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Herbario, 1978–1983

Herbario, 1978–1983, por Dashel Hernández.

Nunca he conversado en persona con Dashel, pero lo hemos hecho por años a través de WhatsApp y de esta página. Dashel me ha enviado objetos para la colección y yo he compartido con él imágenes que luego ha dibujado o incorporado a su escritura. Algunas de ellas terminaron, transfiguradas por su mano, en Herbario, 1978–1983, su más reciente libro, una novela escrita e ilustrada por él. Hace unos años conversamos sobre su serie de acuarelas  «En el jardín de la abuela». Desde que me envió su libro, teníamos esta conversación pendiente.

Llevas años recreando de manera pictórica y literaria el mundo afectivo y material de tu infancia. ¿Pudiéramos hablar de un síndrome de Peter Pan, de una evasión de la vida adulta?

No, todo lo contrario. Es un adulto funcional, y no un hombre-niño, quien mira hacia ese mundo y lo recrea con intenciones muy claras y para nada escapistas. Mi exploración de la infancia —la mía y, por extensión, la de buena parte de mi generación— no es una huida del presente, sino una forma de procesar y comprender mi propia historia y examinar temas universales que todos enfrentamos al crecer: el medio familiar, la escuela, el contexto histórico, la política, entre muchos otros. 

Hay al menos cuarenta años de por medio entre los hechos que recreo y la actualidad. Esa distancia me ha permitido acercarme a ellos con una mirada que busca descorrer el velo rosa con que muchas veces cubrimos el pasado. Por otra parte, he tenido que revivir muchos dolores propios y heredados para escribir este libro, tantos que en más de una ocasión quise abandonar el proyecto. Si no fuera por las palabras de aliento del editor, Yoandy Cabrera, creo que no hubiera llegado a terminar esta primera parte. Y necesitaré aún más ánimo para las otras dos. Créeme cuando digo que para mí no hay huida posible. No miro hacia atrás para refugiarme ahí, sino para entender mejor el presente y caminar con ligereza hacia el futuro. 

Pero sí concluyo con una necesaria advertencia: trabajar con la infancia no carece de riesgos porque, para hacerlo, hay que acceder al Puer Aeternus del inconsciente. Como todo arquetipo, el Puer tiene un aspecto positivo (Niño Divino) y otro negativo (el Peter Pan de tu pregunta), y es imposible separarlos porque forman una unidad. Por tanto, quien quiera emprender un viaje semejante ha de saber que estará caminando sobre el filo de una espada, siempre a medio camino entre la integración sanadora y la fracción del ser. 

Así pues, al reino del Puer hay que entrar con respeto y con intenciones claras y limpias: sanar, jugar, crear. Solo así se nos manifestará su aspecto divino: la fuerza renovadora y el potencial imaginativo que le son propios. Pero jamás se debe irrumpir como fugitivo. Quien entre huyendo de su presente y su realidad, no encontrará juegos ni castillos ni rostro alegre, sino la mueca grotesca de un hombre-niño incapaz de amar y crecer.

Herbario comienza con el despertar de un personaje, la madre, a un día que tiene muy poco de extraordinario y mucho de rutina y de politización —una de las primeras cosas que ve al abrir los ojos son las obras completas de Vladimir I. Lenin—. El libro cierra con un fragmento de una marcha política de alabanza a la Revolución. Entre uno y otro transcurre parte de tu infancia y de la vida de tu familia. Hoy en día, ¿qué queda en ti del trasfondo político que definió tu infancia?

En mi vida cotidiana queda muy poco de aquello, para ser honestos. Comparto recuerdos y traumas similares con la gente de mi generación en Cuba, Rusia y Europa del Este; sé de memoria las canciones de algunos animados, y he desarrollado un interés investigativo por todo lo relativo a la Guerra Fría. Hasta ahí. 

Creo que el momento en que nací es determinante para entender lo anterior. El Muro de Berlín cayó cuando cumplí doce años —la URSS agonizó otros veinticinco meses, pero su suerte ya estaba echada—; por tanto, la influencia real de ese trasfondo político, al estar contenida en mi infancia, ha quedado a medio camino entre la realidad y el juego. 

Mis primos mayores, sin embargo, tienen otra relación con ese pasado —aunque solo nos separen siete años—, porque su estructura psicológica acabó de madurar y solidificarse bajo unos presupuestos políticos que yo nunca concienticé del todo. 

Por eso, para escribir lo que escribo, para poder “reconstruir” los aspectos políticos de aquel mundo perdido, es más lo que investigo que lo que dejo “salir” naturalmente de mi cabeza. Yo desconfío siempre y mucho de mis recuerdos.

Súmese a lo anterior que mi infancia terminó de manera traumática. La adolescencia que siguió fue una insurrección radical. Abrí los ojos de golpe y todavía no sé cómo. Aún no puedo explicar cómo pasé tan súbitamente del Pust’ vsegda budet solntse al the wind of change blows straight. Ojalá este proyecto me ayude a aclararlo un poco.

¿Qué significados y registros te ha permitido la literatura que no encontraste en la acuarela, y viceversa?

La relación entre pintura y literatura es compleja y difícil de explicar para mí a estas alturas porque las he llevado en paralelo por mucho tiempo. Desarrollé el hábito de leer desde muy temprana edad, pinto desde los cinco años y comencé a escribir a los doce. 

Así pues, las tres se han entrelazado de tal modo que me cuesta mucho verlas por separado o explicar cómo me muevo entre ellas. Aunque he escrito mucho más que lo que he pintado, he dedicado mayor tiempo y esfuerzo a promover mi obra plástica. Y está bien así: me considero un pintor que escribe y no a la inversa. 

De todos los posibles registros y significados entre texto y artes visuales, creo que este define mejor lo que siento: en las artes visuales la imagen se encarna en un receptáculo más completo y terminado, aunque no por ello se agote su caudal simbólico. Las imágenes literarias, en cambio, quedan siempre como en una etapa fetal: ellas son “moldes” o receptáculos en estado semi vacío que solo cobran vida cuando el lector las rellena o completa con su propia imagen mental. La palabra tiene, en potencia, una multiformidad de la que carece la imagen plástica.

Sí, yo soy de los que siempre prefiere el libro a la película.

¿Cómo y por qué escogiste los objetos que ilustran cada capítulo?

Cuando comencé la serie de pinturas de las que hablamos en 2019 yo ni siquiera sospechaba que aquello se convertiría en una novela. Pero, una vez que lo supe, hice caso a la voz interior y seguí ese camino. 

Desde entonces, la manera de elegir los objetos ha cambiado radicalmente: ya no se trataba de utilizarlos como artefactos mnemónicos para evocar emociones de un pasado compartido, sino de ilustraciones en diálogo con un texto complejo al que debían aportar sentido, y no “decorarlo” meramente. 

Lo primero que no pude pasar por alto es el contexto histórico de cada imagen. Así, no es posible ilustrar un capítulo que ocurre en 1978 con un objeto que se comenzó a producir en 1986. Este proceso de elección se extendió luego a detalles mínimos. Por citar un ejemplo, en “Alfileres de Eva” (1983), la ilustración muestra un recorte de la revista Misha. Tuve que revisar muchos archivos hasta dar con el osito Misha que ilustraba los primeros números de aquella revista, que es diferente del que apareció a finales de los ‘80. Ese mismo proceso lo he seguido con el resto de las imágenes. 

Aunque la novela es perfectamente legible sin ilustraciones, ellas aportan una lectura extra. Como están al inicio, habrá siempre una primera interpretación que luego será alterada o completada por el texto. Así, una inocente paloma de pasta blanca se convierte en burla política, el Cheburashka plástico se revela como el sustituto de un Mickey Mouse de peluche, y dos “inocentes” soldaditos de juguete conducirán al lector a una escena que tiene más de infierno dantesco que de juego infantil. 

Como aún trabajo en las otras dos partes, sé que aún queda mucho por elegir e investigar. Veremos qué nuevas sorpresas nos traerán los objetos por venir.  

Dashel es escritor y artista visual. Es Licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Camagüey (2008) y Máster en Administración Pública por la Syracuse University, de Nueva York (2018). Ha organizado y participado en varias exposiciones personales y colectivas en Cuba, Estados Unidos y Europa. También es el autor del libro de sonetos Meditaciones (Ácana, 2016).

Su libro más reciente está a la venta en: Tapa dura con ilustraciones a color; tapa blanda con ilustraciones en blanco y negro; formato Kindle con ilustraciones en blanco y negro.

Ilustraciones de Dashel Hernández para Herbario, 1978–1983

Ilustraciones de Dashel Hernández para Herbario, 1978–1983. Foto cortesía del autor.

Ilustraciones de Dashel Hernández para Herbario, 1978–1983. Foto cortesía del autor.

Ilustraciones de Dashel Hernández para Herbario, 1978–1983

Ilustraciones de Dashel Hernández para Herbario, 1978–1983. Foto cortesía del autor.

Niño (Ernesto Fumero Ferreiro) con un envase de yogurt. 1979. Foto cortesía de Ernesto Fumero.

En los años setenta y ochenta se vendía en Cuba un yogurt líquido de producción nacional. Venía este envasado en un recipiente plástico cuadrado, de paredes flexibles y con rayas a relieve en la parte exterior, por lo demás muy similar a los que hoy se encuentran en cualquier supermercado de Estados Unidos. Tenía, además, bordes que se doblaban hacia afuera, que sellaba una lámina de aluminio con el nombre del producto, escrito creo que en letras verdes. Los vasitos de yogurt, como les llamábamos, venían pegados unos a los otros por este reborde, y había que desprenderlos doblando los vasos por la unión y tirando de ellos. La esquina del reborde más protuberante tenía un corte que, cuando se doblaba, permitía despegar el papel de aluminio.

Hace tiempo ya que Ernesto Fumero Ferreiro me envió desde Suecia esta fotografía, que solo volví a ver cuando el artista Dashel Hernández Guirado me escribió para preguntarme si tenía alguna imagen de los vasitos de yogurt. (Si alguien tiene uno, ¡le agradecería que me lo donara para Cuba Material!). Hernández Guirado realiza una serie inspirada en los vasitos de yogurt sobre la cual ha accedido a conversar conmigo.

Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.
Serie de dibujos de Dashel Hernández Guirado En el jardín de la abuela. Serie en preparación. 2019. Foto cortesía del artista.

CM: ¿Cómo surgió la idea de la serie En el jardín de la abuela?

DHG: En el jardín de la abuela surge como un divertimento, especie de juego con mi memoria autobiográfica, a partir del cual exploro parte de la historia de mi primera infancia. Para ello utilizo fragmentos (¿residuos?) del mundo material de la Cuba de los 80: lugares y objetos, la casa, las plantas, mis juguetes, mis primeras pinturas, etc.

De algún modo yo concibo esta serie como un viaje de vuelta (nostos) al hogar familiar. Pero este viaje pasa por el hecho de reconocer y aceptar que mi pasado autobiográfico es irrecuperable. Más que reconstruirlos, me interesa evocar ciertos lugares de mi infancia y las emociones asociadas a esos recuerdos. Por tanto, es un viaje que no busca ni restaurar ni rehabitar el hogar perdido, sino encontrar la mirada del niño: la fascinación de esa primera mirada de la infancia.

Así, el jardín de la abuela es el primer jardín: el “jardín del edén” donde el niño se asoma al mundo, lo descubre y lo nombra. Por eso mi insistencia en titular cada obra de la serie como si fuese la página de un álbum botánico: nombre científico seguido del nombre común. Pero en lugar de la descripción del espécimen representado, incluyo una frase de la abuela. La abuela se asoma al universo del niño interrumpiendo su juego y matiza la historia con dicharachos, consejos y regaños: vislumbres de una realidad otra que da voz a cierta dosis de imaginación colectiva.

En el verso final de su poema “Nostos” la poeta Louise Elisabeth Glück afirma: “We look at the world once, in childhood. / The rest is memory”. Tarkovski también creía que la mirada del niño se queda por siempre con nosotros y es la que nos permite hacer arte. Yo además creo que esa mirada se convierte de algún modo, con los años, en nuestra patria, la única patria.

CM: La abuela de la serie ¿es un personaje ficticio o se trata de tu propia abuela? De ser esto último, ¿por qué no has nombrado la serie “En el jardín de mi abuela”?

DHG: La abuela es mi propia abuela paterna, quien nos cuidó y educó a mi hermano y a mí. Como gran parte de mi generación, nacida en los 70 del pasado siglo, fui un “niño de abuelos”. Mientras nuestros padres viajaban a estudiar a la URSS o pasaban los domingos en la caña u otras faenas relacionadas con la “construcción de la revolución”, nuestros abuelos ocuparon su lugar.

Utilizo el artículo “la” en lugar del posesivo “mi” porque creo que esta es también una experiencia común para muchos niños de mi generación: la del jardín (que recuerdo en cada casa que visité y que estaba siempre lleno de las mismas plantas y los mismos objetos), la de los padres ocupados en “tareas heroicas” y la de los abuelos ocupando el lugar de los padres.

Si yo fuera a nombrar la serie de un modo más personal la llamaría (y creo que secretamente la llamo así desde que comencé a concebirla) En el jardín de Aba. Aba es el nombre con el que yo rebauticé a mi abuela cuando comencé a hablar. Aba como hipocorístico de abuela. Mi hermano pequeño, al crecer, continuó diciéndole Aba, mis amigos de la escuela comenzaron a llamarla Aba, y finalmente toda la familia se sumó. Así fue como Caridad se convirtió en Aba.

Me interesa mucho que mi jardín personal, el jardín de Aba, se convierta en el jardín de todos. Que cada quien pueda encontrar a su propia abuela, tía o vecina en este jardín, y también que puedan encontrar un pedacito de su propia infancia. Yo trabajo con mi propio pasado, pero con el objetivo de despertar la imaginación y la memoria colectivas. Me interesa mucho la manera en que la exposición de mis recuerdos más personales puede afectar a otros y hacerlos revisitar su propia historia. Por eso también el niño de la serie sigue llamándose Javier Antonio y no Dashel. Que cada uno haga suyo este jardín y lo habite y ría o llore con las ocurrencias de Javier Antonio
y los regaños y consejos de la abuela, no la mía en específico, sino la abuela de cada uno.

CM: La serie combina elementos —más bien residuos— de la materialidad doméstica y el mundo lúdrico infantil. ¿Qué relación ves entre ambos?

DHG: Creo que el reciclaje ya era práctica habitual (o forzada) en Cuba mucho antes de que se hiciera moda primermundista. Mi abuela aprovechaba cualquier envase en que se pudiera sembrar una planta. Recuerdo su colección de cactus en vasitos de yogurt, sus siemprevivas en latas de carne rusa, y su tilo sembrado en viejas cacerolas sin asas.

Encontré el mismo esquema repetido en casa de mis amigos, primos y compañeros de escuela: donde quiera que crecía un jardín se podían encontrar todo tipo de objetos viejos. Aunque la mayoría de esos objetos estaban relacionados con la ingestión y preparación de alimentos (cacerolas en desuso, tazas rotas, vasos y jarras de plástico, envases de yogurt, latas de carne, etc.), también se utilizaban otros sin relación directa con el mundo culinario, como palanganas, orinales viejos y hasta pedazos de juguetes. Recuerdo uno en especial, un casco puntiagudo de plástico que era parte de un disfraz de Bogatyr que vendieron en Cuba a inicios de los 80 (casco, capa, espada y escudo, todo de rojo brillante). Por muchos años el casco rojo, que servía de hogar a los helechos, estuvo colgado de un macramé tejido por mi abuela. En fin, todo aquello que pudiera contener un poco de tierra y que pudiera ser perforado en el fondo para drenar el exceso de agua era (re)utilizado para sembrar plantas.

Los niños también reciclábamos los juguetes, los reinventábamos e imaginábamos: cualquier cosa podía convertirse en un avión, en una pistola, en un barco. La escasez y las restricciones en la compra/acceso a los juguetes espolearon el deseo de imaginar, de buscar lo inalcanzable y de compartir lo poco que teníamos a mano. Pienso ahora en un tipo de “avión” que armábamos con el palito (mango, agarradera) plástico de las paletas de helado. También recuerdo muchos pedazos de juguetes viejos que habían pertenecido a mi padre y que treinta años después eran reutilizados y ensamblados con nuevos juguetes, la mayoría soviéticos.

El mundo material de mi infancia está marcado por lo que podríamos llamar una cultura residual en la que se mezclaban distintas épocas y geografías. Por ejemplo, la taza rota donde se sembraba la mala madre (cinta) había pertenecido a la vajilla del ajuar de mi abuela, a su lado la lengua de vaca crecía en una lata de carne importada de la URSS. El mismo esquema se repite en el interior de la casa y en todo cuanto recuerdo. Los sillones en los que me senté de niño eran los mismos que mi abuela había comprado cuando se casó, cuarenta años atrás, ahora tapizados con vinyl procedente del campo socialista. El refrigerador Westinghouse compartía el comedor con
el TV Krim 218. En el librero coexistían los Sputnik de mi madre con la colección de Reader’s Digest (Selecciones) de mi abuelo. Mis primeras pinturas al óleo estaban hechas sobre el cartón de fondo de las cajas de queso crema (le llamábamos cartón piedra porque tenía una textura peculiar en uno de sus lados; este cartón, creo recordar, venía de los países bálticos) [en La Habana, en cambio, lo conocí como cartón tabla —nota de CM]. Los óleos con los que pinté aquellos cuadros habían pertenecido a mi tía abuela, que estudió pintura por correspondencia en una academia norteamericana en los 50 ¡y todavía servían los dichosos oleos en 1985!

Esa cultura residual, creo yo, estimuló mucho mi imaginación. No sé si estas obras existirían de haber crecido yo en un jardín repleto de vasijas plásticas relucientes y fabricadas en específico para sembrar plantas, o jugando con aquellos robots por control remoto que tanto quise tener.

CM: Los juguetes que recreas en esta serie no son inocuos (casi ningún juguete lo es). Tienen todos una connotación violenta y fatal, cuando no guerrista, ya sea por la posición en que aparecen representados, como es el caso del avión, o por la función del objeto que representan —por ejemplo, soldaditos. ¿Pudieras explicar la relación que ves entre la fatalidad y violencia vinculada al mundo lúdrico infantil y la domesticidad culinaria característica del socialismo cubano en la era soviética a que aluden tus pinturas?

DHG: La serie está en proceso aún y no puedo definir si todas las obras incluirán objetos con este sentido violento o fatalista. Hay obras en las que también incluyo piezas de legos, bolas (canicas) y yaquis (un juego que era socialmente asignado a las niñas, Jacks game en inglés). Pero sí, por supuesto, muchos de los juguetes que utilizo no son inocuos, ni la manera en que los utilizo es inocua. Hay mucho de ironía en su manejo. Aquel primer jardín donde el niño crece y descubre el mundo no es un jardín impoluto: está lleno de serpientes y de juegos cargados de un sentido ideologizante que escapa totalmente a la comprensión infantil.

El soldadito americano que dispara a un avión soviético caído, el indio que amenaza con un hacha a un dinosaurio rojo, los palitos chinos utilizados como lanzas en la que se han empalado las hojas de la siempreviva, el varón que esconde los yaquis de la prima entre las plantas de la abuela para luego jugar con ellos a escondidas, todo esto dice más —mucho más de lo que yo mismo puedo comprender— de una época y de una fatalidad ¿histórica? pesando sobre nuestra infancia.

Como éramos varones (yo, y casi todos mis vecinos y compañeros de juego), nos regalaban pistolas, soldaditos, legos, bolas, etc. Nos regalaban lo que se podía comprar, que no era siempre lo que queríamos. Como varones, jugábamos a la guerra, a las espadas, a las escondidas, a las bolas, y a los soldaditos. Nos dividíamos siempre en dos bandos: los malos y los buenos; los buenos eran los soviéticos, los malos eran los americanos. Nadie quería estar en el bando de los malos —sería interesante estudiar qué tipo de narrativa permeaba los juegos infantiles de mi generación en otros contextos: ¿Cómo jugaban los niños soviéticos? ¿Cómo jugaban los niños en Estados Unidos o en la RFA? ¿cómo era la división de roles entre buenos y malos? ¿Jugarían a los soldaditos pensando en “rusos vs. americanos”? Esto es un tema que tengo pendiente—. Aunque eran juegos que no implicaban violencia física real —especie de pequeño teatro donde podíamos vencer, sufrir derrota o morir y recomenzar todo de nuevo—, en el fondo una enorme dosis de violencia simbólica lo permeaba todo.

A veces me pregunto si esta violencia simbólica del mundo infantil no tuvo su contraparte en la sustitución ¿obligada? de costumbres y tradiciones culinarias cubanas por otras de Europa del Este: La abuela que aprende a hacer borscht por un libro de recetas en ruso con anotaciones en español escritas a mano por su nuera, la madre que prepara té de la RSS [República Socialista Soviética] de Georgia en un samovar traído de Leningrado, y el abuelo que abre a golpes de cuchillo una lata de carne mientras bromea sobre su contenido: “picadillo de oso siberiano.” ¿Qué sentido tuvo (tiene) todo esto?

Abril de 1983. Mientras crece el ajetreo en casa y todos se apuran en terminar la cena para los colegas rusos de mi madre que vienen esa noche a celebrar un cumpleaños, los abuelos no pueden reprimir su nostalgia: “En Cuba nunca se comió tanta remolacha”. “Mi padre sembraba mucho café en la finca, nunca nos faltó el buen café en casa”. “¿Te acuerdas del picadillo con pasas y aceitunas de la fonda del gallego Ramón? ¡Por cinco centavos te daban un cartucho lleno de pasas (y 5 caramelos de contra)!”. “Apúrate con la carne, viejo, que ahorita llegan los bolos”.

No sospechábamos que en menos de diez años a la nostalgia de los abuelos por las fondas de los ‘50 se sumaría nuestra propia nostalgia por esa carne, ese té, y esas remolachas que entonces despreciábamos. En 1992 ya no jugábamos. Habíamos cambiado nuestros juguetes soviéticos por los cassettes de rock & roll y los t-shirts de Kurt Cobain. Tampoco los abuelos cocinaban. Nos reuníamos en silencio alrededor de la mesa vacía, como espectros, a sorber un poco de agua con azúcar bajo la luz del farol mísero. Ya no nos dividíamos en bandos: todos queríamos ser americanos.