Duanel Díaz Infante sobre el castrismo, en entrevista con Gerardo Fernández Fe

Imagen de propaganda política del Ejército Rebelde y Fidel Castro

Imagen de propaganda política del Ejército Rebelde y Fidel Castro. Colección Cuba Material.

Gerardo Fernández Fe entrevista, en Diario de Cuba (Una daga entre pingüinos congelados) a Duanel Díaz Infante, a propósito de su último libro, La revolución congelada: Dialécticas del castrismo (Verbum, Madrid, 2014). Los dejo con algunos fragmentos:

P: Entre 1959 y 1970, eso que llamas «periodo romántico de la Revolución Cubana», se genera una fascinación estética hacia el evento revolucionario; «la más acabada obra artística», según Luis Pavón. Y aquí volvemos al tópico francés y ruso de que la poesía, la belleza, están en la calle…

R: . . . Cuba no fue en eso una excepción. Ya desde antes del corrimiento hacia el comunismo, era obvio que la diferencia entre la democracia representativa del antiguo régimen y la «democracia directa» del nuevo equivalía no solo a la diferencia entre lo formal y lo real, sino también al contraste entre lo ordinario y lo sublime.

Hace poco, hojeando el libro Gobierno revolucionario cubano. Primeros pasos (Editorial de Ciencias Sociales, 2009), descubrí un detalle revelador. Para la concentración popular que se celebró a raíz de los sucesos de Huber Matos, Castro había mandado que se construyera un puente sobre la entrada del túnel de la Bahía, con el propósito de que la multitud reunida ocupara sin interrupciones desde la terraza norte del Palacio hasta el Malecón. Ello requirió los servicios de varias carpinterías de la ciudad, pero la idea de Castro iba más allá.

Cuenta Luis M. Buch que «En la madrugada del domingo 26 de octubre, [Fidel] visitó las obras en un jeep; interrogó sobre la posibilidad de retirar provisionalmente los árboles de la Avenida de las Misiones para lograr una completa visibilidad de la multitud, pero lo convencieron de que eso era muy difícil y pondría en peligro la vida de los árboles» (p. 294).

Buch incluye esto en una nota al pie, como un detalle anecdótico, pero me parece sumamente significativo de ese kitsch revolucionario de 1959 donde la visión sublime de la masa concentrada y la sed de sangre de la «justicia revolucionaria» son inseparables. Ese fue el acto donde Camilo Cienfuegos recitó los versos de Byrne y la masa pidió, una vez más, «Paredón».

P: Es sintomático que a partir del año 2000 se produzcan los trabajos fotográficos de Polidori, Moore y Eastman, quienes, cada uno a su manera, se centran en edificios viejos, en autos antiguos, en ruinas, todos de la etapa previa a 1959, en una evidente restauración de una estética que se supondría dejada atrás gracias al empuje de la Revolución…

R: En efecto, aunque ya en los noventa salen los primeros catálogos de fotos, algunos estudiados por Ana Dopico en su ensayo «Picturing Havana». Me parece que esa estética de la ruina comienza de algún modo con el documental Havana de Jana Bokova, de 1990, en los umbrales del «periodo especial». No es casual que ahí aparezca una entrevista a Arenas; él fue de los primeros que llamaron la atención sobre la decadencia de La Habana, en sus notas y ensayos escritos en el exilio.

Me interesan Polidori, Moore y Eastman porque en ellos es donde mejor se ve la tendencia al desplazamiento de las personas del primer plano: si en los 60 aparecen las multitudes y los retratos de héroes, en los 90 las cosas, humanizadas por los años de uso. No es restauración de una estética, sino una estética nueva, que la revolución ha hecho posible al sacar a Cuba del mercado capitalista cuatro décadas atrás. Un carro americano, por ejemplo, no tiene el mismo valor estético en los 50, cuando era nuevo, que en los 90, cuando es una reliquia. Solo ahora tiene aura, en el sentido de Benjamin; devuelve la mirada.

P: Y ahora, nada menos que en 2014, se tiende a recomponer lo que en 1968, tras la Ofensiva Revolucionaria, se consideró que se debía suprimir para siempre. Y no me refiero solamente a objetos, a oficios, sino a cierta simbología.

R: Por cierto, hace algunos años en un programa de historia del Canal Habana que se llama o se llamaba «Como me lo contaron», se habló de la Ofensiva en unos términos bastante críticos. Algo así como: «Mira que ocurrírsele a alguien cerrar los bares y los cabarets en este país…»

El año pasado reabrieron el Sloppy Joe’s, que justamente fue cerrado cuando la Ofensiva. Las paredes están llenas de fotos que ilustran la historia del local, los personajes célebres que pasaron por allí. También se detallan los avatares de la célebre barra de caoba, de la que solo consiguieron recuperar uno de los trozos. Hay en esto, me parece, algo simbólico: es imposible recomponer el precioso jarrón que se rompió en 1968: los oficios, las tradiciones, el estilo que aun sobrevivía; no dentro del orden de cosas actual.

En cuanto a simbología, otro buen ejemplo es la restauración del Capitolio, que está en curso. Vicente Echerri ha llamado la atención sobre un pasaje del libro de Aldo Baroni Cuba, país de poca memoria, donde se describe el gobierno de los «cien días» como «una vergonzosa conga de excesos y raterías en la que el Capitolio se vio obligado a calzar alpargatas y a desgarrarse en lúbricas contorsiones los últimos jirones de su toga deshecha». Cuenta el periodista italiano que «150 de los acólitos de Grau vivían materialmente en el Capitolio, transformando los salones en dormitorios, los divanes en camas y las mesas bellamente talladas en pesebres».

En 1959, el Capitolio no fue saqueado; peor aún, fue desconocido. La sede de la legislatura se había movido a otro lugar, que no era un lugar porque pretendía ser todo: el pueblo mismo. A fines de 1960, en sus jardines se celebró una «Feria de la Vaca» que comprendía «cientos de pabellones artísticamente decorados, tómbolas, quioscos, exhibiciones fotográficas murales» (Bohemia, 23 de octubre de 1960). En 1976, hubo otra exposición, «Logros de la ciencia y la técnica soviética», con camiones, tractores y hasta una reproducción de un spútnik.

Como una anciana inútil a la que se encomiendan labores de poca monta, lo que fuera sede del Senado y de la Cámara de Representantes, quedó para museo. Pero no museo de la República, sino de una historia ajena a las leyes y las constituciones: la de la naturaleza. Ahora quieren restaurar el edificio, eliminar las modificaciones que sufrió cuando fue sede de la Academia de Ciencias, para que sesione allí la Asamblea Nacional. Simbólicamente, es una vuelta a la República, pero sin un reconocimiento del desastre que fue su desmontaje. Se vuelve a la forma, no al contenido. Cuando se instale ahí el Parlamento, el edificio estará más vacío que cuando contenía fósiles, esqueletos de dinosaurios y pingüinos disecados.

P: Curiosamente todo confluye en que, con esos «objetos de melancolía» y ese «turismo revolucionario» de nuevo tipo, pasado por agua, desleído, La Habana sea hoy en día una de las capitales más fotogénicas del mundo.

R: Lo fue en 1959, en la aurora revolucionaria, con los barbudos y las grandes concentraciones de masas. Y lo vuelve a ser a partir de los 90, gracias a esa curiosa «simultaneidad de lo no simultáneo» que ha provocado, paradójicamente, la revolución. Aunque, bien mirado, es solo ahora, en el crepúsculo revolucionario, que la ciudad misma está en primer plano. En 1959 no era La Habana lo que atraía la mirada, sino todo aquello que, por así decir, la amenazaba, la eclipsaba, la tapaba: las grandes concentraciones de masas que ocupaban calles y plazas, la invasión de esa rusticidad sobre una ciudad cosmopolita y disipada que recordaba, desde luego, la toma de Roma por los bárbaros.

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