esmalte para uñas, y en casa de mi abuela muchos menos. Una vez escogido el color, había que mezclar bien la emulsión para unir sus componentes, que tendían a separarse en estado de reposo —para ayudar en la tarea, algunos envases tenían una pequeña esfera de metal adentro, que sonaba como una campanilla cuando se batía—. Tras comprobar que no quedaban trazos de emulsión perlada o transparente en la mezcla, podía entonces uno aplicarse la pintura o barniz, como mínimo en dos capas, espaciadas con cinco minutos de intermedio en los que había que esperar pacientemente a que la primera mano de esmalte se secara. Tras repetir el procedimiento una segunda vez, uno se dedicaba a soplarse las uñas durante varios minutos, para que el esmalte se secara bien y no fuera a estropearse.

Quitarse la pintura, al cabo de los días, era otro proyecto. El quitaesmaltes que se producía en Cuba no siempre se encontraba en las tiendas. Muchas veces comprábamos acetona pura, de contrabando. El algodón, que solo se vendía en rollos etiquetados como «algodón quirúrgico«, podía también a veces escasear. Una vez, sin algodón en casa, tomé un blúmer viejo de poliéster para quitarme la pintura. Me enrollé el dedo con la tela y lo introduje en la botellita de acetona para inmediatamente ver cómo esta se deshacía en mi dedo. El producto era tan fuerte que diluyó la fibra sintética con la que estaba confeccionado el blúmer.

A veces, los pomos de esmalte de uñas se limpiaban y guardaban para usarlos para aplicar otras sustancias. Mi abuelo solía rellenarlos con goma de pegar líquida o con tintura de yodo.