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Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como "casas del oro y la plata".
Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como "casas del oro y la plata".

Recibo de compra en la cadena de tiendas conocidas como «casas del oro y la plata». 1988. Colección Cuba Material.

Cubaencuentro: La gran estafa del oro y la plata:

Cuando en marzo de 2005 comenzaron a distribuir las ollas arroceras en algunos lugares del interior de la Isla, salió por el noticiero una señora anónima que, después de dar gracias al Comandante por su regalo, dijo: “Esto no se ve en ningún lugar del mundo.” Tenía, qué duda cabe, razón esa ingenua mujer que posiblemente no había estado nunca ni siquiera en La Habana: cosas así no se ven en otro lugar, salvo en los libros que recogen las asombrosas historias de otros caballeros “biencomúnhechores” como Stalin, Mao y Kim Il Sung, señores absolutos de países donde el estado ha pasado de ser el legítimo monopolio de la violencia que dijera Weber a monopolio de todas las cosas, incluidas las personas.

Reveladora evidencia del poder del estado totalitario en la Cuba de Castro fue otra de esas cosas que ciertamente no se ven en ningún otro lugar del mundo: aquella estafa gigantesca que se conoció popularmente como “la Casa del Oro y la Plata”. Quienes vivieron en la Isla a fines de los ochenta seguramente lo recordarán: el estado “compraba” objetos valiosos –joyas de oro, plata y bronce, copas de bacarat, piezas de mármol, lámparas antiguas– en una moneda creada ad hoc con la que podían adquirirse, en tiendas especiales habilitadas para la ocasión, ropa, comida y electrodomésticos que brillaban por su ausencia en las tiendas ordinarias.

Como es de rigor en un auténtico monopolio, los precios de estas mercancías eran mucho mayores que los que alcanzaban más allá de la durísima “cortina de hierro” que ha sido el mar para nosotros, así como era menos lo que el estado ofrecía a cambio de los objetos de valor. No era aquella, en rigor, una operación de compra y venta según las reglas de un libre mercado, sino una suerte de regreso a las prácticas feudales usadas en tiempos de la República por algunos propietarios de centrales que pagaban a los trabajadores con bonos que únicamente servían para comprar en sus propias tiendas. Solo que ahora el señor no era el gran terrateniente, a menudo extranjero y absentista, sino el estado socialista, y los siervos todos los ciudadanos del país.

Fue con semejante “transacción” que el estado socialista completó el despojo de la burguesía cubana iniciado en los primeros años de la Revolución. Si con la Ofensiva Revolucionaria de 1968 las nacionalizaciones habían alcanzando a los pequeños comercios, ahora, dos décadas después, se llegaba hasta el interior de las casas y las alcobas, ya no con la violencia de la expropiación forzosa sino mediante un recurso al individualismo consumista que tan satanizado había sido en los años de radicalismo comunista. Al abrir aquella abusiva posibilidad de acceso a un mundo que hasta entonces solo se dejaba entrever en las maletas llenas de “pacotilla” de los visitantes de la “comunidad”, en las de los marineros que podían comprar en los puertos de países capitalistas o a través del cristal oscuro de alguna “diplotienda” reservada a los privilegiados de la nomenklatura, el estado consiguió apoderarse de muebles y objetos personales que habían sobrevivido a las sucesivas nacionalizaciones socialistas del patrimonio burgués.

Era tanta la tentación y la necesidad que, en la disyuntiva entre el reloj de oro de la abuela, el propio anillo de bodas o la lámpara que siempre estuvo en la sala de la casa, por un lado, y por el otro un televisor en colores, un pantalón nevado o un short reversible, muchos no dudaron en optar por las mercancías, aun a sabiendas de que sus pertenencias valían más de lo que el estado pagaba por ellas. Y no faltaron quienes se entregaron a una suerte de “fiebre del oro” que no buscaba ya, como la histórica de los conquistadores españoles, en los territorios vírgenes del Nuevo Mundo, sino dentro de las antiguas máquinas de coser Singer -que contenían, según se decía, cierta pieza de metal valioso-, y, utilizando detectores del precioso elemento, bajo los suelos de lugares donde se sospechaba pudiera haber algo escondido.

Una cosa está clara, más allá de la anécdota: la Casa del Oro y la Plata marcó el triunfo definitivo de la moda y la frivolidad sobre la austeridad y la uniformidad socialista. Como es de esperar en un contexto tan provinciano como el de toda dictadura comunista, proliferó entonces el mal gusto y la ostentación hortera dentro y fuera de las casas. El entorno urbano se llenó de jeans nevados y prelavados mientas las sesiones fotográficas de las celebraciones de quince tuvieron su gran espaldarazo. Convertidos de la noche a la mañana en “nuevos ricos”, muchos de los afortunados que poseían abundancia de oro y plata para vender compraron unas lámparas ornamentales cuyos fláccidos filamentos, una vez conectado el equipo a la corriente, se estiraban, encendían y coloreaban mientras se oía una musiquita cursilona y el brillante penacho giraba. No era raro encontrar aquellos artefactos, símbolos de un status recién adquirido, en la sala de alguna casona antigua y despintada, cerca de un ventilador Órbita y de un viejo “frigidaire”.

La entrada de aquellos productos “capitalistas” en un entorno doméstico donde los objetos procedentes del campo socialista convivían con los de antes de la revolución conformó ese curioso “estilo sin estilo” que caracteriza los interiores de las casas cubanas de los últimos años, en los que la pintoresca confluencia de objetos de diferentes épocas y orígenes, fotografiada en no pocos de los catálogos sobre La Habana que se publican en Europa, produce a menudo un gracioso efecto surrealista o barroco que en ningún caso deberíamos estetizar, pues esa “simultaneidad de lo no simultáneo” no es sino otra evidencia del lamentable subdesarrollo en que nos ha hundido la dictadura de Castro.

Aun otra reflexión cabe hacer a propósito de aquella controlada implementación estatal del consumismo después de tantos años de forzosa austeridad y racionamientos sin cuento. Si, como señala Agnes Heller, el capitalismo no existe más que en el discurso oficial de los países comunistas que lo maldice con la constancia de un ritual, ese aspecto conceptual persistía de alguna forma en la súbita concreción de la Casa del Oro y la Plata. Algo de simbólico o de abstracto poseían las baratijas en aquella Habana posterior a la llegada del Sputnik y anterior a la caída del muro de Berlín: no se compraba sólo unos zapatos de marca o un televisor en color no soviético, sino también un pedazo de un mundo que, más allá del desahogo inmediato de las muchas estrecheces, aparecía investido de los valores de lo lejano y lo prodigioso.

Muy a contrapelo de la doctrina y de la propaganda, de la escuela y los discursos, el sistema que prometiendo el reino de la libertad no había hecho más que engrosar el de la necesidad hacía evidentes las bondades de la sociedad de consumo, confiriéndole un aura que esta ya no tiene allí donde forma parte natural del paisaje urbano. Se daba así el hecho insólito de que el mundo de las mercancías equiparara o aventajara en aura al mismísimo oro: no solo al metal preciso en sí mismo sino incluso a prendas que poseían además un valor sentimental o familiar. Extravagancia producida, evidentemente, por la artificialidad que significa la supresión del mercado en la sociedad totalitaria.

Claro que valía la pena vender las reliquias familiares, desplazarse hasta La Habana si uno vivía en provincia, ir a Miramar para hacer aquella cola kilométrica en la que, según un chiste del momento, se habían encontrado Mariana Grajales y José Martí, deseosos de tasar el Titán de Bronce y la Edad de Oro, respectivamente. Y hacerla otra vez y aun una tercera en busca de una mejor oferta. Como valía la pena hacer las otras colas larguísimas en Maisí o Tercera y Cero, y dejar fuera los bolsos y los abrigos, mostrarle al vigilante de la entrada aquellos billetes de extraños colores, y, antes de gastarlos todos, quedarse con uno para poder seguir entrando a la tienda aunque sólo fuera para mirar.

Justo en esa transformación de los fungibles en mirabilia que refleja aquel recurso al que no pocos acudieron, consiste la restauración del aura de la que hablo. Aquí se produce, quizás, la última peripecia en la contribución de la Revolución Cubana al realismo mágico: como José Arcadio Buendía no olvida, en la gran novela de García Márquez, el día en que su padre lo llevó a conocer el hielo, muchos niños cubanos podemos recordar el día que de la mano de nuestros mayores entramos a aquellas tiendas maravillosas. Yo recuerdo perfectamente mi rito de pasaje al otro mundo encantado, que culminó con un saldo escaso pero memorable: un prelavado y dos pull-overs, uno de marca Ocean Atlantic y otro que decía El Colony, más unos zapatos de “pega-pega”, también de marca Ocean Atlantic.

Taza de café Duralex
Taza de café Duralex

Taza de café Duralex. Hecha en Francia. 1970s-1980s. Colección Cuba Material.

Publicado en Cuba Contemporánea: Ausencia no quiere decir olvido:

(…) Una tacita de café para comenzar. Porque a mi memoria esta fue la primera imagen que arribó: para la colada en la cafetera INPUD, poner en el embudo, donde va la mezcla de un polvo a base de café y chícharos, aquellas canicas de cristal con aletas de colores en su interior -esas bolas con que los niños jugábamos “a la mentira” o “la verdad”-. En el siglo XX nuestro alguien comenzó a utilizarlas no bajo el concepto de ingredientes, sino con la estrategia de hacer más con menos. Y al parecer algo en verdad sucedía, porque fue un método extendido. Sí, es exagerado. Olvídenlo.

Antes de ir a la cocina a por el café, una mujer se calza sus chancletas de goma. Coloridas, por capas, bordes corrugados. Un modelo similar a las hawaianas. Pero gordas. Chancletas gordas que por el uso y la malformación del pie, y las complicaciones a la hora del recambio por otras nuevas, se desgastaban. ¿La solución?: ponerlas en agua caliente. Y casi se recuperaban -dicen- del fuerte desgaste.

Antes de ir para la escuela o a la jornada laboral, la Revista de la mañana. Noticias y muñequitos en blanco y negro mientras en la mesa estaba la taza de café, o el café con leche, galletas y pan con algo… Por entonces no era “La Habana a todo color” si de televisores se trata. El reinado del Caribe, el Krim 218 y otras pocas marcas. De bombillos fueron en una época, de transistores (creo) más adelante. Un adelantado puso manos a la obra y con una muy pequeña inversión tuvo lo que para él fue su primer TV a color: pintar la pantalla en los bordes con los colores primarios permitiendo siempre la transparencia.

Las guarachas eran unas sandalias que se hacían con neumáticos desechados. En el gusto o en el apartado de los gratos recuerdos de no pocas amigas cuarentonas y cincuentonas que tengo en mi haber, persiste o pervive la imagen del pie calzando aquellos modelos. Incluso, algunas quisieran tener un par flamante para los días de verano y largas caminatas.

Por cierto, si tienes un Lada, los tornillos del chasis de una PC en desuso te pueden servir para resolver, en estos días que corren, problemas de ajuste de la aceleración en el carburador. Y el muelle de cualquier fotocopiadora vieja -es un muelle largo y grueso-, te servirá para arreglar el embrague.

Las etiquetas zurcidas en las patas o el trasero del jean alargaban su vida útil. Cualquier etiqueta servía. Si era grande, colorida, si era una etiqueta de alguna marca bien dura en el ranking internacional, su valor ascendía. El pitusa seguiría sirviendo para el cine, la pizzería, la fiesta, la oficina y la escuela, las salidas con la novia o el novio…

El Período especial en tiempos de paz fue una verdadera guerra. No una guerra a muerte aunque las bajas no fueran pocas. Parece que en ese punto de nuestro pasado cercano no pocos sueños quedaron a la vera del camino, liquidados. Y también cierta ilusión o realidad parecida a la candidez. Una crisis saca lo peor, también lo mejor del individuo en el proceso de adaptación.

Mientras se producía ese proceso de rotación y cambio en la perspectiva y el actuar de los individuos bajo nuevas reglas en el juego, entre nosotros se instauró la orinoterapia -creo haber leído en la prensa un texto para rebatir los supuestos beneficios-. Algo parecido ocurrió con el noni -de la prensa y el noni: recuerdo haber leído acerca de los beneficios, pero de aquella maravilla solo quedan arbustos que paren unos frutos de dudoso aspecto.

Antes de caer en las variantes culinarias a lo largo y ancho de apagones bajo el reinado de… (antes de que lo olvide: los almendrones rodaron en las calles de Qva con luz brillante o queroseno en el tanque)… Hablaba de un terrible reinado y los apagones. El reinado de tú sabes quién: el calor.

Perdí el hilo de este discurrir. Entonces tomo la madeja por este punto anterior al Período especial: hubo un día en que apareció la Casa del Oro y la Plata. Las gentes vieron allí la posibilidad de mejorar cuanto había colgado en su ropero y/o el calzado. También cabrían allí los deseos de tener una videocasetera o una grabadora -citar solo dos electrodomésticos a modo de ilustración- que antes solo eran posibles si te ganabas el bono otorgado por la CTC (por ejemplo) para llegar al ventilador, la lavadora, la batidora y… Las gentes dieron sus tesoros, nimios o en verdad significativos -un tesoro es un tesoro, da igual cómo lo mires-, por lo que había en esas tiendas. Y lo que había allí solo era un “tesoro” si se comparaba con la necesidad. Por cierto, en ese tiempo corría la leyenda de que en un viejo modelo de máquinas de coser del fabricante Singer los mecanismos eran de platino, un metal precioso que también podías cambiar por los “chavitos” necesarios para el trueque.

Mencioné las artes o la magia culinaria de aquel tiempo dolorosamente humano en tiempos de paz. Rara alquimia para confeccionar un plato; sucedáneos por lo que una vez fue común en la mesa: las fibras de la cáscara o la corteza de vegetales y viandas, molidas o en grandes trozos, adobadas, para simular la añorada carne. Dejemos aquí este párrafo, la sumatoria de ejemplos lo volvería demasiado largo.

Existía el gel de papas o clara de huevos para mantener el cabello engominado.

Existía el ventilador fabricado con el motor de las lavadoras Aurika. Aquellos ventiladores parecían tener alma propia: con la vibración podían desplazarse según el largo del cable mientras no reinara el apagón. Y aparecieron las cocinas eléctricas cuya base era una piedra siporex y un alambre enrollado a manera de resistencia, y las cocinas de luz brillante armadas con trozos reciclados o “conseguidos” Dios o el Diablo mediante, y los calentadores que el ingenio popular resolvió a partir de una vieja lata de leche condensada Nela o las soviéticas, y…

Esos aparatejos no tenían una verdadera ingeniería detrás, consumían a más no poder. Fueron criticados y sustituidos por otros fabricados en serie (y supuestamente en serio), la mitad igual de gastadores. Para muchos aquella crítica en la TV casi fue una burla. Sí, dolió. Muchísimo. Pero “la gente sabe bien lo que no quiere” -como dice Vanito Brown en su disco Vendiéndolo todo-, ante aquella batalla energética hizo lo de siempre: rotación y cambio. Adaptación o muerte -según Ch. Darwin-. Se las seguirán ingeniando, porque, a propósito de la lucha del día a día, “la gente nunca pierde la ilusión”.

Por cierto, ¿también debemos poner como ejemplo el Paquete semanal?

La breve lista anunciada en el inicio de este discurrir es en realidad muy larga. Tan larga como ejemplos desempolvemos de la memoria. Ausencia, en este caso, no quiere decir olvido.

Ahmel Echevaria