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Caja de cartón que contenía queso crema de la marca Nela. 1970s. Colección Cuba Material.

Si no contara la regularidad con que mi mamá solía enviarnos, a mi hermana y a mí, al mercadito del barrio con la encomienda de comprar queso crema, queso proceso o huevos, productos que en los años ochenta se vendían por la libre, podría decir que jamás tuve de niña responsabilidades domésticas.

Había dos tipos de queso crema. Uno, de textura pastosa y compacta, de marca Nela, y otro de textura granulosa que se desbarataba cuando se mezclaba con la mermelada, comercializado bajo la marca Guarina —ambas marcas habían sido nacionalizadas tras la revolución—. Tanto el queso crema Nela como el Guarina se vendían envueltos en papel de aluminio, el Nela con el nombre impreso en letras verdes formando líneas diagonales. Los de la marca Guarina, creo recordar, se vendían en bloques más gruesos que los del queso crema Nela, y no anunciaban su marca en la envoltura.

El queso crema Nela, además, llegaba a las bodegas y supermercados en cajas de cartón (las había de dos alturas o grosores), y en ellas, muchas veces, los compradores se llevaban el producto a casa. Mi mamá y mi abuela solían reutilizar estas cajas para, por ejemplo, guardar artículos para coser (cintas, por ejemplo). En la de la foto, mi mamá guardó por años las muestras de ropa que cosió cuando estudiaba en la Escuela de Corte y Costura Ana Betancourt.

Tapa de un pomo de esmalte para uñas

Tapa de un pomo de esmalte para uñas. Hecho en Cuba. 1980s. Colección Cuba Material.

De los esmaltes para uñas —pintura de uña le decíamos— que se comercializaron en la Cuba de la Guerra Fría, solo recuerdo dos diseños de envase y ningún nombre comercial: un frasco pequeño, más ancho que alto, de tapa plástica alargada de estilo art deco, que también servía de brocha, y un pomito de aspecto ordinario, más alto que el primero y con tapa en forma de cilindro, también con brocha incorporada. No tengo que decir cuál me gustaba más.

En casa, mi mamá, mi hermana y yo nos pintábamos poco las uñas, aunque de vez en cuando mi mamá se arreglaba, ella misma, las suyas. Yo, que por entonces las llevaba largas, no tanto por vanidad como por vagancia y falta de cultura de salón de belleza, me las pinté pocas veces. Nunca fui a la peluquería a arreglarme las manos, ni supe que mi mamá o mi abuela alguna vez lo hicieran .

Pintarse las uñas en la Cuba de los años ochenta era todo un proyecto. En casa no habrían más de diez pomos de esmalte para uñas, y en casa de mi abuela muchos menos. Una vez escogido el color, había que mezclar bien la emulsión para unir sus componentes, que tendían a separarse en estado de reposo —para ayudar en la tarea, algunos envases tenían una pequeña esfera de metal adentro, que sonaba como una campanilla cuando se batía—. Tras comprobar que no quedaban trazos de emulsión perlada o transparente en la mezcla, podía entonces uno aplicarse la pintura o barniz, como mínimo en dos capas, espaciadas con cinco minutos de intermedio en los que había que esperar pacientemente a que la primera mano de esmalte se secara. Tras repetir el procedimiento una segunda vez, uno se dedicaba a soplarse las uñas durante varios minutos, para que el esmalte se secara bien y no fuera a estropearse.

Quitarse la pintura, al cabo de los días, era otro proyecto. El quitaesmaltes que se producía en Cuba no siempre se encontraba en las tiendas. Muchas veces comprábamos acetona pura, de contrabando. El algodón, que solo se vendía en rollos etiquetados como «algodón quirúrgico«, podía también a veces escasear. Una vez, sin algodón en casa, tomé un blúmer viejo de poliéster para quitarme la pintura. Me enrollé el dedo con la tela y lo introduje en la botellita de acetona para inmediatamente ver cómo esta se deshacía en mi dedo. El producto era tan fuerte que diluyó la fibra sintética con la que estaba confeccionado el blúmer.

A veces, los pomos de esmalte de uñas se limpiaban y guardaban para usarlos para aplicar otras sustancias. Mi abuelo solía rellenarlos con goma de pegar líquida o con tintura de yodo.

Envase de desodorante

Envase de desodorante

Envase de desodorante sólido. 1980s. Colección Cuba Material.

Así les decíamos en los ochenta a los desodorantes sólidos de barra. La industria socialista producía un solo tipo de desodorante sólido, sin marca comercial, por lo que no había manera de llamarlos mas que por su nombre genérico y su forma si se quería evitar confusiones con el desodorante líquido de marca Desodoral. El desodorante de tubito, sin embargo, era el más popular.

La barra del desodorante era de color azul, y tenía mucho olor a alcohol. Si se quedaba sin tapar, se arrugaba y cuarteaba. Una vez agotado el contenido, el plástico de las tapas del envase servía para sustituir los topes traseros de los aretes cuando estos se perdían. El tubo se usaba como rolo para amoldar el pelo.

Durante uno de los años en que asistí al Palacio de Pioneros, cerca del Parque Lenin, matriculé en el círculo de interés Perfumería y Cosméticos, perteneciente al pabellón de la Industria Ligera. Apadrinado por la Empresa de Perfumería y Cosméticos Suchel, allí aprendimos a hacer, entre otras cosas, desodorante de tubito. Su fabricación requería de pocos ingredientes, y supe que la sosa cáustica era la que endurecía la preparación. Debía agregarse con cuidado para no precipitar la mezcla o endurecerla demasiado, como nos sucedió más de una vez. Guardé por años la libreta donde anoté las fórmulas para hacer desodorante, jabones y creyones de labios.

Estuche para lápices

Estuche para lápices

Estuche para lápices. Hecho en la República Popular Democrática de China. 1980s. Regalo de Mirta Suquet. Colección Cuba Material.

A la escuela primaria llevaba los lápices y los bolígrafos (en primer y segundo grado nos obligaban a escribir con bolígrafo) en un estuche de vinyl, tipo funda, que mis padres mandaron a hacer con un talabartero. Cerraba con un zíper y hacía juego con la mochila tipo maletín que mis padres le encargaron a ese mismo artesano cuando comencé el primer grado, en 1979.

Ya para cuando entré a la secundaria, las tiendas estatales alguna que otra vez vendían, en cantidades limitadas y a precios elevadísimos, bolsos de nylon y estuches para lápices importados de China, país cuyos bienes de consumo casi se acercaban a la idea que teníamos, al menos en El Vedado, de las cosas «de afuera». Muy pocas familias, por lo general de profesionales, dirigentes, administradores estatales o «bisneros», podían comprar estos productos. A lo más, mi hermana y yo alcanzamos a tener, alrededor de 1985, un bolso de nylon para llevar los libros a la escuela.

Uno de los estuches para lápices que ilustran este post, cuando su dueña ya no los utilizó más para la escuela, fue utilizado como estuche de cosméticos. Aún tienen pegadas láminas de colorete y de sombras compactas para ojos que alguna vez recibió como regalo de los «quince».

Estuche para lápices

Estuche para lápices. Hecho en la República Popular Democrática de China. 1980s. Regalo de Mirta Suquet. Colección Cuba Material.

Estuche para lápices

Estuche para lápices. Hecho en la República Popular Democrática de China. 1980s. Regalo de Mirta Suquet. Colección Cuba Material.

Envase de leche entera

Envase de leche entera

Envase de leche entera. Circa 1960s – 1970s.

Reduce, re-use, recicle, le enseñan a mi hija en la escuela pública de Weehawken, en New Jersey, y ella me lo repite, y las dos lo practicamos. De vez en cuando, yo le cuento que en Cuba hemos utilizado los litros de leche y de yogurt como floreros, y que mis abuelos se han ganado unos pocos dólares vendiendo algunos de estos envases, que guardaban desde los años cincuenta, a compradores ambulantes que luego los revenden a coleccionistas extranjeros.

Según Ecured, ECIL son las siglas de la Empresa del Combinado Industrial Lácteo y del pueblo epónimo del municipio de Morón, en la provincia Ciego de Ávila, también conocido como El Lácteo.

Envase de leche entera

Envase de leche entera. Circa 1960s – 1970s. Regalo de Leonardo Cano. Colección Cuba Material.