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Cuarto de desahogo
Cuarto de desahogo

Cuarto de desahogo de casa de mis abuelos. Foto 2013.

Bitácora participativa: Un agujero en el recuerdo:

Si usted es cubano y recuerda los pantalones de laxter elastizados, de tela brocada o los «pitusas» (jeans) de corduroy que se combinaban con una manjata o una blusa de jersey, entonces recordará también los aberrantes calores de Agosto que provocaban un sudor insoportable menguado un poco quizás con aquellos desodorantes de tubito donde el alcohol creaba los famosos golondrinos a los que se atacaba enseguida con antibióticos, crema la sal(útil para todo) y después leche magnesia con alcohol. Método infalible para detener el olor pero, sobre todo, le enseñaban desde pequeño a no oler si había «peste», que eso se pega.

Si haciendo un esfuerzo puede aún sentir el fuerte aroma del Moscú Rojo, un perfume que cegaba los instintos y provocaba mareos o también puede recordar la suavidad de Pétalos de Violeta o el pequeño extracto de Rococó cuando el cristal impactaba con su diseño conocido: el clásico racimo de uvas que solo veíamos en las películas. Si su olfato se detiene en el Bermellón una esencia que dejaba por sentado su uso oficial para ir a la escuela o el trabajo, entonces recordará también «Los Quince».

Esta celebración quizás esté más a flor de piel porque es una fiesta que jamás ha dejado de tener su lugar aunque ya no se recuerde el motivo.
La figura principal, no es la homenajeada sino el cake, tan grande como la suma de los futuros pedazos a repartir entre amigos, familiares, invitados, ausentes, santos y demás. El diseño de la mesa, la figurita encima del merengue y el relleno no dejaban escapar su importancia por más que siempre se hicieran acompañar de la ensalada que a veces reforzaba su sabor a piña con el polvito de hacer refresco instantáneo. Las croquetas serían el sello. Todo ya preparado en una cajita de cartón lista para repartir. La cuchara podía ser un pedazo de la tapa y los vasos reciclados de antes de 1959 cuando la cerveza polar. Tan magnánimo agasajo tendría garantizada unas cajas de refresco y algunas de cerveza siempre y cuando usted cumpliera con aquello de: «entregar el vacío p’recoger el lleno».

El maquillaje era un dilema pero siempre había una peluquera que junto a la costurera del barrio sabían hacer milagros para que los zapatos de Primor parecieran únicos en cada homenajeada. El pelo demostraba su disciplina cuando al intervenir el champú «fiesta» se dejaba moldear para poder lucir los encantos que se descubrían con la llegada al salón, la sala o el espacio, destinado para todos. Rolos de los rollitos de papel sanitario. El inolvidable torniquete que se ajustaba con el gorro formado por la punta de una media de nylon, completaba la escena previa. La casa de los festejados y de los invitados ya desde una semana antes puede parecer un loquero, porque si usted recuerda la madre debía lucir bella y joven montada sobre los fabulosos «catarritos» que hacían una única aparición porque después la suela se abría en eterna carcajada.

Si, usted recuerda seguramente que en esta fiesta no faltaba la historia completa de la parentela. Las baby flowers, los adornos y fotos, tampoco se podía olvidar al combo para amenizar que después seguían al día siguiente con el pique, una celebración más informal. Al pasar unos años la grabadora sería el instrumento de más uso pero siempre necesitaría del tocadiscos Accord para amplificar el sonido y de vez en cuando escuchar el crash de los discos de 45rpm o aquellos azulitos que nunca dejaban claro que música tenían impresa.

El cubano siempre ha asociado las fiestas con la bebida porque con ella los más «patones» (portador de dos pies izquierdo y una caja de fósforo sin fósforo en cada oreja) y penosos se atrevían a bailar. Ronda, Matusalén, Legendario, Castillo, Coronilla, Bocoy, Guayabita del Pinar o Villa Clara, con el tiempo se sintieron abochornados al aparecer el «chispa e’tren» dudoso producto de fabricación casera que parecía más una bomba estomacal que licor de bebederos, pero ya para esa época usted, quizás, estaba tomando otras bebidas más fuertes, más suaves, diferente.

Después de la reseca venía el agotador domingo, un aburrido día que se atraviesa a principio o final de la semana depende como usted lo vea. Este se transformó de la noche a la mañana en el preferido de todos cuando La Tanda del Domingo y Mario Rodríguez Alemán nos dieron la oportunidad de conocer buen cine aun cuando ya existía otro programa de calidad que nos permitió ver la diferencia entre el cine de hollywood y la reserva anterior de pantalla cinco o la película de las 2 y media cada tarde entre semana que aceptaba como únicas las películas mexicanas, argentinas y españolas guardadas en la cinemateca. Colina, un «describidor» de imágenes.

Cuando la quinceañera hacía su desfile en el barrio podía servirse de un carro antiguo funcionando como nuevo o de los carruajes, si era en el campo, pero usted sabía de qué familia venía si el resto llegaba en Lada, Moskovish, Fiat polaco o de 4 puertas que eran los europeos y si por algún motivo alguien se bajaba de un Volga o Peugeot ya ahí si se ponía bueno el festejo porque ella tenía familiares o amigos en el gobierno aunque quedaba por sospecha que pudiera ser un chofer de servicio especial desviando la ruta. Buen motivo para especular con el arte incontrolable del chisme que para un buen cubano es la cienciología sublimada. Un acto secreto y pleno de conjuros.

Llegado el momento no faltaron los recuerdos de toda la familia e incluso el álbum familiar para demostrar que no habías crecido de la nada sino después de un duro esfuerzo de tus padres por hacerte entender que andar con short, pullover y tenis no sería eterno. En algún momento llegaría este día especial, después de haber pasado por varias facetas de uniforme que fueron desde el gris hasta el rojo y ahora el mostaza o el azul dependiendo si estabas becada o estudiabas en la calle. Claro que el verde de las conocidas Macarencos, nunca sería olvidado.

Por las viejas fotos recordarías que de niña usaste medias tejidas con hilo ´´osito´´, suéteres de estambre y un elástico impediría que tus medias blancas cayeran sobre el zapato, ese mismo elástico blanco de un rollo comprado sabe Dios donde, sostenía tu pelo que lucía motonetas amarradas con bolitas de diferentes colores. ¿Podrás recordar que escuchaste Nocturno en tu radio Siboney, quizás en el Taíno?, si tuvistes suerte tus padres te regalarían el Sokol, pequeño, portátil y todo un éxito que no te prohibía hacer las tareas mientras escuchaba lo último en el hit -parade de los años 60´. Lo máximo podía ser tener un Veff o un Selena para sintonizar la Voz de los Estados Unidos de América o poder estar «alante» con la música.

Todos esos recuerdo, incluidas las fotos donde tu mamá lucia espectacular al lado de un padre galante y nada gordo quizás con espejuelos de armadura de pasta, están en tu memoria pero es probable que no puedas descifrar aquella de la esquina que tiene unas chancletas «metedeo con un floripondio» dejando entrever el increíble arreglo de sus pies con una luna de preciso diseño y en la cabeza un pañuelo de seda con hilos plateados. La moda cambia, pero la personalidad se mantiene y a esa, la conoces por la parada y el cigarro. Te queda una duda ¿qué fumaba la tía? Vegueros, Populares, Ligeros porque si había otra no te acuerdas. Cuando aquello no estaba la furia del cáncer por fumar, todo se solucionaba con un pomo de bicomplex, viña 95 y una yema de huevo, aceite de hígado de bacalao y si se ponía muy difícil la situación la penicilina o la gamma resolvían el problema.

Al pasar de los años quizás lo hayas olvidado, pero si te lo menciono, tú te emocionas cuando recuerdas las Aventuras, San Nicolás del Peladero y su Juan primito, la alcaldesa, una mujer bella y calmada, símbolo de rebeldía y elegancia que contrataba con la potente voz de Raquel Revuelta en su inolvidable Doña Bárbara en el gustado espacio de la novela cuando de un momento a otro comenzaron a competir las nacionales y las extranjeras que bajo su influencia soñábamos. De lo que si no te olvidas es de la Comedia Silente, Nitza Villapol, Detrás de la Fachada un programa que no nos permitía odiar a Consuelito porque sus constantes intervenciones servían de pie al inolvidable Bernabé para hacer de las suyas.

Aunque la televisión a color se conocía en Cuba hacía mucho tiempo atrás, siempre decíamos ¡bendito televisor! Que nos permitía entretenernos. Un Caribe, con sus delgadas patas a punto de caer, el Krim 218 u otro cualquiera que en blanco y negro o más adelante, pintada la pantalla serviría para descubrir un mundo de conocimientos. Escriba y lea, el panel de los sabios con su clásico «vamos a la siguiente vuelta» del moderador, después de las preguntas que aquellos catedráticos respondían sin temor- ¿posterior a la edad media?, ¿siglo XIX o XX?. De la Gran Escena nos obligaba a entender la música más allá de las orquestas. ¡ahhh!, no te escapas, “Tía Tata cuenta cuentos”, fue tu primer despertador.

Seguro ahora te vendrá a la memoria que después de abrir las ventanas y puertas para soportar las noches de poca brisa sin perder un detalle de la programación, dormir en cama generacional o el viejo pimpampum no sería un problema. El dilema comenzaba cuando el ventilador General Electric después 2millones de reparaciones y cables «enteipados» fue sustituido en sus funciones. Un aparato blanquito, plástico, y con paletas, aparecía en escena con la arrogante osadía de querer llamarse ventilador. Por ser moderno venía sin protector. Su único problema es que había sido creado para ayudar a descongelar un refrigerador y su uso continuo le provoca ansias de rebeldía por lo que había que amarrarlo a la silla y calzarle la cabeza. Ruso al fin y al cabo no nos entendía y quería salir caminando pero ante nuestra actitud inconsecuente bajaba la cabeza y se suicidaba en su propio calor. Quedaba reducido a la nada plástica.

Si usted recuerda los cubanos podían ser pobres pero limpios por eso hervir la ropa blanca, lavarla con Batey y ponerla al sol era la mejor manera para conservarla ¡qué debía durar unos cuántos años! Lavarla en la Aurica y después en la centrífuga, un equipo pequeño pero útil lo único es que con el uso podía destrozar lo que costó mucho conseguir. Los zapatos de tela, ni soñarlo, esos se lavaban con un cepillito y jabón de olor después se colgaban al sol, cogidos con palitos de tendedera por la lengüeta.

Aunque su mente se ponga a vagar en los recuerdos, tiene fija la foto que recoge cuando tomaste de encima de la cama los regalos, el «pitusa Jiquí con la chaqueta», no sabes si fue tu tía o tu mamá pero alguien convirtió en batalla conseguir este preciado regalo. El Caribú te lo regaló tu abuela que estuvo esperando conseguirlo por la libreta y cuando lo compró todo el mundo se le quedó mirando porque nadie imaginó a tan respetable señora en aquellos pantalones tan delgados. El mundo corría rápido sólo en tres generaciones y la sociedad se veía distinta. Todos fueros a formar parte de tus prendas personales dentro del escaparatico.

El talco, los perfumes, jabones, las «cocalecas» (con suela de goma de carro) . Tu papá hizo uno que otro negocio entre los conocidos y te compró unos pullovers que venían con unas mariposas delante, una enguatada de las que daban para la escuela al campo que con un amigo le mandó a pintar una pareja bailando aquello de bim bóm bim bóm..¡.era gracioso! Se usaban la plataforma y había un tenis que se los habías visto a tus amiguitas y sin saber que ellos te guardaban un par les confesaste que te gustaría tener uno. Eran puntiagudos delante y negros, muy bonitos.

Para aquel entonces podías conseguir un pitusa JOUJOU que todavía si cierras los ojos sientes el olor de la mezclilla y la alegría de tener uno de verdad. Muchas de estas cosas te las mandaban de «afuera» y otras se las compraba tu familia a los rusos del Focsa o los marinos mercante. Todo venía de 15 años reuniendo porque desde que tu naciste se esperaba este día como «cosa buena». Incluso Bruce Lee, entró en Cuba con aquellos pullovers que se pegaban al cuerpo con el más mínimo sudor.

Pasadas las fiestas, un momento único, se volvía a la realidad y si todavía a la menoria te llega el olor de tus pies después de usar los kikos plásticos entonces es que nunca tuvo tu familia un amigo médico que declarara tu defecto en la columna lo que impedía usaras un zapato que no fuese cerrado y para ello lo mejor serían los colegiales. Claro que tampoco estuviste ajena de los dos tonos, la puntera de piel y el resto de lona. El fin de semana siempre fue distinto, cuando te quitabas el uniforme y podías discutir tu entrada al cine o al teatro. Seguro no olvidas las Ferias de Telarte, con telas que hicieron furor. La moda de los 80′, la costumbre del libro bajo el brazo que mirándolo bien debajo de tu brazo siempre se acomodaba la cultura y la comida: el pan y el libro.

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Bandeja de comedor escolar con cuchara de calamina
Bandeja de comedor escolar con cuchara de calamina

Bandeja de comedor escolar con cuchara de calamina. Colección Cuba Material.

Publicado por Encuentro en la Red, en La columna de Ramón:

Lejana cuchara de calamina:

Mira que ha pasado el tiempo, tú, y todavía, algunas noches en esta ciudad, por encima de la esencia picantona del chorizo gallego o de los pimientos de Padrón que son unos cabronazos indecentes, me brota limpio, incólume, medio inocente, tu frío sabor, una mezcla metálica y abrumadora parecida a la que debe dejar en la lengua haberse pasado la noche chupando un Colt 38 o haber practicado uncunnilingus pantanoso y vegetal con un manatí. Y no con un manatí cualquiera, sino uno de mediana edad, de la ribera derecha del río Cauto.

Qué sensación, qué rubor, qué estremecido estremecimiento. Porque no imaginas la constancia que tiene la calamina en la memoria de un cubanete como yo, que te encontré siempre en todas partes: en escuelas al campo, meriendas campestres, pizzerías, safaris ideológicos, bodas, almuerzos familiares, velorios campesinos, internados militares, cumpleaños, becas.

Sobre todo en las becas, con tu inseparable bandeja de aluminio, heroína de mil batallas, abollada, maltratada, grasienta. Hubo un tiempo, incluso, en que llegué a pensar que el futuro luminoso del que siempre nos hablaban, olía igual y estaba completamente forrado de bandejas de aluminio. Más nuevas, por supuesto. Y que todos avanzábamos alegres, sonrientes, con la cabeza erguida, sosteniendo victoriosos una bandeja de ésas entre las proletarias manos. Y la recompensa por nuestro sacrificio nos la echaban en el huequito del postre. Claro que entonces yo era bajito y medio comemierda y por eso tal vez pensaba así. Ahora sigo siendo bajito y medio comemierda, pero me acerqué a la porcelana por si acaso.

Te hablaba de las becas. Tú en las becas, madre mía, qué nostalgia. Tú sumergida, lenta y golosa, en el agüita transparente del potaje, con esos destellos de manjúa en Guanabo, tropezando con los cuatro o cinco fijoles de artillería yugoslava que nadaban junto a tu cuerpo de movimientos ágiles. Y luego tú, haciendo las funciones de martillo neumático en la blancura de aquel arroz tan bien organizado, tan militar él, tan firme en sus convicciones, impenetrable, compacto, ideológicamente indivisible. Había que pensar en Ichi, el masajista ciego para poder cortarlo. O llamar al gentil Toshiro Mifune para que nos ayudara a abrirnos paso entre las bolas blancas y echarle algo a la paila. Claro que te jorobabas un poco por el esfuerzo, hacías tus contorsiones y creo que hasta sudabas ligeramente. Salían chispas de tu palidez cuando chocabas con los gorgojos de elegante tersura, y los machos abundantes con que condimentaban aquel manjar.

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Pero tú nunca te quejaste. Firme ahí, irreductible. Uno te enderezaba a ojo de buen cubero y de nuevo a la guerra. Cuando único te vi flaquear, darte por vencida, rajarte, tirar la toalla en una beca y recostarte en la esquina azul con cara deyo no puedo con eso, fue al enfrentarte a la guarnición. Con el boniato no podías. Y eso que se suponía que era boniato sancochado, pero siempre sospeché que no lo hervían, sino que lo asustaban en la cocina para no perder tiempo. Y a un boniato asustado no le mete el diente ni un indio caribe, acostumbrado a merendar siboneyes de edad diversa. Todavía no he encontrado al genio de la dietética, a ese Maquiavelo gastronómico que ordenó complementar el rancho con aquellos boniatos blindados sabiendo que había que zampárselos, abrirles la gandinga, llegarles al meollo con la nobleza de tu hechura.

Claro que en la mayor parte de los casos eras menuda y talla usable. Pero en algunos lugares alguien había fabricado un modelo superior, de una anchura caucásica, como si hubieran usado como molde la jaiba de un cocodrilo con mal genio. Uno no se daba cuenta en el acto de que con esas dimensiones era mejor echarle carbón a la caldera de un tren carguero con destino a Novossibirsk y que era imposible que cupieras en la boca estándar de un muchacho becado, capaz de comerse un búfalo en movimiento. Creo que es de las torturas más finas que se han inventado: intentar introducir aquella pala de cementerio, cargada y humeante, en una boca que saliva desesperadamente. Una boca normal, de dimensiones típicas, anatómicamente dentro de la media, y no de majá de Santa María. Ahí se la comieron. La partieron. Se le fue la musa a Manolo. La recostaron a la cerca.

Eso también pasaba cuando había que embutirse un jarabe. Una benadrilina. Un bicomplex. Una sulfaguanidina para «trancar». Un aceite de hígado de bacalao. En esos casos, con osadía e ingenio, con determinación ante la anchura, resonaba una voz en mi cabeza que decía: «en la inmensidad del mar, en lo infinito de los cielos, el hombre se enfrenta a su destino y surrrrgen: Laaaas Aventuuuuraaaas». Y uno abría al máximo la boca, cerraba los ojos y ladeaba ligeramente la cabeza. Y si alguien me hubiera tirado una foto en ese momento, por mi madre que podía pasar por el primo del león de la Metro. Pero se terminaba el trabajo con picardía, arrimándose al borde izquierdo del estanque y absorbiendo como un camión de la Conaca, con el mismo grato sonido con el que los guapos tenemos que tomarnos la sopa en público. Ahí uno aprendía también una lección filosófica: «Si no puedes comerte el asunto de frente, éntrale de lao, y liquídalo», muy útil para convivir en santa paz en becas, círculos infantiles, prisiones y aglomeraciones sociales similares.

En aquellos tiempos yo te tenía hasta cariño. Era como si hubiéramos estado hechos el uno para el otro. Daba por sentado que mi porvenir se estaba fabricando en algún lugar, igualmente de calamina, liviano, gris, manuable como tú. Un arma ligera para entrarle a la vida.

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Hasta la noche en que te encontré, prisionera de un cordelito bastante corto e indecente, en la Cinecittá, la pizzería de 12 y 23, curiosamente ubicada a las puertas del cementerio de Colón. Te blandí, blanda, fría: Te esgrimí para despachar una lasaña novedosa, de las que se hacían con la receta del tocinillo del cielo y que iban derritiéndose, cobardes, sobre unos tímidos cimientos, como edificio de Alamar construido por una brigada de presos políticos. Y, por encima del sabor de la maicena –que nunca supe qué tenía que ver con la lasaña–, ganándole terreno a la Vitanova, brotaba inalterable por los años el manatí, es decir, tu sabor limpio y puro. Casi como lo que sentiría una tribu de Nueva Guinea después de merendarse a un General bolo de antes del desmerengamiento.

Te escribo porque hoy el día está gris y salió a flote tu color en mi memoria. Me he puesto a recoger pita y me ha sorprendido lo injustos que hemos sido contigo. Ni un monumento, ni una mala canción, ni una orden oficial, ni un círculo de interés, ni una sociedad de amigos, ni una sala de hospital… Nada que te recuerde, con lo bien ubicada que has estado siempre. Claro que eso debía partir de las autoridades. Pero qué se puede esperar de un gobierno que no ha sido capaz de poner nunca un invierno que valga la pena. Que a lo más que ha llegado ha sido a un frente donado por alguien. Un fricandó de ONG. Con tanto bronce desparramado por las ciudades. Con tanto mármol tirado a mondongo. Con tanto yeso en valles y montañas, y ni una sola alusión memorable que te perpetue.

Puede que lo hayan hecho por olvido involuntario. O por castigo a tu liviandad, que te hace sospechosa, idelógicamente favorable a ceder a cualquier empuje. Por blandita y popular. O porque simbolizas, precisamente, todo un fracaso. Mira tú el relajo que llevan en sí los metales. Para triunfar, toca el oro. Para matar a un vampiro, una bala de plata. Y para una vida de pacotilla, de peíto sin peste, de burundanga: una cuchara de calamina.

Y, por supuesto, como sólo sirves para cargar. Que ni pinchas ni cortas, huele a quemao hacerte un monumento. Porque los monumentos reflejan algo. Y en eso de ni pinchar ni cortar nuestra vida nacional, menos uno que yo me sé, el resto.

Así que desisto de mi propuesta. Yo que iba a hacer campaña para que aparecieras en el Escudo, al lado de las palmitas. Entre un campo de gules, y por encima de la llave ésa de portalón de la Habana Vieja, una cuchara. Y con restos de chícharo, para no exagerar.

Calaminoso y aviejentado,
Ramón