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Sobre de papel cartucho
Sobre de papel cartucho

Sobre de papel cartucho. Años ochentas. Colección Cuba Material.

Los textos de Variedades de Galiano, de Reina María Rodríguez (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2008), quieren dar cuenta de las dimensiones afectivas y materiales de la “devastación”: ese proceso implacable de desgaste, desaparición, arruinamiento, agrietamiento de los espacios y de los sujetos. Si prácticamente todo discurso producido en el campo literario insular pasa por la sobredeterminación ideológica de la Revolución como marco, entonces cabe reconocer que la fuerza de señalamiento de Variedades… tiene una potencia desestabilizadora. El ahora de Variedades… está poblado por los fragmentos desvencijados de una comunidad fantasmal de sujetos que apenas se sostienen en su integridad, porque dependen de los restos, las sobras, las menudencias escasas de la realidad. El aquí de estos textos señala unos espacios donde se superponen las imágenes del tiempo de lo ido para siempre –evocado una y otra vez, como mantra que interroga el destino de eso que se perdió, un deseo de saber a qué región se marcharon las “glorias”, el esplendor, las aristas espesas (por variadas), de lo real, frente a la monotonía y la igualdad castrante del presente-, y las terribles evidencias de lo que queda después de una guerra no sucedida­ –otra dimensión fantasmal, pero al mismo tiempo material, que también se subraya, por ejemplo, en La fiesta vigilada, de Antonio José PonteInteresa también a la voz de algunos textos de Variedades… dejar constancia de la dimensión agónica del discurso que quiere ser de la memoria, pero que se encuentra con la imposibilidad de la nostalgia.

Cuando se podría pensar que el Periodo Especial, y sus extensiones estéticas, fueron de alguna manera “agotados” a nivel de representación por la proliferación de textos sometidos a la estética de la decadencia y la precariedad, vienen La fiesta… y Variedades… a proponer otras miradas posibles. El primero, desde sus atrevimientos ideológicos, su voluntad ensayística. El segundo, desde un cuidado de la escritura y una ética de la literatura frente a la ruina, que sobrepasan con creces el tráfico a veces desquiciado de esa otra literatura cubana.

Una pregunta como esta: “¿Sobre qué posibilidad de sentir, confiar y escrutar el corazón de los objetos se arma una cultura?” (RMR) en Variedades…, bien podría haber presidido, por ejemplo, Las comidas profundas de Ponte. Y estas preocupaciones, que son centrales en la obra de Reina María Rodríguez –cuyos textos de una u otra manera remiten casi siempre a la interrogación del acto de escribir en un contexto de precariedad material, de desolación moral, de falta de ataduras a los rituales felices-, podrían verse como la continuación metaliteraria de algunas preguntas de Las comidas…: “Asustada por las sustituciones hechas [recordar las sustituciones del libro de Ponte] cuyo producto final nunca sabré con qué fue compuesto. ¿Hubiera escrito menos? ¿Hubiera escrito mejor?” (RMR)

En Variedades… se reconoce muchas veces un vínculo innegable del poema con lo real. De tal manera que las preguntas a partir de las cuales se constituye el poema, pasan por interrogar justamente ese vínculo. Esta dimensión agónica es central en la poesía de Reina María Rodríguez, y las respuestas o balbuceos (en el sentido de ensayos sin voluntad definitiva) a estas cuestiones, informan su política de escritura. “El poema, al participar de la propia enfermedad y muerte de cada día en uno, aflora y se expande por las rutinas, ‘murumacas’ y ‘abusos de confianza’ que neutralizan aquello que lo saca a flote y lo provoca a cada rato: la realidad” (RMR).

Walfrido Dorta

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“La feria del parque Fe” (fragmentos)

(…) Estaba sentada otra vez desde mi mesa (mirador del Info) cuando pasó, frente al cristal, la banda de los niños. Todos venían con sus estandartes, la ropa rayada, las polainas de disímiles materiales (a veces separadas en demasía de los zapatos dejando al aire unas medias variopintas). Todos cantaban y la música, los tambores del redoble y la batuta –a pesar de lo arrugados que estaban los trajes y de la profesora gorda que conducía la comitiva y seguro desentonaba también- me impresionaron. Era una orquesta muy pobre aquella y los estandartes rojos y azules estaban zurcidos por los bordes del satén. Pero me alegraron la mañana, como promesa a la carencia de recursos.

“¿Qué pasará este verano? ¿Cómo se aguantará?” –pregunta un joven que está sentado a mi derecha tomándose una cerveza clara, espumosa.

El humo prieto del cerdo se recalienta en las pailas donde hombres y mujeres uniformados de camareros se disponen a vender comida. Es una feria en el parque Fe. El lugar se va matizando con muchos colores. (…) (Estoy buscando un sentido a mi ubicación dentro del tapiz que acabará por tejerse este domingo). (…)

Las botellas de ron: Puerto Príncipe, Mulata y Niño liberadas de sus etiquetas por cientos de manos que las manosean, brillan entre los reflejos del sol mañanero y después sudan como “marimba de alcohol” en los labios secos. Habrá panes de variados tamaños rellenos “con algo” y peces anaranjados saltarán dentro de enormes peceras donde los niños meten los brazos y sacan “sus peleadores”. (…)

“¿Somos esto?” –pregunta el joven a la dependienta que lo atiende indicando los “tacos” rellenos de diferentes materias (con otoño, invierno, nostalgia), todo lo que nos falta, y vuelven a redoblar los tambores de la banda de los niños. (…)

Hacia una esquina opuesta, hay una improvisada barbería-peluquería donde cortan y tiñen las cabezas. (…) esas sillas de tijeras y con otras tijeras más afiladas que las sillas, cortan, tiñen, ondulan, suben o bajan a picotazos, los promontorios de la mente para lograr un cambio. (…)

Pasa otra señora con un caballo plástico (un juguete) que seguro ha comprado barato y parecería que va montada sobre él, como una mujer que sueña feliz con su infancia, pero cuando se detiene: es una bruja. La dependiente que vende frituras de maíz y otras que imitan ser de bacalao, miente con una sonrisa indulgente sobre las diferencias. (…)

Un desfile de modas hecho con pedazos de materiales sobrantes  (soga, cuero, nailon, pedrería, “tostenemos” –grita alguien) se realiza por detrás de la palma, y los muchachos y las muchachas como bellos exponentes del trópico y de la exposición que este día inauguran, sonríen bajo el entalle perfecto de una colección que se llama Vida.

Todo está tan concurrido que no queda espacio para la soledad.

Me muevo como un ciempiés, fisgoneo entre las carolinas. Por algo de todo esto vale la pena entrar hacia tal confusión de estilos, religiones, pieles y maraña de una vegetación sin podar. Por algo de todo esto. Mañana quedarán los restos de comida, las banderitas caídas y los viejos volverán a tomar su lugar (su asilo) permanente bajo los mismos árboles. Mañana la poesía estará estructurada de los huesos de pollos fritos y mollejas que los perros vagabundos hociquean dejando sobras para un después. Olerá a cosas que fueron calientes, ya calcinadas. A los globos de colores que guindan de tronco en tronco (hechos con preservativos teñidos que se habrán reventado) y a las palomitas de maíz que salpican grasa desde las cacerolas de aluminio. (…)

Otro señor vende recogedores de hojalata y, para probarlos, barre las hojas amarillas. Otro, aguacates morados, pulposos, prietos. No faltan las escobas de guano (amargas) como colas de cometas extraviados.

Cuando la prosa también se ha recalentado en su caldero, no queda otro resquicio que girar y, en el vértigo por tanta luz (donde nada se omite), comer las simples palomitas de maíz sin muchos conceptos o justificaciones. Algo se muerde y cruje. Y en los pechos, azabaches prendidos con alfileres de crianderas (rojo y negro) para los malos ojos. (…)

La mayoría, apretujada, grita, corre, vocifera, revienta, y yo escribo, yo escribo, yo escribo… palabras pisoteadas por las sandalias de otras mujeres de corvas venosas, pero flexibles. (…) De pronto, una fuente que estuvo rota por muchos años, salpica a los jugadores de dominó sobre tablas improvisadas. Salpica a los vendedores de comida frita, a los tamaleros, a los maniceros, a los “merolicos” ¡que esperaron toda la vida por el brote de esa dichosa fuente! El agua reciclada purifica las fichas, el cartón, las chapas de metal oxidadas.

(…) Por eso, en la pose definitiva que tomo dentro del tapiz este domingo, extiendo el cuerpo sobre la hierba que arranco con las uñas (pica demasiado) y reclamo un parque que se llame Fe, aunque la fe no exista.

Reina María Rodríguez

Ver también, en Libros del crepúsculo:

Hay en la poesía de Reina María Rodríguez de los 90 tanta conciencia de una escritura producida a fines del siglo XX como impulso de colección de reliquias de un mundo perdido. Celebración y duelo del naufragio de la utopía, que se manifiestan por medio de una extravagante memorabilia: miniaturas de la Atlántida, muñecas egipcias, retratos de Durero, esculturas de Zadkine, tablillas de terracota, polvo verde del Taj Mahal, flores insectívoras, un vidrio de mar en la ventana.
Podría hacerse una lectura de esa poesía como relicario o museo de la resaca de algún paraíso perdido. Una escritura de la memoria que presta más atención a ciertos desechos del pasado que a la cultura material, archivable y refuncionalizable, heredada del antiguo régimen. No sería imposible leer esa poesía como un discurso de sutil cuestionamiento a las narrativas turísticas e ideológicas que se tejieron en torno a aquella Habana, que se presentaba como escenario de la «muerte real de un pasado imaginario».