Encuentro en la Red: Carta a la cuchara de calamina

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Bandeja de comedor escolar con cuchara de calamina

Bandeja de comedor escolar con cuchara de calamina. Colección Cuba Material.

Publicado por Encuentro en la Red, en La columna de Ramón:

Lejana cuchara de calamina:

Mira que ha pasado el tiempo, tú, y todavía, algunas noches en esta ciudad, por encima de la esencia picantona del chorizo gallego o de los pimientos de Padrón que son unos cabronazos indecentes, me brota limpio, incólume, medio inocente, tu frío sabor, una mezcla metálica y abrumadora parecida a la que debe dejar en la lengua haberse pasado la noche chupando un Colt 38 o haber practicado uncunnilingus pantanoso y vegetal con un manatí. Y no con un manatí cualquiera, sino uno de mediana edad, de la ribera derecha del río Cauto.

Qué sensación, qué rubor, qué estremecido estremecimiento. Porque no imaginas la constancia que tiene la calamina en la memoria de un cubanete como yo, que te encontré siempre en todas partes: en escuelas al campo, meriendas campestres, pizzerías, safaris ideológicos, bodas, almuerzos familiares, velorios campesinos, internados militares, cumpleaños, becas.

Sobre todo en las becas, con tu inseparable bandeja de aluminio, heroína de mil batallas, abollada, maltratada, grasienta. Hubo un tiempo, incluso, en que llegué a pensar que el futuro luminoso del que siempre nos hablaban, olía igual y estaba completamente forrado de bandejas de aluminio. Más nuevas, por supuesto. Y que todos avanzábamos alegres, sonrientes, con la cabeza erguida, sosteniendo victoriosos una bandeja de ésas entre las proletarias manos. Y la recompensa por nuestro sacrificio nos la echaban en el huequito del postre. Claro que entonces yo era bajito y medio comemierda y por eso tal vez pensaba así. Ahora sigo siendo bajito y medio comemierda, pero me acerqué a la porcelana por si acaso.

Te hablaba de las becas. Tú en las becas, madre mía, qué nostalgia. Tú sumergida, lenta y golosa, en el agüita transparente del potaje, con esos destellos de manjúa en Guanabo, tropezando con los cuatro o cinco fijoles de artillería yugoslava que nadaban junto a tu cuerpo de movimientos ágiles. Y luego tú, haciendo las funciones de martillo neumático en la blancura de aquel arroz tan bien organizado, tan militar él, tan firme en sus convicciones, impenetrable, compacto, ideológicamente indivisible. Había que pensar en Ichi, el masajista ciego para poder cortarlo. O llamar al gentil Toshiro Mifune para que nos ayudara a abrirnos paso entre las bolas blancas y echarle algo a la paila. Claro que te jorobabas un poco por el esfuerzo, hacías tus contorsiones y creo que hasta sudabas ligeramente. Salían chispas de tu palidez cuando chocabas con los gorgojos de elegante tersura, y los machos abundantes con que condimentaban aquel manjar.

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Pero tú nunca te quejaste. Firme ahí, irreductible. Uno te enderezaba a ojo de buen cubero y de nuevo a la guerra. Cuando único te vi flaquear, darte por vencida, rajarte, tirar la toalla en una beca y recostarte en la esquina azul con cara deyo no puedo con eso, fue al enfrentarte a la guarnición. Con el boniato no podías. Y eso que se suponía que era boniato sancochado, pero siempre sospeché que no lo hervían, sino que lo asustaban en la cocina para no perder tiempo. Y a un boniato asustado no le mete el diente ni un indio caribe, acostumbrado a merendar siboneyes de edad diversa. Todavía no he encontrado al genio de la dietética, a ese Maquiavelo gastronómico que ordenó complementar el rancho con aquellos boniatos blindados sabiendo que había que zampárselos, abrirles la gandinga, llegarles al meollo con la nobleza de tu hechura.

Claro que en la mayor parte de los casos eras menuda y talla usable. Pero en algunos lugares alguien había fabricado un modelo superior, de una anchura caucásica, como si hubieran usado como molde la jaiba de un cocodrilo con mal genio. Uno no se daba cuenta en el acto de que con esas dimensiones era mejor echarle carbón a la caldera de un tren carguero con destino a Novossibirsk y que era imposible que cupieras en la boca estándar de un muchacho becado, capaz de comerse un búfalo en movimiento. Creo que es de las torturas más finas que se han inventado: intentar introducir aquella pala de cementerio, cargada y humeante, en una boca que saliva desesperadamente. Una boca normal, de dimensiones típicas, anatómicamente dentro de la media, y no de majá de Santa María. Ahí se la comieron. La partieron. Se le fue la musa a Manolo. La recostaron a la cerca.

Eso también pasaba cuando había que embutirse un jarabe. Una benadrilina. Un bicomplex. Una sulfaguanidina para «trancar». Un aceite de hígado de bacalao. En esos casos, con osadía e ingenio, con determinación ante la anchura, resonaba una voz en mi cabeza que decía: «en la inmensidad del mar, en lo infinito de los cielos, el hombre se enfrenta a su destino y surrrrgen: Laaaas Aventuuuuraaaas». Y uno abría al máximo la boca, cerraba los ojos y ladeaba ligeramente la cabeza. Y si alguien me hubiera tirado una foto en ese momento, por mi madre que podía pasar por el primo del león de la Metro. Pero se terminaba el trabajo con picardía, arrimándose al borde izquierdo del estanque y absorbiendo como un camión de la Conaca, con el mismo grato sonido con el que los guapos tenemos que tomarnos la sopa en público. Ahí uno aprendía también una lección filosófica: «Si no puedes comerte el asunto de frente, éntrale de lao, y liquídalo», muy útil para convivir en santa paz en becas, círculos infantiles, prisiones y aglomeraciones sociales similares.

En aquellos tiempos yo te tenía hasta cariño. Era como si hubiéramos estado hechos el uno para el otro. Daba por sentado que mi porvenir se estaba fabricando en algún lugar, igualmente de calamina, liviano, gris, manuable como tú. Un arma ligera para entrarle a la vida.

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Hasta la noche en que te encontré, prisionera de un cordelito bastante corto e indecente, en la Cinecittá, la pizzería de 12 y 23, curiosamente ubicada a las puertas del cementerio de Colón. Te blandí, blanda, fría: Te esgrimí para despachar una lasaña novedosa, de las que se hacían con la receta del tocinillo del cielo y que iban derritiéndose, cobardes, sobre unos tímidos cimientos, como edificio de Alamar construido por una brigada de presos políticos. Y, por encima del sabor de la maicena –que nunca supe qué tenía que ver con la lasaña–, ganándole terreno a la Vitanova, brotaba inalterable por los años el manatí, es decir, tu sabor limpio y puro. Casi como lo que sentiría una tribu de Nueva Guinea después de merendarse a un General bolo de antes del desmerengamiento.

Te escribo porque hoy el día está gris y salió a flote tu color en mi memoria. Me he puesto a recoger pita y me ha sorprendido lo injustos que hemos sido contigo. Ni un monumento, ni una mala canción, ni una orden oficial, ni un círculo de interés, ni una sociedad de amigos, ni una sala de hospital… Nada que te recuerde, con lo bien ubicada que has estado siempre. Claro que eso debía partir de las autoridades. Pero qué se puede esperar de un gobierno que no ha sido capaz de poner nunca un invierno que valga la pena. Que a lo más que ha llegado ha sido a un frente donado por alguien. Un fricandó de ONG. Con tanto bronce desparramado por las ciudades. Con tanto mármol tirado a mondongo. Con tanto yeso en valles y montañas, y ni una sola alusión memorable que te perpetue.

Puede que lo hayan hecho por olvido involuntario. O por castigo a tu liviandad, que te hace sospechosa, idelógicamente favorable a ceder a cualquier empuje. Por blandita y popular. O porque simbolizas, precisamente, todo un fracaso. Mira tú el relajo que llevan en sí los metales. Para triunfar, toca el oro. Para matar a un vampiro, una bala de plata. Y para una vida de pacotilla, de peíto sin peste, de burundanga: una cuchara de calamina.

Y, por supuesto, como sólo sirves para cargar. Que ni pinchas ni cortas, huele a quemao hacerte un monumento. Porque los monumentos reflejan algo. Y en eso de ni pinchar ni cortar nuestra vida nacional, menos uno que yo me sé, el resto.

Así que desisto de mi propuesta. Yo que iba a hacer campaña para que aparecieras en el Escudo, al lado de las palmitas. Entre un campo de gules, y por encima de la llave ésa de portalón de la Habana Vieja, una cuchara. Y con restos de chícharo, para no exagerar.

Calaminoso y aviejentado,
Ramón

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